Volumen 6 de «Mi hija y la ópera»
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De lunes a
viernes, reemplazando las clases escolares, apoyaba a mi padre en las arduas
tareas domésticas. Buena parte de aquel tiempo lo destinó a enseñarme a cocinar
recetas sencillas. Las lecciones de piano que recibía los sábados se cambiaron
a las tardes del martes y del jueves. Con esta medida —buena por partida doble—
evitaba que Dani coincidiera con Laura; y conseguía tener a mi tía en
exclusividad para optimizar el temario que cada fin de semana me aguardaba. Ella
aprovechaba sus desplazamientos desde Cartagena para llevar y traer documentos
relacionados con los negocios de mi padre y, así, descargar a Paco de su
semanal informe que se convirtió en mensual. Seguían cayendo, no obstante, en
viernes las visitas de la persona a la que yo llamaba «padrino». Él discutía con
mi padre, junto al escritorio, en una de las esquinas del salón, acerca de
contratos de personal, nóminas y sobre la prioridad de a cuáles proveedores
debían firmar un talón o un pagaré. Lo único que recuerdo es que por aquel
entonces sonaba menos el teléfono. «He delegado demasiado en él», se repetía
mi padre, aludiendo a su mano derecha en la empresa. Aquel hombre alegre y de
pronunciada tripa, al que ahora se le juzgaba sobre su capacidad para coordinar
el trabajo del resto de empleados, demostró, desde el principio, obediencia
militar en todas las decisiones de mi padre, su jefe. Incluso cuando la medida
pudiera perjudicarle.
Las pocas
conversaciones telefónicas que mantenían, adquirían, cada vez, un tono más agresivo,
al menos, por parte de la persona que yo escuchaba. Aquello acabó por
inquietarme. Por lo que deduje, las ventas del departamento informático no
estaban dando los resultados previstos y la inversión había sido enorme. Sin que
nadie me lo contara con exactitud, todavía sin cumplir los diez años, sabía que
la crisis había llegado a Material de oficina Rosique, Sociedad Limitada.
Algunos de
esos días de invierno nos dirigimos a las ciudades de Murcia y Cartagena. Mi
padre visitó sus comercios, contribuyendo con su presencia, en un vano intento
de resurgir la empresa. Poca ayuda pudo ofrecer al percatarse de que conocía
los nombres de sus empleados, pero no reconocía los rostros de la mayoría de
los trabajadores. Los productos expuestos en estanterías y vitrinas eran un
enigma para él, nada que ver con los que se comercializaban una década antes, cuando
acudía a sus tiendas de manera diaria, época de la que yo no fui testigo. Se
había quedado obsoleto, y no sabía cómo debía tirar del carro de una empresa cuyo
funcionamiento desconocía de cerca, salvo las labores burocráticas.
En uno de
esos viajes a Cartagena visitamos a mis abuelos. Laura no estaba, mi abuela
barría la acera de la puerta de su casa y, luego, hacía lo propio con las de
los vecinos. Mi abuelo Emilio, resignado a las nuevas extravagancias de su
mujer, permanecía sentado sobre el escalón de la entrada a su vivienda, fumando
y saboreando un brandi a las once de la mañana. En silencio, observaba con
enfado a mi padre, como si tuviera que darle alguna explicación. Hizo referencia
a su afeitado, y añadió que, viéndole así, parecía estar de nuevo con su
«hija». Recuerdo muy bien el tono mordaz que empleó con aquella última palabra.
Tampoco me saludó mi abuelo con mucho más afecto, acariciándome el cabello sin
mirarme. Parecía más preocupado por salvar su copa, posada en el suelo, de un
puntapié, que de mis sentimientos. La estancia duró el tiempo que mi padre
destinó a consumir un bote de cerveza que él mismo tuvo que servirse del
frigorífico. Mi abuela seguía barriendo a treinta metros de su casa, supongo
que nos había visto, pero siguió con su faena. No me produjo miedo en esta
ocasión, sino extrañeza.
—Adiós, don
Emilio —dijo mi padre tocándole el hombro.
—Andad con
Dios.
