Capítulo 18, Acto II, «Mi hija y la ópera»

Pasaje del Capítulo 18, Acto II, de Mi hija y la ópera:


«Advertí que el Renault Megane de Marisa no estaba aparcado en el jardín, habría preferido pasar la noche en su domicilio. Mi padre estaría solo, leyendo y escuchando la ópera Don Pasquale de Donizetti que podía percibirse desde nuestra distancia. Por el reflejo de árboles, sabía que tenía la luz de su dormitorio encendida (la ventana de su habitación miraba hacia el pueblo y no hacia la verja). Dirigí la vista hacia la casa de mis vecinos cuyas desiguales siluetas detrás de la cortina conseguía vislumbrar, sé que verían el automóvil, pero no les saludé dudando que pudieran detectar nuestra presencia en el interior oscuro del vehículo. De­sa­broché el cinturón de seguridad para abandonar el coche, después besé en la mejilla a Antonio, y lo prolongué durante unos segundos como un gesto fraternal, cargado de cariño, que pretendía mostrar mi agradecimiento hacia su actitud en las últimas horas, y sobre todo, por la unión cómplice que, sin haberlo deseado, nos había originado el suceso en los aledaños del santuario. Antonio me sujetó de la barbilla, y fue acercándose poco a poco hasta que sus labios se encontraron con los míos, no supe qué hacer, así que cerré los ojos. Duró unos instantes, un segundo tal vez, pero el mundo se paralizó en aquel momento. Nunca me habían besado en la boca.
   Salí del coche en silencio y me despedí de aquel hombre con sonrisa pueril y pensamiento indeciso, desconocía si lo que acababa de ocurrir se debía a una cosa puntual fomentada por los últimos acontecimientos o al preludio de algo verdaderamente hermoso.

   Entré en casa y me dirigí hacia los dormitorios, contemplé durante unos segundos a mi padre que dormía en la mecedora, bajé el volumen de la música hasta equipararla al sonido de sus ronquidos. Dolida por su exceso de ingenuidad, y de lo que él ignoraba por no desconfiar de quienes llevan en la cara el cartel de la sospecha, le besé en la frente, acostándome con la pena de que uno de sus amigos, cuyo nombre nunca debería revelar, le había traicionado con inimaginable vileza.»


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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén