Volumen 3 de «Mi hija y la ópera»
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Todos los
bienes de mi abuelo, el negocio, unos locales arrendados a otros comercios y
dos viviendas —la del pueblo y la de la ciudad—, cayeron en manos de mi padre.
Debía reunirse con el asesor de la empresa, y con un tal Paco, quién había
acabado como mano derecha de mi abuelo tras la marcha de su hijo a Calasparra.
Por ello tuvimos que permanecer unas jornadas en Cartagena, lo cual fue un alivio
para mí tras los primeros días de clase.
—¿Quieres
que nos quedemos a vivir aquí? —preguntó mi padre refiriéndose a la ciudad que
le vio crecer.
Asentí.
—Tendrías
que cambiar de colegio.
—¿Podré ir
con la tita?
—Laura te
podrá visitar más veces si estamos en Cartagena, pero no será en la misma casa
donde vivíamos.
—¿Por qué?
—Porque la
vendimos para comprar la de Calasparra. Ahora nos compraremos una mejor, pero
durante un tiempo tendremos que quedarnos en la del abuelo Pepe, donde yo vivía
cuando tenía tu edad.
—Yo quiero
ir a la casa de la piscina, diles a quienes estén ahí que se vayan.
—No se
puede, Violeta. No se puede.
—¿Estaría
Lily?
—¿Cómo es
que la recuerdas todavía? —preguntó sorprendido, y sin esperar mi respuesta
agregó—. Si ella quiere, sí.
Mi padre confiaba
no estar más de una semana en la ciudad de la que soy oriunda para tomar las
riendas de la empresa y conocer todos los entresijos patrimoniales. Me dejó en
casa de mis abuelos maternos y me visitaba a la hora de comer. Por las noches,
sin embargo, prefería pernoctar solo en el deshabitado hogar en el que vivió su
infancia. Una de las pertenencias recién heredadas.
Al tercer o
cuarto día, sobre una mesa de camilla, en un pequeño salón sin uso de la casa
de mis abuelos, vi una foto; eran una mujer y una niña, rubias y resplandecientes.
Deduje que serían las añoradas personas que desaparecieron siendo yo bebé y cuyos
rostros desconocía. Dada mi baja estatura intenté sujetar con los dedos el
marco para aproximarlo hacia mí y poder observarlo con detenimiento, con tal
mala suerte, o torpeza, que terminó cayendo al suelo desmontándose la moldura
que encerraba el cristal. Mi tía Laura estaba en la universidad, y mi abuelo
había acudido muy temprano a sus partidas diarias de dominó con otros pensionistas.
Mi abuela abandonó los fogones donde cocinaba el guiso que tocara aquel día y
salió en mi búsqueda.
—¿Qué has
roto?, ¡inútil!
—¡Nada!
—exclamé aterrada al ver su cara.
—¡Madre
mía!, ¡has roto la foto!, ¡has roto la foto!
—Ha sido
sin querer —dije comenzando a llorar en un fútil intento de clemencia.
—Mira, hija
del demonio —gruñó mientras sujetaba el marco desmontado—, ¿ves a esta niña?,
pues es tu hermana Susana, ¡destrozona!
Coloqué mis
brazos frente a la cara para protegerme, como en otras muchas ocasiones en las
que ella me amedrantaba finalizando con una bofetada que regalaba sin claro
motivo, me agarró de la muñeca y, casi colgando, me arrastró hacia una
habitación que contaba con la particularidad de tener un pestillo por el lado
exterior de la puerta. Entró conmigo y una vez dentro me empujó saliendo deprisa,
dejándome paralizada por el desconcierto, después cerró la puerta y echó el
pasador que resonó con ímpetu. El cuarto estaba a oscuras salvo unos pequeños
rayos de luz que provenían de una persiana bajada casi del todo. Presa del
pánico sollocé.
—¡Ahí te
vas quedar hasta que dejes de llorar! —y luego añadió—: Niñata…
Me encontré
con un golpe de suerte cuando mi padre, más temprano de lo habitual, llamó al timbre
de la casa. Ella, antes de abrirle la puerta, movió el pestillo dejando la
posibilidad de que yo misma pudiera liberarme.
—¿Es mi
hija quién grita?
