Capítulo 19, Acto II, «Mi hija y la ópera»
Pasaje del Capítulo 19, Acto II de Mi hija y la ópera:
«Una hora de trayecto me esperaba en el peor de los
casos, y a pesar de la temeridad que suponía andar por el camino que une
Calasparra con mi casa, creí que me vendría bien para cavilar. En muy poco
tiempo había sucedido de todo. Estuve pensando en Antonio y en la relación que estaba
fraguándose lentamente, ¿sería capaz de practicar sexo con él? Era una idea que
iba madurando con los últimos acontecimientos y, la verdad, la imagen de
tenerlo encima de mí copulando no me agradaba en absoluto, más bien me parecía
repugnante. Comprendí enseguida que lo que yo buscaba en aquella relación era
disponer de compañía, complicidad, protección, todo lo que me había ofrecido en
las últimas horas, como cuando me amparó de Juan y sus peligrosas compañías.
Reflexioné a partir de ese instante en el riesgo que estaba asumiendo y la
amenaza que corría si el Chapicas y
sus amistades me encontrasen a solas por aquella carretera que a buen seguro la
recorrerían de ida y vuelta en algún momento de la noche. Conforme iba
ascendiendo, más caía en la cuenta de que estaba cometiendo una tremenda
locura, sin apenas coches con los cuales cruzarme, ahora me ocultaba entre los
árboles y la maleza del margen de la calzada cada vez que divisaba unas luces a
lo lejos, incluso a sabiendas de que, con aquello, desperdiciaba la oportunidad
de encontrarme con Marisa y de exigirle (ya no sería un favor, sino un auxilio)
que me trasladase a mi apacible morada, pero no quería asumir más riesgos y quería
evitar a toda costa tropezarme con aquella panda de energúmenos después de una
juerga de drogas y alcohol, sumado a la ojeriza que les suscitaba ser la hija
de alguien a quien aborrecían. Aligeré el paso desbordada por el manto de
pánico que iba apresándome a cada curva. Justo en la mitad del camino me
encontré con una vieja nave abandonada, que si ya con la luz del sol estremecía
con su fachada, de noche se convertía en una fábrica fantasmagórica, con dos
gigantescos ventanales en la pared frontal (a sendos lado del tejado) desfragmentados
por el paso del tiempo, que le atribuían a la construcción una especie de
mirada grotesca, con una puerta de metal destruida que se parecía a una boca emitiendo
un chillido. De repente me acordé de una historia que decía que la habían
incendiado para eliminar a los toxicómanos que en ella habitaban, nunca supe si
fue cierto que murieron algunos de ellos entre colchones, basura, jeringuillas
y excrementos, pero el temor de que algún alma que no hubiera encontrado el
descanso eterno estuviese errando por aquel lugar me incitó a que emprendiese
una rauda espantada.»
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