Capítulo 8, Acto II «Mi hija y la ópera»
Fragmento del Capítulo 8, Acto II, de Mi hija y la ópera:
«Me senté sola en la mesa más cercana a la barra,
esperando con timidez y palmaria ansiedad a que el camarero me avisase de que
nuestro pedido estaba listo. Uno de los chicos que aguardaban al final del
local se acercó al mostrador exigiendo otra cerveza al empleado. Examiné con
indisimulable pavor su apariencia, repleto de cadenas, una camiseta de tirantes
roja con el nombre de Jordan y el número veintitrés, se expresaba con un acento
que no acerté a concretar, pero con toda probabilidad no provenía de los
oriundos de Madrid, llamó a su amigo que presentaba claros indicios de
borrachera.
—Mira,
pana, asómate. Esto sólo se ve una vez en la vida.
El otro,
ataviado de una camiseta amarilla que aludía a los Lakers y bajo una ridícula
gorra gigante cuya visera protegía de una hipotética luz solar, se levantó
raudo de su mesa acercándose con gesto de asombro y la cabeza oblicua como si
padeciera tortícolis. Su sonrisa no podía contener más maldad, llevaba un Jesucristo
dibujado en un brazo y varias insignias colgadas del cuello que, tal vez,
explicarían la absurda inclinación de su cabeza.
—¿A ti qué
te pasa, fea, que tienes que salir de noche para que nadie se asuste de verte
por el día? —preguntó una vez arrimado a mi mesa.
Amordazada
por el pánico no respondí ansiando que mi padre apareciera ipso facto.
—Debe de ser
retrasada, aunque tiene un bonito vestido, ¿vemos qué tiene que pueda valernos?
—preguntó el de rojo a su amigo.
El de
amarillo asintió con mirada malévola.
Afortunadamente mi padre los escuchó, subió los peldaños del sótano,
imagino, de tres en tres, la imagen de un hombre trajeado, con espesa barba, de
casi metro noventa de altura y unos ciento veinte kilogramos de peso no los
espantaría tanto como su expresión de hombre lobo en plenilunio, ávido de
sangre.»
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