Volumen 4 de «Mi hija y la ópera»
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Tendría
ocho años cuando ocurrió lo inimaginable. Era una mañana de sol radiante y
cielo azul, embellecido por un enérgico viento que hacía silbar los grandes
árboles de nuestro jardín. Un técnico acudió a casa a revisar el cableado, no
recuerdo si del teléfono o de la electricidad. Mi padre tuvo que dejarle
abierta la «habitación prohibida», que así era como denominaba a la sala, cerrada
con llave, del final del pasillo de cuya baranda asoma la escalera y colinda
con el dormitorio principal. Sentí una indescriptible necesidad de curiosear en
la habitación cuando vi entornada la puerta. Permitía pasar un halo de luz blanca,
en la vida había visto que una sala fuese tan luminosa. Con la garantía de que
la voz de mi padre, conversando con el técnico, resonaba desde la planta baja,
aproveché el descuido y atravesé el umbral. Lo que me encontré en el interior
nada tenía que ver con lo que siempre había oído. El cuarto parecía recién
pintado, no como el resto de las paredes de la casa, un par de grandes ventanas
abiertas que exhibían unas vistas inigualables del pueblo y la montaña, y unas
esplendorosas cortinas, confeccionadas con una tela fina, casi transparente,
que ondeaban con furor.
Me sentí
molesta de que mi padre me mintiera y negara el acceso a la habitación más radiante
y pulcra de nuestra residencia, cuya fragancia evocaba a flores; las que cada
mañana, bien temprano, recolectaba en el jardín. Había una cantidad ingente de
retratos, algunos colgados, otros sobre una mesa junto a un joyero. Un armario
medio abierto en el que asomaba ropa de mujer. Aunque lo más espectacular era
un marco que presidía uno de los tabiques con una pintura al óleo con la imagen
de mi hermana Susana. Aparentaba un año y medio de edad, era bellísima, sonreía
sentada, llena de vida y futuro. En otra pared, una foto enorme donde aparecíamos
los cuatro: mi padre, mi madre, mi hermana y yo; vestidos de blanco y con la
piel morena. Me reconocí con facilidad, a pesar de ser un bebé de pocos meses,
mi mancha y facciones picassianas me delataban. Susana me sostenía ejercitando
un gran esfuerzo con sus brazos; en cuclillas se mostraba mi madre, de rostro
lindo y sereno, que nos mantenía en equilibro desde atrás; mi padre, joven y afeitado,
irreconocible en la imagen, estaba de pie, con una mano apoyada sobre el hombro
de mi madre. Brotaba la felicidad en aquel cuadro, incluso yo lucía una mueca
sonriente, algo a lo que mis labios no están acostumbrados. Escuché que mi
padre subía los escalones y por miedo a represalias hui deprisa. Por suerte,
repasaba la nota entregada por el técnico y no advirtió que abandonaba la habitación
prohibida hacia su dormitorio. Se apresuró cuando descubrió la puerta abierta
de su vedado templo y al ir a cerrarla me sorprendió sentada sobre su cama.
—¿Qué
haces?
—Nada —murmuré dirigiendo la mirada al techo.
—Eso es
imposible, y menos una niña como tú que no está quieta nunca. Miedo me da
oírtelo decir, que no haces nada. Anda, sal de aquí y ponte a tocar el piano,
que hoy todavía no te has puesto. Dentro de poco tendrás un profesor que va a
ser más exigente que yo, que te dejo hacer todo lo que te da la gana.
No comprendía
muy bien por qué mi padre mantenía clausurada aquella sala, la cual sería
adecentada durante las horas que yo estaba en el colegio. Había creado un
santuario de imágenes y recuerdos de toda su vida hasta la tragedia. ¿Aquellos
objetos que atesoraba apartados del resto del hogar, obedecía a una especie de
locura?, ¿los mantendría lejos de las estancias habituales para evitar que se
removieran sus más dramáticas remembranzas?, ¿acaso quería impedir que me comparara
con la apariencia de mi hermana? Con estas reflexiones y con la memoria
imborrable de aquellos rostros, hasta entonces casi desconocidos, fui creciendo.
Por temor a la reacción de mi progenitor no hablé de lo que me encontré allí,
tiempo después me atreví a contárselo a mi tía Laura, la única confidente de mi
niñez.
