Capítulo 21, Acto II, «Mi hija y la ópera»
Pasaje del Capítulo 21, Acto II de Mi hija y la ópera:
«Echó su asiento
para atrás para dejar espacio entre sus articulaciones y el salpicadero, pasó
su mano por encima de mis desarropadas rodillas, las aparté en un acto reflejo,
no buscaba mis piernas sino la guantera, sacó la carpeta donde debían de custodiarse
los documentos del vehículo y la situó sobre sus muslos, escogió una de las
tarjetas de crédito de su portamonedas donde también extrajo una pequeña bolsa
con un contenido blanco, deslió el diminuto alambre verde que la mantenía
cerrada e introdujo la esquina de la tarjeta para volcar una exigua parte de
aquella sustancia en la carpeta de Seguros Zurich que se hallaba con
restregones blanquecinos sobre el oscuro plastificado que evidenciaba que había
sido utilizada recientemente.
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—¿Quieres una raya? —me preguntó sin
levantar la vista de la carpeta, ignorando mi estupefacta expresión.
Abandoné el coche sin responderle, no quería
presenciar cómo esnifaba coca. Aguardé fuera unos instantes, no podía marcharme
ni molestar a mi padre a las cuatro de la madrugada. Muerta de frío e
impaciencia esperé a que terminase, rogando que no apareciera la policía por
algunas de las bocacalles adyacentes. A él poco parecía importarle el riesgo en
aquel instante, mantenía esa especie de acto ceremonioso en silencio desde el
interior de su automóvil. Un primo suyo se acercaba al coche, le di dos golpes
en el cristal para advertir a Antonio la cercanía del familiar, a lo que miró
hacia el espejo retrovisor y prosiguió con su ritual sin inmutarse. Ingenua de
mí, que creía en ese momento que él estaba consumiendo a escondidas de todos, y
yo era la única del grupo que no había probado la cocaína. Incluso Reme, con la
que había confraternizado en las últimas horas, iba drogada.
—Hazme una, primo —fue lo único que
pronunció aquel tipo que se sentaba en el asiento que yo había desocupado por
vergüenza.»
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