Volumen 7 de «Mi hija y la ópera»
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Aunque mi
tía depusiera nuestros encuentros de fin de semana, fue ella la que me
proporcionó los libros de texto que le servían de apoyo en nuestras clases para
que los estudiase, telefoneándome casi todas las noches para tantear mi
evolución. La conferencia de los sábados era bastante más larga porque hacíamos
un repaso semanal a todo lo aprendido. Recuerdo que, en ocasiones, mi padre
comentaba con Laura que anhelaba que yo desarrollase mi talento realizando
actividades que me motivasen, que no perdiera demasiado el tiempo con aquello
que no satisficiera mis intereses o capacidades. En otras conversaciones telefónicas
discutían, él mantenía su negativa a habilitar la habitación secreta con el
subterfugio de que las herramientas y otros enredos peligrosos no podían
almacenarse en otro lugar. Yo creo que intentaba evitar que mi abuela
prolongase su estancia en nuestra casa, o, tal vez, su santuario era intocable.
Daniel y mi
padre colaboraban también en mi desarrollo educacional, con más paciencia por
parte de mi profesor que por el otro; definitivamente, Dani demostraba atesorar
aptitudes para la enseñanza. Una tarde de sábado estuvimos los tres, ensayando
una canción que permanecerá en mi memoria para siempre, con mi padre a la
guitarra, la cual desenfundó después de mucho tiempo; Daniel y yo tocábamos a
dúo el piano, él en las graves, pulsando las notas del acompañamiento; y yo en
las agudas, interpretando la melodía. Ejecutamos una canción de The Beatles que
Dani cantaba en un inglés perfecto: Let
It Be. Aquellas tardes musicales del verano de 1991, en las que intercambiábamos
instrumentos, me unieron más, si cabe, a mi profesor de piano. Él no paraba de
repetirme la extraordinaria semejanza física que descubría entre mi padre, de
nuevo con barba, y Paul McCartney.
En una de
esas tardes, los ladridos de Yako desde
el exterior se sincronizaron con nuestra música. Interrumpimos la
interpretación porque sabíamos que aquello era el indicio de que alguien se
acercaba a la finca, nuestro perro nunca ladraba sin motivo. Un desconocido
vehículo aguardaba a que le abriéramos la verja. Acompañé a mi padre que saludó
entusiasmado a la mujer que lo conducía. Atendía al nombre de Teresa. Dani
aprovechó la ocasión para coger su bicicleta y salir de nuestro domicilio sin
despedirse, demostrando una vez más su falta de sociabilidad.
—Hola,
Violeta —saludó la señora después de derretirse en un prolongado abrazo con mi
padre.
—Hola
—respondí, confusa por la información que aquella mujer anónima poseía de mí.
—¡Cuánto
tiempo, Andrés! —sonrió tomándole de un brazo.
—¿Has
encontrado bien el camino?
—Hasta
Calasparra perfecto, después, por la carretera hacia el santuario no he tenido
problemas porque está bien indicada. Ya una vez en la subida, no recuerdo si me
dijiste: a unos cuatro kilómetros del pueblo, un carril de gravilla que se abre
a la derecha… y he llamado a vuestra vecina de allí —indicó Teresa señalando la
única vivienda que comparte el sendero con la nuestra—; que por tu nombre no te
conoce, pero me ha preguntado si la persona que estaba buscando era muy aficionada
a la música y, al responder que sí, me ha indicado que era esta casa.
—¿Has conseguido
hablar con mis vecinos? —preguntó extrañado—. Llevamos cinco años aquí y no les
conocemos en persona.
—Yo no he
llegado a ver a la mujer, apenas si ha abierto la puerta, no ha salido en
ningún momento, por la voz debe de ser mayor.
Teresa —según
entendí en la cena— había sido amiga de mi padre, casi novia, pero que por
circunstancias de la vida no acabaron siéndolo. Todo eso antes de que mis
padres se conocieran. Tendría unos cuarenta, pero el paso de los años le había
dejado menor huella. Vestía una escotada camisa blanca y una ceñida falda gris
que dejaba a la vista sus rodillas. Lucía unas elegantes joyas de oro que hacían
resplandecer su cuello y muñecas. Delgada, aunque de torso exuberante, con un
peinado recogido que no ajaba su ondulado cabello rubio. Fumaba tanto como
hablaba, decía que acababa de separarse de su segundo marido, y que en una
próxima ocasión iba a traer a Cuqui,
una perrita de pedigrí, de la que vaticinaba que haría buenas migas con Yako, el cual iba cada vez aclarando el
pelo según dejaba de ser un cachorro.
Ambos bebieron
vino, yo diría que demasiado. Salieron al jardín sin retirar la vajilla de la
mesa con el pretexto de fumar un cigarrillo y tomar una copa disfrutando de la
calidez de la noche colmada de estrellas y el suave canto de los grillos.
Cuando conversaban a solas me pareció escuchar en ella lo mucho que sentía lo
acontecido aquel fatídico día de septiembre de 1981; también hablaron de un tal
Manuel, amigo común por lo que deduje, que poseía una prole de cierta consideración.
Desde la ventana de la cocina, simulando recoger los enredos, presté toda mi
atención a sus gestos cuando callaron. La mano de mi padre fue a parar sobre el
hombro de Teresa, ella torció su cabeza para rozar con la mejilla sus dedos, se
penetraban con la mirada, él deslizó su otra mano a la parte del rostro que
ella había dejado al descubierto, aquella mujer se contoneaba con expresión
pícara al son de las caricias que recibía, sus caras comenzaron a acercarse y,
¡de repente!, se cayó un plato que no tuve la pericia de situar sobre el
fregador.
—¡Violeta!
—gritó mi padre irrumpiendo en la casa—. Deja eso, que tú no vales para
limpiar, tú has nacido para deleitar al mundo con el piano.
El tono
imperativo que empleaba, a veces, garantizaba que la réplica por mi parte fuese
inexistente. Mientras recogía los trozos de loza esparcidos en el suelo me ordenó
que interpretase todas las canciones que había aprendido con Dani y, luego, las
que yo había compuesto. Que realizara una exhibición de la eminente pianista que
él hacía gala, entretanto, le mostraría a Teresa el resto de la casa.
Descendieron a los veinte minutos, yo continuaba tocando, podría estar horas
sin repetir una sola melodía, aparté la vista de las teclas y advertí el
desairado aspecto de ambos bajando la escalera, ella estaba despeinada y a sus
impecables atuendos se les había esfumado el garbo. Comentando las fantásticas
vistas al pueblo que podían divisarse desde los dormitorios, efectuaba un
repetido gesto procurando alisar, con la mano, la camisa para después insertarla
entre su falda y abdomen. Me recordó a los días de colegio en los que la pereza
me vencía y me vestía a toda prisa. Se despidieron detrás de la verja, ya en el
carril, con otro abrazo. Prometieron verse en poco tiempo, no se besarían
porque yo estaba —como diría mi padre: «sopando»—, el automóvil estaba
arrancado, era muy tarde y le quedaba un largo camino a Teresa.
Había
trasnochado demasiado, por eso no me desperté hasta que los estentóreos coros de
Rigoletto conquistaron mi letargo.
Eran las diez, el sol invadía toda la casa, mi padre ya debería haber realizado
su paseo matutino por el bosque, me asomé a la ventana y observé que podaba un
ciprés, tarareando, con más o menos acierto, las frases del duque de Mantua. Le
vi extraño, se había pasado la cuchilla por la cara, otra vez. Después de la
siesta de aquella veraniega tarde, la temperatura nos brindó una pequeña tregua.
Escuchábamos La Bohème, de la cual
apostillaba, en aquel tiempo, que era su obra favorita —siempre con permiso de
Las Bodas de Fígaro, de la que, con frecuencia, comentaba de que si Dios
compusiese óperas no la podría haber superado—. Balanceándose en una de las
viejas mecedoras que perduraban en el jardín, describía la escena del dúo O soave fanciulla cuando le interrumpí.
—La mujer
de anoche te miraba como la tita.
—Es una mirada
de aprecio hacia alguien al que se le tiene cariño, hija.
—Papi,
estás muy guapo cuando te afeitas, prefiero verte sin barba.
Me miró con
exasperación, con mis comentarios impedía que se embelesase escuchando el
conmovedor final del primer acto. Yako
se acercó tratando de que yo jugase con él. Algunas veces me mordía cuando se
retozaba buscando, en mi mano, una vieja pelota de tenis, era muy temperamental
y casi nunca me obedecía; en cambio, la presencia de mi padre, malhumorado, le
aterraba. El viento se levantó de repente, pronto emergieron, tras las cumbres
de la sierra de San Miguel, unas nubes oscuras que se precipitaron furiosas y
abundantes a los pocos minutos. Mi padre y yo nos adentramos en casa, Yako tenía prohibido el acceso al
interior de la vivienda. Como era verano, la guarida que le ofrecía el montón
de leña de la época invernal no existía. Asustado, nuestro perro no comprendía
por qué no podía protegerse del agua. Pedí, por favor, a mi padre que le
permitiera entrar a casa. Ante su negativa, salí junto a Yako. Con el pesado animal entre mis brazos, y a merced de la
lluvia, me postré ante la puerta implorando misericordia.
—Venga,
pasad —dijo cuando comprobó que yo no cedería con facilidad y el riesgo
contingente de tener que cuidar a su hija acatarrada.
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