Mi padre
soñaba con que me convirtiera en una gran pianista y él se veía limitado para
seguir impartiéndome clases. Tras meses de búsqueda encontró al que, durante
años, se convertiría en mi profesor de piano y, más tarde, de la vida, transformándose
en mi amor platónico. Su nombre: Daniel García Torrente. Dani era un chico de
dieciocho años, músico de conservatorio, culto e inteligente; en su frente, ya
en aquella edad, galopaba una prematura calvicie. Con sus eternas gafas de sol
graduadas, redondas al estilo John Lennon, que incluso llevaba puestas en el
interior de nuestra oscura casa con la excusa de que no le agradaba el diseño
de la montura de sus gafas de ver, en concreto, por la cinta aislante que
recubrían las patillas, según decía, como consecuencia de su torpeza o de las
constantes agresiones a las que se veía sometido por la «chusma», que el mismo
aclaró como envidiosos vecinos de su edad y ex compañeros de clase del
instituto, que verían en aquel chico, enjuto y falto de gallardía, el sumo de
la pedantería. Las habladurías del pueblo decían que su padre, un músico
frustrado, invirtió los escasos ahorros que le había dejado su adicción a los
opiáceos para que estudiase violín o piano, suicidándose por ahorcamiento cuando
su hijo era todavía un niño. Dani vivía con su madre gracias al dinero
proveniente de las fábricas de conservas, propiedad de su familia materna. Su
tarjeta de presentación fue memorable, y tal vez en ese primer instante me enamoré
de él. Ocurrió un sábado:
—Hola,
Violeta, me ha dicho tu padre que sabes tocar muy bien el piano, pero que debes
aprender un poco más para que te conviertas en una célebre artista y, que,
después, tienes que darle lecciones a él con lo que yo te enseñe. —Hizo una
pausa mirándome el rostro con fijación—. ¡Caramba, tienes una mancha de vino en
la cara! Eso te confiere un aspecto interesante… enigmático… Sabía que me iba a
encontrar con alguien especial cuando una niña de ocho quería aprender piano y,
aun así, me he sorprendido gratamente, ¿me das un besito, preciosa?
Negué con
la cabeza, más por la mezcla de vergüenza e incredulidad que causaban aquellas
cariñosas palabras que por desprecio. A excepción de la señorita Bermejo nadie
ajeno a mi familia era tan amable conmigo.
—Bueno, os
dejo solos —dijo mi padre—, que si tocas el piano igual que adulas… convertirás
a mi hija en Chopin.
—De acuerdo,
don Andrés, por cierto, ¿puedo correr las cortinas? —preguntó abriendo una
carpeta repleta de partituras—, es que con estas gafas necesito luz.
—Puedes
hacer lo que quieras, como si te quieres tomar un café o echarte una cerveza. La
casa es tuya. Y no me hables de usted que, a pesar de ser viudo y tener esta
apariencia, tengo treinta y seis años.
—De
acuerdo, y gracias. Mejor me tomaré un café que si tomo cerveza a estas horas
de la mañana no atino con la clase, si ya soy torpe sin beber alcohol,
imagínese, señor Andrés, si bebo —dijo Dani silenciando la casa con una entrecortada
carcajada nasal que fue interrumpida cuando la mitad de las hojas que había
dejado sobre el atril del piano cayeron al suelo en todas direcciones.
Mi padre
abandonó el salón con una mirada que reconocía y con la que encadenaba una de
sus frases: «a este chaval le falta un hervor» que, por suerte, renunció a
compartir en ese instante. Con el tiempo pensé que aquel tipo era una especie
de Steve Urkel, venido de Chicago a Calasparra. Con la salvedad de la
decolorada piel, igual de enclenque, torpe e inteligente. Para mí: una persona encantadora.
Mi tía
Laura seguía visitándonos en aquella época con cierta frecuencia, sobre todo
durante los fines de semana, siempre y cuando sus estudios y el miedo a conducir
no se lo impidieran. También convivía en nuestro hogar largas temporadas en el
verano. Recuerdo aquellos últimos domingos de agosto, nuestros adioses se convertían
en una tragedia para mí. Ante la resignación de mi padre, que me miraba desde
casa queriendo que comprendiera que no todo es posible en este mundo, corría
llorando detrás del automóvil de mi tía hasta que yo alcanzaba exhausta el
camino de asfalto. Ella mantenía el saludo sacando la mano desde la ventanilla
mientras yo observaba jadeando cómo el coche y la música de Bon Jovi, que tanto
le gustaba, se disipaban junto al atardecer.