—Sí, estará
por ahí, será por alguna tontuna. Los niños, Andrés, lloran por cualquier cosa,
te lo digo yo que sé mucho de esto.
—Mire, doña
María, un niño que llora, por estúpido que sea el motivo, es un niño que sufre,
y aunque usted siempre dice que los niños tienen que aprender con palos, no
será con mi hija, y menos si estoy presente, ¿qué quiere, que me quede
impasible viendo cómo Violeta llora desconsolada por un castigo que no comprende?
—No me
tires de la lengua, que bien sabe Dios que cuando os vengáis pa’cá y la cría tenga que quedarse en
esta casa, la educaré como hice con mis hijas. Voy a llevarla más derecha que a
una vela.
Estuve a
tientas mientras escuchaba su conversación, palpando distintos objetos, que
ahora creo que serían viejas mecedoras y otros enseres rotos cuyo uso final
sería el de ocupar espacio más que el de otra utilidad, acerté con el picaporte
y conseguí salir de la tenebrosa habitación, o como llamaba mi abuela: «El
lugar de las niñas que no están bautizadas». Aquel tiempo me pareció una
eternidad, y aunque el llanto paró en cuanto escuché la voz grave de mi padre,
dos surcos de lágrimas y un inevitable jadeo delataron mi sufrimiento.
—Hija, ¿qué
ha pasado?
Negué con
la cabeza. Un suspiro se escapó cuando mi padre me abrazó. Después me tomó en
sus brazos.
—Hoy he
hecho lentejas, mi Emilio tiene que estar al llegar —dijo mi abuela haciendo
caso omiso a la expresión de mi rostro.
—No, no me
voy a quedar. Prepáreme la ropa de Violeta que nos vamos ahora mismo —ordenó con
mirada idéntica a la del día que me llevó al colegio por segunda vez.
Sé que él
podría haber sido más contundente con mi abuela si le hubiera confesado lo
ocurrido esa mañana, pero por miedo a futuras amenazas, o un lejano cariño de
cuando me daba golosinas, callé. Después de echar con displicencia mi ropa en
un bolso se dirigió a recoger el marco y regresó con él en la mano.
—¡Mira,
Andrés!, mira lo que ha hecho tu hija con la foto de tu mujer y tu Susana, que
en paz descansen, la ha tirao al
suelo y la ha roto.
—Ha roto el
marco, la foto está intacta, no es para tanto. Tenga, mil pesetas, que seguro
que tiene para unos cuantos marcos como este que le ha roto su nieta y pueda
poner la foto de nuevo. —Sacó de la cartera un billete de color verde que dejó
sobre una de las mesas del comedor.
—¿Y pa’qué quiero yo el dinero?
—Prefiero
darle el dinero a que vuelva a castigar a mi hija.
—Angelico, si Violeta no sabía lo que
hacía —dijo mi abuela sonriéndome con ojos desbordados de cinismo—, si es
porque a los muertos hay que dejarlos descansar, y al ver las caras de mi hija
y de la Susanica, tan hermosas, en el suelo…
—Nos vamos,
doña María, ¡Violeta, dile adiós a la abuela!
No abrí la
boca, levanté la mano con desgana, mi padre me sacaba de la casa tomada en
brazos, apoyé mi cabeza en su hombro y vi cómo, a sus espaldas, mi abuela me
contemplaba con el rostro lleno de ira situando su dedo índice frente a sus
labios realizando el internacional gesto de silencio. De camino a Calasparra mi
padre me propuso un reto.
—Solo tienes
que contestarme con la cabeza, así que no se podrá decir que te has chivado ni
nada parecido, ¿vale?
—Vale
—contesté.
—No, ya lo
has hecho mal, tienes que responderme sin decir nada con la voz, solo con la
cabeza.
Afirmé sin
decir nada, dándole a entender que comprendía el juego. Él me observaba desde
el retrovisor.
—¿Te ha
pegado hoy la abuela?
Negué.
—¿Te ha
metido miedo?
Afirmé.
—¿Se porta
mal contigo?
Aseveré, de
nuevo.
—¿Y qué te
ha dicho?
Me paralicé
no sabiendo bien qué muecas debía emplear para informarle.
—Puedes
hablarme, Violeta, ya se ha acabado el juego, ¿qué te ha dicho la abuela?
