Volumen 3 de «Mi hija y la ópera»



2

   Todos los bienes de mi abuelo, el negocio, unos locales arrendados a otros comercios y dos viviendas —la del pueblo y la de la ciudad—, cayeron en manos de mi padre. Debía reunirse con el asesor de la empresa, y con un tal Paco, quién había acabado como mano derecha de mi abuelo tras la marcha de su hijo a Calasparra. Por ello tuvimos que permanecer unas jornadas en Cartagena, lo cual fue un alivio para mí tras los primeros días de clase.
   —¿Quieres que nos quedemos a vivir aquí? —preguntó mi padre refiriéndose a la ciudad que le vio crecer.
   Asentí.
   —Tendrías que cambiar de colegio.
   —¿Podré ir con la tita?
   —Laura te podrá visitar más veces si estamos en Cartagena, pero no será en la misma casa donde vivíamos.
   —¿Por qué?
   —Porque la vendimos para comprar la de Calasparra. Ahora nos compraremos una mejor, pero durante un tiempo tendremos que quedarnos en la del abuelo Pepe, donde yo vivía cuando tenía tu edad.
   —Yo quiero ir a la casa de la piscina, diles a quienes estén ahí que se vayan.
   —No se puede, Violeta. No se puede.
   —¿Estaría Lily?
   —¿Cómo es que la recuerdas todavía? —preguntó sorprendido, y sin esperar mi respuesta agregó—. Si ella quiere, sí.
   Mi padre confiaba no estar más de una semana en la ciudad de la que soy oriunda para tomar las riendas de la empresa y conocer todos los entresijos patrimoniales. Me dejó en casa de mis abuelos maternos y me visitaba a la hora de comer. Por las noches, sin embargo, prefería pernoctar solo en el deshabitado hogar en el que vivió su infancia. Una de las pertenencias recién heredadas.
   Al tercer o cuarto día, sobre una mesa de camilla, en un pequeño salón sin uso de la casa de mis abuelos, vi una foto; eran una mujer y una niña, rubias y resplandecientes. Deduje que serían las añoradas personas que desaparecieron siendo yo bebé y cuyos rostros desconocía. Dada mi baja estatura intenté sujetar con los dedos el marco para aproximarlo hacia mí y poder observarlo con detenimiento, con tal mala suerte, o torpeza, que terminó cayendo al suelo desmontándose la moldura que encerraba el cristal. Mi tía Laura estaba en la universidad, y mi abuelo había acudido muy temprano a sus partidas diarias de dominó con otros pensionistas. Mi abuela abandonó los fogones donde cocinaba el guiso que tocara aquel día y salió en mi búsqueda.
   —¿Qué has roto?, ¡inútil!
   —¡Nada! —exclamé aterrada al ver su cara.
   —¡Madre mía!, ¡has roto la foto!, ¡has roto la foto!
   —Ha sido sin querer —dije comenzando a llorar en un fútil intento de clemencia.
   —Mira, hija del demonio —gruñó mientras sujetaba el marco desmontado—, ¿ves a esta niña?, pues es tu hermana Susana, ¡destrozona!
   Coloqué mis brazos frente a la cara para protegerme, como en otras muchas ocasiones en las que ella me amedrantaba finalizando con una bofetada que regalaba sin claro motivo, me agarró de la muñeca y, casi colgando, me arrastró hacia una habitación que contaba con la particularidad de tener un pestillo por el lado exterior de la puerta. Entró conmigo y una vez dentro me empujó saliendo deprisa, dejándome paralizada por el desconcierto, después cerró la puerta y echó el pasador que resonó con ímpetu. El cuarto estaba a oscuras salvo unos pequeños rayos de luz que provenían de una persiana bajada casi del todo. Presa del pánico sollocé.
   —¡Ahí te vas quedar hasta que dejes de llorar! —y luego añadió—: Niñata…
   Me encontré con un golpe de suerte cuando mi padre, más temprano de lo habitual, llamó al timbre de la casa. Ella, antes de abrirle la puerta, movió el pestillo dejando la posibilidad de que yo misma pudiera liberarme.
   —¿Es mi hija quién grita?
   —Sí, estará por ahí, será por alguna tontuna. Los niños, Andrés, lloran por cualquier cosa, te lo digo yo que sé mucho de esto.
   —Mire, doña María, un niño que llora, por estúpido que sea el motivo, es un niño que sufre, y aunque usted siempre dice que los niños tienen que aprender con palos, no será con mi hija, y menos si estoy presente, ¿qué quiere, que me quede impasible viendo cómo Violeta llora desconsolada por un castigo que no comprende?
   —No me tires de la lengua, que bien sabe Dios que cuando os vengáis pa’cá y la cría tenga que quedarse en esta casa, la educaré como hice con mis hijas. Voy a llevarla más derecha que a una vela.
   Estuve a tientas mientras escuchaba su conversación, palpando distintos objetos, que ahora creo que serían viejas mecedoras y otros enseres rotos cuyo uso final sería el de ocupar espacio más que el de otra utilidad, acerté con el picaporte y conseguí salir de la tenebrosa habitación, o como llamaba mi abuela: «El lugar de las niñas que no están bautizadas». Aquel tiempo me pareció una eternidad, y aunque el llanto paró en cuanto escuché la voz grave de mi padre, dos surcos de lágri­mas y un inevitable jadeo delataron mi sufrimiento.
   —Hija, ¿qué ha pasado?
   Negué con la cabeza. Un suspiro se escapó cuando mi padre me abrazó. Después me tomó en sus brazos.
   —Hoy he hecho lentejas, mi Emilio tiene que estar al llegar —dijo mi abuela haciendo caso omiso a la expresión de mi rostro.
   —No, no me voy a quedar. Prepáreme la ropa de Violeta que nos vamos ahora mismo —ordenó con mirada idéntica a la del día que me llevó al colegio por segunda vez.
   Sé que él podría haber sido más contundente con mi abuela si le hubiera confesado lo ocurrido esa mañana, pero por miedo a futuras amenazas, o un lejano cariño de cuando me daba golosinas, callé. Después de echar con displicencia mi ropa en un bolso se dirigió a recoger el marco y regresó con él en la mano.
   —¡Mira, Andrés!, mira lo que ha hecho tu hija con la foto de tu mujer y tu Susana, que en paz descansen, la ha tirao al suelo y la ha roto.
   —Ha roto el marco, la foto está intacta, no es para tanto. Tenga, mil pesetas, que seguro que tiene para unos cuantos marcos como este que le ha roto su nieta y pueda poner la foto de nuevo. —Sacó de la cartera un billete de color verde que dejó sobre una de las mesas del comedor.
   —¿Y pa’qué quiero yo el dinero?
   —Prefiero darle el dinero a que vuelva a castigar a mi hija.
   Angelico, si Violeta no sabía lo que hacía —dijo mi abuela sonriéndome con ojos desbordados de cinismo—, si es porque a los muertos hay que dejarlos descansar, y al ver las caras de mi hija y de la Susanica, tan hermosas, en el suelo…
   —Nos vamos, doña María, ¡Violeta, dile adiós a la abuela!
   No abrí la boca, levanté la mano con desgana, mi padre me sacaba de la casa tomada en brazos, apoyé mi cabeza en su hombro y vi cómo, a sus espaldas, mi abuela me contemplaba con el rostro lleno de ira situando su dedo índice frente a sus labios realizando el internacional gesto de silencio. De camino a Calasparra mi padre me propuso un reto.
   —Solo tienes que contestarme con la cabeza, así que no se podrá decir que te has chivado ni nada parecido, ¿vale?
   —Vale —contesté.
   —No, ya lo has hecho mal, tienes que responderme sin decir nada con la voz, solo con la cabeza.
   Afirmé sin decir nada, dándole a entender que comprendía el juego. Él me observaba desde el retrovisor.
   —¿Te ha pegado hoy la abuela?
   Negué.
   —¿Te ha metido miedo?
   Afirmé.
   —¿Se porta mal contigo?
   Aseveré, de nuevo.
   —¿Y qué te ha dicho?
   Me paralicé no sabiendo bien qué muecas debía emplear para informarle.
   —Puedes hablarme, Violeta, ya se ha acabado el juego, ¿qué te ha dicho la abuela?
   —Dice de mí que soy una demonia, que no estoy bautizada, me ha encerrado en una habitación por tirar sin querer una foto y también ha dicho señalando la cara de la niña, que ella era guapa.
   —Eso no es un insulto —musitó sosteniendo la vista desde el espejo.
   —Después no ha dicho que yo lo fuera.
   —¿Entonces has visto a la mamá y a la hermana?, ¿qué te han parecido?
   —Que son rubias. —La verdad es que no retuve nada más, salvo que mi madre sostenía en brazos a Susana, pero los rostros se difuminaron de mi memoria, puede que por el susto.
   Mi padre condujo con semblante serio y meditabundo durante el resto del trayecto que por fin nos traía a casa. Volvimos a la rutina: a las óperas, a las clases de piano y al colegio, que, tras los dos primeros días, me aterraba. Tan solo un cambio, el teléfono sonaba a cada momento. Mi padre hablaba todos los días por él, y cada viernes nos visitaba Paco que, de repente, se había convertido en la persona en la cual mi padre había delegado la gerencia. Venía a comunicar las novedades y otros muchos pormenores del negocio que tenían a bien hablar directamente. Aprovechaba la estancia para que mi padre le firmara talones y otros documentos, y le pedía autorización o consejo para cualquier asunto que conllevara un gasto. Se quedaba a comer con nosotros en aquellas citas que con el tiempo denominaron como «el informe semanal». Supe con los meses que Paco y su mujer fueron elegidos en su día a que fuesen mis padrinos en un bautizo que no llegó a celebrarse. Mi padre alegó que yo debía tomar dicha decisión con libertad y, que yo sepa, no ha ejercido ninguna influencia al respecto. Jamás he pisado una iglesia desde que tengo uso de razón.
   Mi tía Laura vivió con nosotros durante los meses de julio y agosto de 1987, tras casi un año con el único contacto que el telefónico. La admiración y, sobre todo, la adoración que sentía hacia ella debía ser lo más parecido a la que se tiene por una madre. Ella dormía en la misma habitación que yo y, a pesar de disponer de dos camas, casi siempre se acostaba conmigo, como cuando nos visitaba en Cartagena. Aquello propició que mi padre descansara de mis frecuentes intromisiones a su dormitorio las noches en que las paredes crujían por el frío o cuando era embestida por alguna pesadilla.

   Un sábado de diciembre, el ruido de un coche levantado los guijarros blancos del camino que accede a nuestra casa, nos advertía de que alguien se acercaba a vernos. Observé al asomarme a la ventana y descorrer la cortina que aquella ventosa tarde de invierno traía a mis abuelos y a Laura que habían venido sin avisar. Mi tía se apeó del automóvil para abrir la verja, que mi padre solía dejar entornada, y que mi abuelo, que iba a los mandos del vehículo, lo introdujese en el jardín. El coche era de la misma marca y modelo que el de mi padre. Por lo visto, al heredarlo de mi abuelo Pepe, se encontró con dos automóviles idénticos y, sin ninguna necesidad de malvenderlo, se lo regaló a mi abuelo Emilio.
   —Andrés, ya que aquí no se celebra la Navidad, y dando por sentado de que no vas a querer ir a nuestra casa, podrías dejar que Violeta se viniera con nosotros    —solicitó mi abuelo mientras dejaba el abrigo en el perchero y se disponía a encenderse un puro, dirigiéndose después en búsqueda de una copa para echarse co­ñac.
   —No, no se va a ir —contestó mi padre—, Violeta, ¿tú quieres irte a Cartagena en las vacaciones navideñas?
   Me encogí de hombros en vez de negarme por no herir los sentimientos de mi tía y, en parte, de mi abuelo.
   —Pero si es que le tienes el seso comío con tanta tontería sobre la religión y to’lo que tenga que ver con Dios, ¿por qué no fuisteis al cementerio el Día de Tos’los  Santos? —arremetió mi abuela—, a ver, niña, ¿es que no quieres bautizarte?, ¿quieres ser una atea como tu padre?