Desde la
llegada de Dani a mi vida las separaciones con mi tía fueron cada vez menos
dramáticas. Un irrefrenable enamoramiento sentía hacia mi profesor, imposible
de que fuera recíproco, entre otras cosas por aquello de los diez años de
diferencia entre nosotros, todo un abismo cuando el de mayor edad apenas si es
eso: «mayor de edad». Lo que sí percibí en él fue un encaprichamiento hacia mi
tía que no se molestaba en disimular, claro, era su «Laura Winslow». Pretendía
enseñarle a tocar el piano gratis, sus visitas se alargaban cuando ella estaba
en casa. En verano nos visitaba incluso los días en los que no debía impartirme
clase. Pronto supo mi tía de sus intenciones, sabedora del poder que aquello le
otorgaba seguía utilizando a Dani, no sé si por resarcirse de algún amor del
pasado, para elevar su autoestima u otra finalidad más oscura.
Sonaba muy
suave la música de Wagner en una de las últimas noches del verano, con
espectacular cielo estrellado. La brisa era tan leve que ni siquiera se escuchaba
el habitual murmullo nocturno de los árboles. Mi padre y mi tía conversaban
sentados en el jardín, estarían tomando lo de siempre: él un whisky, y ella un vaso de leche caliente
con café que removía durante minutos. Yo llevaba horas acostada, la ventana
abierta de mi dormitorio que asomaba a ese lado del jardín y el insomnio que me
producía el sofocante calor, que puso en huelga a los grillos, posibilitaron
que fuera audible su diálogo.
—Laura, no
es bueno que juegues con los sentimientos de Dani.
—¿Acaso te
molesta que alguien esté interesado en mí?
—No me
molestaría si no fuese porque al chaval le tengo aprecio, ¿sabes lo que me ha
costado encontrar un profesor de piano aquí, en el pueblo? Además, a tus padres
no creo que les guste mucho que estés en Calasparra flirteando con un canijo
más joven que tú.
—¿Y no será
que ese fastidio que tú tienes responde a otra cosa? —preguntó ella.
—No sé muy
bien qué has querido insinuar, pero me gustaría recordarte que eres la tía de
Violeta, te llevo trece o catorce años y, para colmo, eres la hermana de la
persona con quien me casé.
Observé
ante la oscuridad de mi habitación, que no me delataba, cómo mi tía se levantó enojada,
en dirección a casa.
—Que sepas
que si vine para acá desde Cartagena fue para evitarte —confesó mi padre con la
mirada puesta en el césped.
Ella paró
su marcha, lo miró un segundo y prosiguió su camino hasta mi dormitorio. De
haber sido invierno habría dado un portazo al adentrarse en él, hubiera sido
una excelente excusa para justificar que me había despertado, pero no lo hizo,
las puertas y las ventanas debían permanecer abiertas para dejar pasar todo el
aire posible, por insignificante que fuese. Recurrí a mis grandes dotes de interpretación
para hacerme la dormida. Laura siempre me besaba en la frente cuando accedía al
dormitorio antes de irse a su cama, no lo hizo en esta ocasión.
En el final
de aquel verano no me despedí de mi tía llorando como en los anteriores, el
viento y las nubes anunciaban tormenta aquella tarde de domingo, el camino de
gravilla, que otrora corría persiguiendo el vehículo de Laura, lo anduve hasta
la mitad. Ya disponía de Dani para mí sola. Alcé la vista a la única vivienda
que se encontraba entre la carretera y nuestra casa, unos vecinos que, a pesar
de los escasos cien metros que nos separaban, eran unos desconocidos a los que
solo distinguíamos tras sus ventanas en las noches o días oscuros, en los
cuales encendían las luces del interior que en ocasiones titilaban como si el
resplandor fuera producido por velas. Aquella tarde descubrí la silueta de una
mujer oronda que me observaba, como si no supiera que su figura se recortase
tras la ventana, procedí con lo que solía hacer mi padre cada vez que pasábamos
por la puerta de su destartalada residencia: saludar con la mano. Tras el gesto,
la sombra se apartó con brusquedad, agitando la cortina, para volver segundos
después.
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