—Dice de mí
que soy una demonia, que no estoy
bautizada, me ha encerrado en una habitación por tirar sin querer una foto y
también ha dicho señalando la cara de la niña, que ella era guapa.
—Eso no es
un insulto —musitó sosteniendo la vista desde el espejo.
—Después no
ha dicho que yo lo fuera.
—¿Entonces
has visto a la mamá y a la hermana?, ¿qué te han parecido?
—Que son
rubias. —La verdad es que no retuve nada más, salvo que mi madre sostenía en
brazos a Susana, pero los rostros se difuminaron de mi memoria, puede que por
el susto.
Mi padre
condujo con semblante serio y meditabundo durante el resto del trayecto que por
fin nos traía a casa. Volvimos a la rutina: a las óperas, a las clases de piano
y al colegio, que, tras los dos primeros días, me aterraba. Tan solo un cambio,
el teléfono sonaba a cada momento. Mi padre hablaba todos los días por él, y
cada viernes nos visitaba Paco que, de repente, se había convertido en la persona
en la cual mi padre había delegado la gerencia. Venía a comunicar las novedades
y otros muchos pormenores del negocio que tenían a bien hablar directamente.
Aprovechaba la estancia para que mi padre le firmara talones y otros documentos,
y le pedía autorización o consejo para cualquier asunto que conllevara un
gasto. Se quedaba a comer con nosotros en aquellas citas que con el tiempo
denominaron como «el informe semanal». Supe con los meses que Paco y su mujer fueron
elegidos en su día a que fuesen mis padrinos en un bautizo que no llegó a
celebrarse. Mi padre alegó que yo debía tomar dicha decisión con libertad y,
que yo sepa, no ha ejercido ninguna influencia al respecto. Jamás he pisado una
iglesia desde que tengo uso de razón.
Mi tía
Laura vivió con nosotros durante los meses de julio y agosto de 1987, tras casi
un año con el único contacto que el telefónico. La admiración y, sobre todo, la
adoración que sentía hacia ella debía ser lo más parecido a la que se tiene por
una madre. Ella dormía en la misma habitación que yo y, a pesar de disponer de
dos camas, casi siempre se acostaba conmigo, como cuando nos visitaba en Cartagena.
Aquello propició que mi padre descansara de mis frecuentes intromisiones a su
dormitorio las noches en que las paredes crujían por el frío o cuando era embestida
por alguna pesadilla.
Un sábado
de diciembre, el ruido de un coche levantado los guijarros blancos del camino
que accede a nuestra casa, nos advertía de que alguien se acercaba a vernos.
Observé al asomarme a la ventana y descorrer la cortina que aquella ventosa
tarde de invierno traía a mis abuelos y a Laura que habían venido sin avisar.
Mi tía se apeó del automóvil para abrir la verja, que mi padre solía dejar
entornada, y que mi abuelo, que iba a los mandos del vehículo, lo introdujese
en el jardín. El coche era de la misma marca y modelo que el de mi padre. Por
lo visto, al heredarlo de mi abuelo Pepe, se encontró con dos automóviles
idénticos y, sin ninguna necesidad de malvenderlo, se lo regaló a mi abuelo
Emilio.
—Andrés, ya
que aquí no se celebra la Navidad, y dando por sentado de que no vas a querer
ir a nuestra casa, podrías dejar que Violeta se viniera con nosotros —solicitó mi abuelo mientras dejaba el
abrigo en el perchero y se disponía a encenderse un puro, dirigiéndose después
en búsqueda de una copa para echarse coñac.
—No, no se
va a ir —contestó mi padre—, Violeta, ¿tú quieres irte a Cartagena en las
vacaciones navideñas?
Me encogí
de hombros en vez de negarme por no herir los sentimientos de mi tía y, en
parte, de mi abuelo.
—Pero si es
que le tienes el seso comío con tanta
tontería sobre la religión y to’lo que
tenga que ver con Dios, ¿por qué no fuisteis al cementerio el Día de Tos’los Santos? —arremetió mi abuela—, a ver, niña,
¿es que no quieres bautizarte?, ¿quieres ser una atea como tu padre?
Volví a
mostrarme indiferente y muda, no por miedo a dar una respuesta que a mi abuela
no satisficiera, sino porque me sentía abrumada por tanta pregunta y, en
concreto, porque desconocía qué cambio iba a producir en mí ese bautismo que
tanto mentaba.
—Mira —expuso
mi abuelo—, nosotros vendríamos aquí para la Nochebuena si es que tuviésemos un
sitio donde dormir luego, pero como tienes un dormitorio cerrado con llave para
enredos… ¿No sería mejor que los trastos los dejaras en el patio y que esa
habitación pudiera servir para las visitas?
—Si está
cerrada es para que la niña no se haga daño con los utensilios, hay tijeras de
podar, serruchos, martillos…
—Pero vamos
a ver —interrumpió mi abuelo—, que tu hija toca el piano, no es subnormal, no
le va a pasar nada si dejas las herramientas guardadas en otro sitio. Aunque,
bueno, esta es tu casa, no quiero yo…
—Don
Emilio, sabe que le respeto y su opinión me importa, pero por ahora, la
habitación seguirá como está, cerrada. Respecto a esta Navidad mi pequeña
estará conmigo.
—Si para ti
las Navidades no dejan de ser unos días cualquiera —replicó mi abuelo—, no
celebras nada, seguirás oyendo ópera como siempre, y me gustaría que tu hija
viviese lo especial de estas fechas, el discurso del rey en Nochebuena…, ver a
los Martes y Trece en Nochevieja…
—Como si mi
hija entendiese algo de todo lo que usted ha mencionado. No tiene edad para
reírse ni de Martes y Trece ni del rey. Además, si no celebro nada es porque en
la Nochevieja de 1955 murió mi hermano; de acuerdo que apenas le conocí, pero
el día de Navidad de 1978 nació Susana, nuestra Susana. No puedo celebrar nada
en unas fechas coincidiendo con este recuerdo tan triste para mí. No es por
aversión a una festividad religiosa, como pensáis.
—¿Y tu hija
qué tiene que ver con todo esto? —intervino mi tía—, ella no tiene por qué
vivir en un estado de depresión permanente por el simple hecho de que su padre
esté traumatizado.
—Laurita,
no te ofendas, pero no te inmiscuyas en este asunto.
—Por ahí no
vayas, Andrés. Para empezar, tengo veinte años, por lo que deja de tratarme
como a una niña. Yo soy lo más parecido a una madre que ella conoce, porque
tu hija, si fuera por ti, no sabría de otra cosa que de música clásica, de
cuáles son los mejores senderos para llegar al otro lado del monte y de cómo
hay que cortar la leña, poco más.
—No he
querido ofenderte, Laura, me he molestado porque dices que estoy depresivo, y
yo opino que la depresión es la ausencia de motivaciones, yo ya las tengo: mi
hija y la ópera. No intentéis quitarme por unos días a mi pequeña, que Violeta
podrá estar sin mí, pero yo no puedo estar sin ella.
La
conversación fue diluyéndose a otros asuntos que ya no recuerdo, y ni falta que
hacía. Quedé fascinada por aquellas palabras de mi padre, una persona desaliñada,
de aspecto rudo, de tez casi negra por tanto sol y una espesa barba que le
hacía parecer un náufrago, que vestía, incluso en invierno, camisas de manga corta,
algunas veces, desabotonadas —seguro que por las calorías que le aportarían sus
enormes vasos de whisky—, pero había
dicho que me necesitaba. Si alguna vez hizo algún gesto de queja o menosprecio
hacia mí, si en alguna ocasión me gritó o me zarandeó, se me olvidó para
siempre aquella fría tarde.
—Violeta,
¿me has dicho que encendiera la chimenea?
Sacudí la
cabeza afirmando. Mi padre solo la prendía si yo se lo solicitaba, de hecho, a
él no le gustaba observar el fuego, le daba la espalda cuando comenzaba a
llamear.
—¿Se
quedarán a cenar, no? —propuso mi padre dirigiéndose a los adultos que nos
acompañaban.
Todos
dijimos que sí. Estaba tan acostumbrada a contestar cada pregunta que escuchaba
que me sentí estúpida afirmando que yo también me quedaría a cenar en mi propia
casa, ante la afable sonrisa de mi tía, la inexcusable risa de mi abuelo y la execrable
carcajada de mi abuela.
Andrés, I
Podría empezar dándome a conocer, pero eso
importa poco ahora, la historia que viene a continuación bien valdría como introducción
del manuscrito titulado: La hija del
leñador, escrito por Violeta Rosique, y que yo voy a intercalar dentro del
mismo. Estas palabras no tienen otro objetivo que el de aclarar parte del pasado
de su padre. Tal vez con ello, puedan comprenderse algunos de sus actos.
La familia de Andrés se instaló en Cartagena
a finales de los años cincuenta del pasado siglo XX, eran agricultores de una
pedanía del municipio murciano de Torre Pacheco. Pepe Rosique había convencido
a su mujer para abandonar su pequeña localidad, no solo en búsqueda de
prosperidad sino como remedio para superar el fallecimiento de su hijo Antonio,
nacido dos años antes que Andrés, al que una gripe se lo llevó a la edad de
cuatro. La salud del mayor de sus retoños nunca fue buena, quizás tuvo marcado
en su destino una defunción prematura, es posible que las cosas sucediesen
porque así tuvieron que ocurrir. Dolores Marín Vivancos, su madre, enmudeció
desde entonces, desatendiéndose para siempre. Murió tres años más tarde sin enfermedad
aparente en su nueva casa de la calle Trafalgar, un soleado día de diciembre
de 1958, a un mes para alcanzar los treinta años, dejando a un niño de cinco y
a un marido vaciado por las circunstancias y el trabajo.
El hogar donde residían no poseía grandes
lujos pero era espacioso. Lejos quedaba aquella casa lóbrega de las afueras de
Roldán que había sobrevivido a varias generaciones. Pepe se dedicó plenamente
a sus verdulerías tras la muerte de su mujer. Esas ocupaciones propiciaron que
acudieran al cuidado del pequeño una abuela y una tía de la familia materna.
Ambas, madre e hija, iban uniformadas con vestidos negros y procedían de
Balsicas, población donde había nacido Dolores y en la que se le había dado
sepultura. No comprendía aquel niño, que jamás tuvo recuerdo de su hermano,
cómo la mujer que le dio la vida desapareció dando paso a aquellas mujeres
decrépitas —aunque su tía Caridad no hubiese cumplido los veinticinco—, a las
que apenas conocía y cuyos sentimientos hacia él parecían ser una carga más
que de la propia satisfacción que supondría la atención de un familiar.
Cierto día, jugando al fútbol en el recreo,
propinó un puntapié a la pelota con tan mala fortuna que vino a dar en los
testículos de un contrincante de su misma clase. El compañero quedó encorvado
por el dolor, y antes de que el causante del balonazo se acercara a
disculparse, se incorporó maldiciendo: «Eres un hijo de puta». El pequeño
Andrés, al que a sus espaldas llamaban «el Huérfano», se lanzó contra el niño atizando
patadas y puñetazos con furia hasta que varios estudiantes lo redujeron. A la
salida del colegio, un tal Lorenzo Ramírez, hermano mayor del agredido, conocido
con el apodo de «el Funerario», esperó las instrucciones del pequeño, escoltado
por media docena de chavales de su misma edad.
—¡Este es Rosique! —acusó con el dedo el
hermano menor.
Nuestro protagonista no pudo hacer otra cosa
que usar sus brazos como escudo, acuclillarse y esperar a que aquella tropa de
adolescentes, dos cursos mayores que él, terminaran de pegarle ante un enorme
corro de alumnos que observaron expectantes aquella paliza como postre a su
aburrida jornada lectiva. Esperó despierto a que su padre llegara, cerca de las
once. Lacrimoso, trató de contarle lo sucedido implorando venganza ante aquella
humillación sufrida. Pepe, lejos de consolarle, le interrumpió aludiendo que
«las cosas de niños se resuelven entre niños» concluyendo:
—Hijo, la próxima vez te defiendes, no
querrás que vaya a hablar con tus profesores con todo lo que tengo que hacer.
Cuando hagas la mili no podré estar yo para defenderte ni para hablar con tus
superiores. La vida es dura, así que ve aprendiendo que yo a tu edad fumaba y
me iba de putas.
A sus diez años decidió que nunca más
volvería a llorar delante de su padre.
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