   Volví a mostrarme indiferente y muda, no por miedo a dar una respuesta que a mi abuela no satisficiera, sino porque me sentía abrumada por tanta pregunta y, en concreto, porque desconocía qué cambio iba a producir en mí ese bautismo que tanto mentaba.
   —Mira —expuso mi abuelo—, nosotros vendríamos aquí para la Nochebuena si es que tuviésemos un sitio donde dormir luego, pero como tienes un dormitorio cerrado con llave para enredos… ¿No sería mejor que los trastos los dejaras en el patio y que esa habitación pudiera servir para las visitas?
   —Si está cerrada es para que la niña no se haga daño con los utensilios, hay tijeras de podar, serruchos, martillos…
   —Pero vamos a ver —interrumpió mi abuelo—, que tu hija toca el piano, no es subnormal, no le va a pasar nada si dejas las herramientas guardadas en otro sitio. Aunque, bueno, esta es tu casa, no quiero yo…
   —Don Emilio, sabe que le respeto y su opinión me importa, pero por ahora, la habitación seguirá como está, cerrada. Respecto a esta Navidad mi pequeña estará conmigo.
   —Si para ti las Navidades no dejan de ser unos días cualquiera —replicó mi abuelo—, no celebras nada, seguirás oyendo ópera como siempre, y me gustaría que tu hija viviese lo especial de estas fechas, el discurso del rey en Nochebuena…, ver a los Martes y Trece en Nochevieja…
   —Como si mi hija entendiese algo de todo lo que usted ha mencionado. No tiene edad para reírse ni de Martes y Trece ni del rey. Además, si no celebro nada es porque en la Nochevieja de 1955 murió mi hermano; de acuerdo que apenas le conocí, pero el día de Navidad de 1978 nació Susana, nuestra Susana. No puedo celebrar nada en unas fechas coincidiendo con este recuerdo tan triste para mí. No es por aversión a una festividad religiosa, como pensáis.
   —¿Y tu hija qué tiene que ver con todo esto? —intervino mi tía—, ella no tiene por qué vivir en un estado de depresión permanente por el simple hecho de que su padre esté traumatizado.
   —Laurita, no te ofendas, pero no te inmiscuyas en este asunto.
   —Por ahí no vayas, Andrés. Para empezar, tengo veinte años, por lo que deja de tratarme como a una niña. Yo soy lo más parecido a una madre que ella conoce, porque tu hija, si fuera por ti, no sabría de otra cosa que de música clási­ca, de cuáles son los mejores senderos para llegar al otro lado del monte y de cómo hay que cortar la leña, poco más.
   —No he querido ofenderte, Laura, me he molestado porque dices que estoy depresivo, y yo opino que la depresión es la ausencia de motivaciones, yo ya las tengo: mi hija y la ópera. No intentéis quitarme por unos días a mi pequeña, que Violeta podrá estar sin mí, pero yo no puedo estar sin ella.
   La conversación fue diluyéndose a otros asuntos que ya no recuerdo, y ni falta que hacía. Quedé fascinada por aquellas palabras de mi padre, una persona desaliñada, de aspecto rudo, de tez casi negra por tanto sol y una espesa barba que le hacía parecer un náufrago, que vestía, incluso en invierno, camisas de manga corta, algunas veces, desabotonadas —seguro que por las calorías que le aportarían sus enormes vasos de whisky—, pero había dicho que me necesitaba. Si alguna vez hizo algún gesto de queja o menosprecio hacia mí, si en alguna ocasión me gritó o me zarandeó, se me olvidó para siempre aquella fría tarde.
   —Violeta, ¿me has dicho que encendiera la chimenea?
   Sacudí la cabeza afirmando. Mi padre solo la prendía si yo se lo solicitaba, de hecho, a él no le gustaba observar el fuego, le daba la espalda cuando comenzaba a llamear.
   —¿Se quedarán a cenar, no? —propuso mi padre dirigiéndose a los adultos que nos acompañaban.
   Todos dijimos que sí. Estaba tan acostumbrada a contestar cada pregunta que escuchaba que me sentí estúpida afirmando que yo también me quedaría a cenar en mi propia casa, ante la afable sonrisa de mi tía, la inexcusable risa de mi abuelo y la execrable carcajada de mi abuela.