—Adiós,
abuelito —dije dándole dos besos que no atinó a corresponder.
Aquella fue la última vez que le vi con vida.
Todavía evoco su aroma, una mezcolanza de puro, coñac y colonia Brumel.
Un manto
blanco cubría el monte un viernes de febrero de 1991, los tejados nevados del
pueblo regalaban a la retina una imagen de postal. Aquel día se presentaría
Paco, que se quedaría a comer con nosotros para versar con mi padre sobre una
posible venta de la empresa a una de la competencia. Los gerentes de la firma
interesada, conocidos como los hermanos Rivas, acudirían por la tarde. Pretendían
poner precio al negocio de mi padre para apoderarse con ello de uno de sus más
notables rivales dentro del marco regional. Un lujoso automóvil negro se plantó
en el jardín aquella gélida tarde, de él salieron dos personas trajeadas de
azul marino, eran Jaime y Ernesto Rivas. Mi padre se había arreglado para la
ocasión vistiendo un pantalón gris y una camisa blanca; Paco —según decía—, se
trajeaba en los eventos a los cuales acudía en representación de la empresa;
asistió a este con una chaqueta verde oscura y prescindió de la corbata
alegando que los viernes se permitía dicha licencia. Lo que más podría haber
asombrado a mi padre fue constatar que aquellos populares hermanos apenas
superarían los treinta años de edad. De perfecta oratoria y mejor pose,
Ernesto, el que parecía más joven, llevó las riendas de la negociación.
—Me muero
por un café —pronunció al sentarse en el sofá en el que ya se había acomodado
su hermano—. Esto de venir de copiloto durante la siesta…
Mi padre,
desde el sillón, me ordenó que trajera cuatro cafés de la cafetera cuyo silbido
otorgaba al lugar de la reunión un aire familiar que, desde luego, no lo
proporcionaba el asunto a tratar. Paco continuaba de pie, el nerviosismo sobre
la incertidumbre de su futuro laboral le hacía caminar en círculo, alrededor
del triángulo que formaban el sillón, el sofá y la mesa donde los hermanos
Rivas habían dejado unos documentos que debían ser una especie de contrato.
—Me he
estado preguntado en estos días —dijo entrando al grano mi padre— sobre los
distintos porqués de su impaciente propuesta.
—Por una
sencilla razón, porque ambas partes ganamos —respondió Ernesto—. Y será mejor
que nos tuteemos, ya que somos colegas del sector. El mercado nos es favorable
y creemos que es conveniente comprarte tu negocio, respetando al personal que
tienes en tu empresa, que entrar en una guerra de precios donde terminaremos
venciendo y vosotros arruinados. No queremos perder el tiempo, y lo honesto es
proponerte una oferta para que puedas sacar partido a todos los años trabajados
por ti y por tu padre, al que, por cierto, el nuestro le manda recuerdos.
—Mi padre
murió hace cinco años.
Serví el
café en las tazas y las llevé de una en una a la mesa, en un quinto viaje el
azucarero y las cuatro cucharillas, con evidentes dotes para el servicio. Los
presentes celebraron con una sonrisa reverencial que no se me cayese ningún
utensilio en el trayecto. Jaime asió una de las tazas, echó varias cucharadas
de azúcar y se levantó en dirección al despacho de mi padre, al otro lado del
salón.
—Rosique,
¿te importa que haga una llamada? —preguntó Jaime señalando el teléfono—, es
que tengo que ver un asunto con unos clientes.
Mi padre
negó, dándole autorización. Ernesto, mucho más protocolario, miró a su hermano
lamentando con una mueca su atrevimiento. Jaime se notaba menos calculador que
el otro, iba engominado con un espeso cabello moreno a un lado, era de mayor
grosor corporal que, asociado al desabrochado nudo de la corbata y a un paquete
de elegantes cigarrillos que se le trasparentaban en el bolsillo de la camisa,
le atribuían cierto aire a ejecutivo concupiscente, colmado de placeres, como la
carne, y esta en todas sus versiones. Ernesto, sin embargo, parecía un educado
ministro tomando café. Al comprobar que Jaime prolongaba la conversación
telefónica, mi padre giró el sillón para estar aún más de frente con Ernesto y
tratar de los detalles de la operación, cogió los documentos que componían el
acuerdo y les echó una ojeada, no sin antes expulsarme del salón con una
sacudida de su cabeza. Por supuesto que no me fui del todo, me quedé al amparo
de la puerta de la cocina curioseando lo que sucedía al otro lado, lamentando
que el aparato telefónico estuviera más cerca de mí que la mesa donde se estaba
negociando el futuro de nuestra economía.
—Paco,
vente para acá —o algo así dijo mi padre para leer junto a él los detalles del
contrato.
—Oye,
Andrés —cuchicheó Ernesto—, esto es una cosa entre tú y yo. Es un asunto de
gerentes.
—Resulta,
Ernesto, que Paco es al que tengo dirigiendo la empresa y, aunque el propietario
soy yo, siempre escucho su opinión.
Estuvieron
leyendo por encima algunos párrafos, se indicaba en los mismos que se
respetaría al personal y sus condiciones económicas, en especial, las de los
más veteranos. Hablaron de una cifra que iba al final de la propuesta, la cual
no pude escuchar por culpa de Jaime y sus innumerables muletillas mientras
vociferaba por teléfono. Ernesto repasaba sus gestos con clara expectación,
tenía la mirada aguileña y pose de buitre, parecía disimular que sentía frío
cuando una mano buscaba a la otra intentando frotarla. Tenía el pelo muy corto
y unas finas gafas le conferían un aspecto culto y reflexivo. Virtudes que no impedían
que se descubriera, tras su fachada, a una persona con un alto grado de
manipulación y codicia. Su hermano, el parlanchín, no aparentaba atesorar esas
dotes.
—El lunes
os damos una respuesta —concluyó mi padre—, tenemos que ver esto con
detenimiento y hablarlo con nuestro asesor fiscal.
Los
hermanos partieron con sus trajes oscuros en su bruno automóvil que se fue
alejando en la negrura de aquella tarde glacial. Paco se marchó media hora después.
Antes de irse argumentó que vender la empresa sería tirar por tierra el trabajo
de varias generaciones y despreciar al personal que se había dejado la piel defendiendo
un nombre y un proyecto conjunto. Implorándole que no se dejase seducir se
despidió abrazando a su amigo y besándome varias veces en el mismo moflete, que,
como un mal augurio, me evocó a mi abuelo Emilio, la única persona que me
besaba de tal forma.
—Hasta
pronto, ahijada.
—Hasta
pronto, padrino —respondí, usando la mano para eliminar la saliva en mi
mejilla.
Al
quedarnos solos mi padre abrió un estuche con varios compactos de la ópera Tristán e Isolda, insertando el primer
disco. Me miró y le extrañó mi expresión, la que adopto cuando quiero que me
den explicaciones.
—¿Qué te
pasa?
—Papi, no
me gusta esa gente, sobre todo el más callado, el que no ha hablado por
teléfono.
—Sí. Tiene
pinta de ser un cínico.
—¿Qué es un
cínico? —pregunté siguiéndole hasta la cocina donde comenzó a servirse un whisky.
—Es una
persona que aparenta ser tu amigo, que te miente sin que se le note mucho,
¿comprendes?
—¿Como los
vecinos que se esconden cuando saludamos?
—No, los
vecinos son vergonzosos, poco tiene que ver con eso. Un cínico es… a ver, ¿te
acuerdas de la abuela, que decía que te quería mucho, pero cuando estaba a
solas contigo te pegaba?
Asentí
confundida sin tener muy claro si aquellos sujetos encorbatados trataban de
pegarle a mi padre o algo parecido.
—Y, sin son
malos, ¿por qué no los echas como hiciste con el Carnicero?
—En
realidad, querida hija, no son malos, son empresarios. Su padre y, la vida, les
ha adoctrinado bien. Ahora, aunque jóvenes, son perros de presa, muy astutos y
mejores negociantes. Hacen lo que creen que deben de hacer. El mundo empresarial
es una selva, no hay contemplaciones con los débiles. Ellos buscan su beneficio,
¿has visto el coche que tienen?, ¿a que es bonito?
—Sí, muy
bonito.
—Pues
seguro que envidiarán a un vecino, familiar o conocido que tenga un coche más
grande. En el fondo, viven siendo unos infelices porque la codicia nunca te
satisface del todo.
Mientras
procuraba comprender aquellas palabras repiqueteó el timbre del teléfono que
ya solía atender yo. Mi tía Laura, con voz apagada, quería hablar con mi padre.
—¿Qué pasa
con la tita, va a venir? —pregunté cuando colgó el auricular, extrañada de que
no estuviera de camino a casa, como cada tarde de viernes.
—Hoy no
viene, pero mañana la podrás ver, iremos a Cartagena.
—¿Entonces,
tendré clase?
—No, iremos
a ver al abuelito, que está malo.
Laura había
comunicado, en la llamada, que su padre había sufrido un infarto y estaba
hospitalizado. El frío de la madrugada y el temor sobre el futuro de mi abuelo
me obligaron a dormir en la alcoba de mi padre, al otro lado de la cama. Sus
ronquidos me parecían música celestial en comparación al traqueteo producido
por el viento en la ventana de mi cuarto. A una hora inaudita volvió a sonar el
teléfono, eran las seis de la mañana.
—¿Diga?
—carraspeó mi padre— ¡Vaya por Dios! ¿Cómo estás?
Hubo un
momento largo en el que mi padre no habló, se podía apreciar al otro lado del
auricular una voz compungida hasta el paroxismo.
—Laura,
tranquilízate. Vamos para allá.
Todavía aturdida,
reparé en que mi padre acudió al cuarto de baño sin encender las luces creyendo
que yo dormía. Incluso pude distinguir, en la distancia, que se encerró en el
aseo no solo para orinar, porque juraría que le escuché orar. Partimos muy
temprano hacia Cartagena, aunque ya nuestro destino no sería el previsto (el
hospital), sino el Tanatorio Estavesa, no muy lejos del Virgen del Rosell,
lugar donde mi estimado abuelo exhaló su último suspiro tras sufrir un segundo
infarto, a unos cuantos pasillos de las incubadoras donde yo subsistí las
primeras semanas de vida.
Durante el
camino nos invadió el silencio, las nubes grises se desplazaban vertiginosas;
en la radio, una voz plana comentaba la última hora de la Guerra del Golfo. Me
acordé de las batallitas milicianas que narraba mi abuelo; decía que se libró
de la Guerra Civil, por joven; y de la Segunda Guerra Mundial, por suerte. Nunca
he sabido cuánto había de cierto en todo aquello, siempre se dirigía a mí cómo
el que va a contar un cuento, mezclando la verdad y la exageración con tono
risueño. Utilizaba palabras amables no solo conmigo, sino con todo el mundo.
Pensé que mi tía y mi abuela estarían atravesando un momento amargo, y así era,
en parte. Accedimos a una de las salas del tanatorio, me sorprendió ver a mi
tía Laura vestida de negro, junto a ella, mi abuela que, con mirada
inexpresiva, parecía no asumir la defunción de su marido. Laura corrió hacia
nosotros, puso sus gafas sobre su cabeza para que no se dañase la montura, y se
estrujó con mi querido acompañante. Observé, tímida, que pendía de su mano un
pañuelo, sin saber qué otra cosa hacer ante aquel abrazo eterno. Al retirarse
de su pecho se dirigió a mí y me regaló dos besos mojados. Advertí que la
camisa de mi padre estaba humedecida de lágrimas y quién sabe si de mucosidad.
Dentro de un
receptáculo acristalado estaba mi abuelo, inerte, como si se hubiese quedado
dormido con el traje puesto. Mi padre me apartó del cristal ordenándome que
saludara a mi abuela. Le obedecí. Seguía sentada con la mirada abstraída, le
lancé dos rápidos besos en sendas mejillas sin que meneara la cabeza, mantenía
la vista en el suelo. Junto a ella me senté cuando mi padre y mi tía se
excusaron para dirigirse un momento a la cafetería. Aprecié que la sala donde
me hallaba estaba repleta de personas desconocidas. Llegué a percibir murmullos
que me aludían: «Esta debe de ser la nieta». Un señor se acercó y tendió su
mano como muestra de condolencia, durante unos segundos me paralicé no sabiendo
qué hacer y le respondí, dubitativa, con la mía. Era la primera vez que alguien
me estrechaba la mano. Aquel hombre aparentaba ser coetáneo a mi abuelo. Ataviado
con traje gris oscuro, sombrero y bastón, sería uno de los compañeros de juego
de sus múltiples partidas de dominó.
—Hola,
Violeta, tu abuelo me hablaba mucho de ti, estaba muy orgulloso, decía que
tocas el piano como Mozart, lamentaba no tenerte cerca para verte más a menudo.
Permanecí
en silencio durante unos minutos, sorprendida de que alguien a quien no había
visto nunca conociera mi nombre. Mi padre me cogió de la mano cuando volvió de
la cantina y nos fuimos al hogar que una vez compartió con su progenitor. La
casa de mi abuelo Pepe se encontraba tal como se la dejó hacía ya un lustro. En
todo ese tiempo, mi padre había entrado solo en un par de ocasiones. La
vivienda mostraba lobreguez hasta que levantamos las persianas, descorrimos las
cortinas y abrimos las ventanas, procurando eliminar aquel olor a vacío y
olvido. Los tabiques estaban descascarillados por la humedad, una lámina de
polvo cubría los muebles y un marco del Real Madrid que rezaba: «Un equipo para
la historia» colgaba de la pared más amplia del salón. En la imagen, un gran
número de jugadores de los años cincuenta que posaban con unos cuantos trofeos
sobre el césped del estadio. Las otras paredes exhibían fotografías en blanco y
negro. Una, con mi padre, en pantalón corto y tirantes, devorando un muslo de pollo
frente al objetivo de la cámara; en otra instantánea, mi abuela con un vestido
negro de época; y en otra imagen, un niño pequeño, intuyo que de cuatro años de
edad, con un trajecito y con los ojos cerrados, debía ser mi tío Antonio. De
soslayo observé a mi padre, mirándolas con detenimiento y la emoción contenida.
—Papi,
¿aquí hay fotos de la mamá y de la hermana?
—Sí, deben
de estar en alguna de las cajas que contienen fotografías que hay por alguno de
estos muebles.
Tiré de una
desvencijada cajonera que servía como mesa del televisor.
—Pero no
las busques ahora que te vas a ensuciar —prosiguió—, otro día que vengamos con
más tiempo. Vamos a descansar que mañana hay que ir al cementerio, allí podrás
ver los retratos de tu madre y de tu hermana.
—Papi —dije
realizando una notable pausa—. ¿Cuándo morimos, qué pasa?
—Ninguna
persona viva te podrá dar una respuesta verdadera, pero según a quién preguntes
te contestará según sus creencias.
—Y, ¿qué
crees que pasa?
—Pues, la
verdad, no sé. Supongo que el cuerpo se descompone y la naturaleza lo recicla.
De alguna manera pasa a ser otra vida, ¿te acuerdas de aquel gato que estaba
muerto junto a un pino y que cada día se iba haciendo más pequeño hasta que
desapareció junto al tronco?
—Claro que
me acuerdo, echaba peste.
—De algún
modo, la muerte del gato supuso nutrientes para el pino y le ayudó a crecer más
fuerte. Con una persona pasaría igual que con cualquier otro animal, lo que
ocurre, es que hay algo dentro de cada ser humano que no se apaga. La vida
parece acabarse cuando el cuerpo muere, pero la existencia perdura, ¿cómo?, pues
ni yo ni un científico ni un cura, te lo podríamos explicar.
—La
señorita Bermejo decía que cuando muramos iremos al cielo y que allí seremos
almas para siempre, ¿crees que mamá estará en el cielo, viéndonos?
—No sé si
nos estará viendo, pero creo que estará esperándonos, seguro que está ahora
recibiendo al abuelo.
—¿El alma
tiene cara?, porque si no, ¿cómo conoce mamá al abuelo?, y, ¿Susana, seguirá
teniendo el aspecto de niña?
—Joder,
hija, sí que le das vueltas a las cosas —dijo mi padre para ganar un poco de
tiempo en sus improvisadas respuestas—. Supongo que cuando morimos nos
mostramos ante la eternidad con nuestros rasgos más bellos, es como si siempre
tuviéramos veinte años.
—Entonces,
yo seguiré siendo fea siempre, porque, si no, nadie me reconocería.
—No digas
eso nunca, Violeta, no lo digas.
Dieron
sepultura a mi abuelo el diez de febrero de 1991. Aquella fría mañana de
domingo pisé por primera vez el cementerio de Santa Lucía, lugar donde se hallaba
la lápida de mi madre y de mi hermana, ubicada junto a la de mi abuelo. Mi
padre, que tampoco había visitado aquel lugar, me señaló con el dedo las dos pequeñas
fotos circulares que permanecían, desde hacía casi una década, a sendos lados
de la tumba. Qué incongruente me pareció encontrarme con las sonrientes
imágenes de mi madre y mi hermana en aquel macabro espacio. Sus ataúdes
―explicó mi padre— habían sido colocados uno encima del otro. Dos ángeles de
piedra simbolizando la vida después de la muerte se postraban, con expresión ausente,
sobre el granito gris oscuro donde estaban tallados sus nombres.
PATRICIA DOMÍNGUEZ TORTOSA
13 DE OCTUBRE DE 1957 — 12 DE SEPTIEMBRE DE 1981
D.E.P.
SUSANA ROSIQUE DOMÍNGUEZ
25 DE DICIEMBRE DE 1978 — 12 DE SEPTIEMBRE DE 1981
D.E.P.
Reparé en
que mi padre observaba boquiabierto la tumba, hasta que, de reojo, apreció el
peso de mi mirada. Ambos nos encontrábamos frente a nuestra verdadera familia,
callados y vacíos de espíritu. Invadiéndonos a preguntas de las que jamás
obtendremos respuestas. La comitiva que había acudido a dar el último adiós a
mi abuelo comenzaba a abandonar el lugar. Mi tía Laura, con gafas oscuras, a
pesar de la poca luz solar que ofrecía aquel día, arrancó un par de flores del
sinfín de coronas que rodeaban la lápida de su padre, se acercó a nosotros y
las posó sobre la de su hermana y sobrina. Unas lágrimas se precipitaban desde
su lánguido rostro. Se acercó a la foto de mi madre, la acarició con sus dedos
y besó la imagen musitando: «Hermana, cuánto daría por tenerte ahora, y te
envidio porque sé que ya estarás junto a papá, ¡te quiero tanto a pesar del
tiempo!, tenías mi edad cuando te fuiste, ya te he perdonado que te marcharas
sin despedirte. Ahora quiero que seas tú la que me perdones, por lo que siento
y quiero. Perdóname, porque si no puedes tú… si no puedes tú… yo no podré». Su
voz se quebró un segundo antes de que mi padre la envolviera en un silencioso
abrazo.
Los tres
salimos a varios metros de distancia del séquito que custodiaba a mi abuela hacia
el exterior del camposanto. Aquel sitio era verdaderamente tétrico, más todavía
con el eco de nuestros pasos en aquellos infinitos pasillos de lápidas, muertos
y soledad. Mi padre se decía: «Ni siquiera tienen un epitafio». Laura cambió el
tercio informándonos de que, durante un espacio indeterminado de tiempo, no
podría visitarnos los fines de semana, alegando que su madre debía estar
asistida por ella ahora más que nunca. Al final del largo camino se podía
avistar la puerta del cementerio, la muchedumbre se dispersaba como ramas de
una palmera en dirección a sus vehículos, una mujer enlutada se dio la vuelta y
entró de nuevo al recinto, era mi abuela: «¿Habéis visto a mi Emilio?, ¿ande se habrá metío mi marío?».
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