Andrés, I

   Podría empezar dándome a conocer, pero eso importa poco ahora, la historia que viene a continuación bien valdría como introducción del manus­crito titulado: La hija del leñador, escrito por Violeta Rosique, y que yo voy a intercalar dentro del mismo. Estas palabras no tienen otro objetivo que el de aclarar parte del pasado de su padre. Tal vez con ello, puedan comprenderse algunos de sus actos.
   La familia de Andrés se instaló en Cartagena a finales de los años cincuenta del pasado siglo XX, eran agricultores de una pedanía del municipio murciano de Torre Pacheco. Pepe Rosique había convencido a su mujer para abandonar su pequeña localidad, no solo en búsqueda de prosperidad sino como remedio para superar el fallecimiento de su hijo Antonio, nacido dos años antes que Andrés, al que una gripe se lo llevó a la edad de cuatro. La salud del mayor de sus retoños nunca fue buena, quizás tuvo marcado en su destino una defunción prematura, es posible que las cosas sucediesen porque así tuvieron que ocurrir. Dolores Marín Vivancos, su madre, enmudeció desde entonces, desatendiéndose para siempre. Murió tres años más tarde sin enfermedad aparente en su nueva casa de la calle Trafal­gar, un soleado día de diciembre de 1958, a un mes para alcanzar los treinta años, dejando a un niño de cinco y a un marido vaciado por las circunstancias y el tra­bajo.
   El hogar donde residían no poseía grandes lujos pero era espacioso. Lejos quedaba aquella casa lóbrega de las afueras de Roldán que había sobrevivido a varias generacio­nes. Pepe se dedicó plenamente a sus verdulerías tras la muerte de su mujer. Esas ocupacio­nes propiciaron que acudieran al cuidado del pequeño una abuela y una tía de la fa­milia materna. Ambas, madre e hija, iban uniformadas con vestidos negros y procedían de Balsicas, población donde había nacido Dolores y en la que se le había dado sepultura. No comprendía aquel niño, que jamás tuvo recuerdo de su her­mano, cómo la mujer que le dio la vida desapareció dando paso a aquellas mujeres decrépitas —aunque su tía Caridad no hubiese cumplido los veinticinco—, a las que apenas conocía y cuyos senti­mientos hacia él parecían ser una carga más que de la propia satisfacción que supondría la atención de un familiar.

   Cierto día, jugando al fútbol en el recreo, propinó un puntapié a la pelota con tan mala fortuna que vino a dar en los testículos de un contrincante de su misma clase. El compañero quedó encorvado por el dolor, y antes de que el causante del balonazo se acercara a disculparse, se incorporó maldiciendo: «Eres un hijo de puta». El pequeño Andrés, al que a sus espaldas llamaban «el Huérfano», se lanzó contra el niño atizando patadas y puñetazos con furia hasta que varios estudiantes lo redujeron. A la salida del colegio, un tal Lorenzo Ramírez, hermano mayor del agredido, co­nocido con el apodo de «el Funerario», esperó las instrucciones del pequeño, escol­tado por media docena de chavales de su misma edad.
   —¡Este es Rosique! —acusó con el dedo el hermano menor.
   Nuestro protagonista no pudo hacer otra cosa que usar sus brazos como escudo, acuclillarse y esperar a que aquella tropa de adolescentes, dos cursos mayo­res que él, terminaran de pegarle ante un enorme corro de alumnos que observaron expectantes aquella paliza como postre a su aburrida jornada lectiva. Esperó despierto a que su padre llegara, cerca de las once. Lacrimoso, trató de contarle lo sucedido implorando venganza ante aquella humillación sufrida. Pepe, lejos de consolarle, le interrumpió aludiendo que «las cosas de niños se resuelven entre niños» concluyendo:
   —Hijo, la próxima vez te defiendes, no querrás que vaya a hablar con tus profesores con todo lo que tengo que hacer. Cuando hagas la mili no podré estar yo para defen­derte ni para hablar con tus superiores. La vida es dura, así que ve aprendiendo que yo a tu edad fumaba y me iba de putas.
   A sus diez años decidió que nunca más volvería a llorar delante de su padre.




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Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén