Capitulo 14, Acto II, «Mi hija y la ópera»

Pasaje del Capítulo 14, Acto II de Mi hija y la ópera:

«Me apeé del viejo coche que conducía mi padre junto, a la Iglesia de la Merced, frente al bar, era las nueve y cinco de la noche. Se despidió sin siquiera echar un vistazo al entorno para indagar quiénes serían los chicos que deberían estar esperándome, se marchó en dirección opuesta a nuestro domicilio, especulé que tal vez no le apetecería maniobrar debido al gentío que recorría la calle. Total, nadie le esperaba en nuestro hogar. Yo agradecí el gesto, no quería que me soltase dos besos o cualquiera de sus frases sentenciosas que no dejan en buen lugar mi madurez. Yo me apoderé del teléfono móvil, con la advertencia de que, a la mínima incidencia, llamase a casa. Me acerqué hacia el Crillas que estaba a unos pocos metros. El lugar estaba atestado de peatones que se dirigían en todas direcciones, varios carricoches con sus respectivos progenitores se cruzaron frente a mí con sincronía diestra. Sentí el nerviosismo palpitar cuando las miradas de los transeúntes se posaron sobre mí con la indeseable impresión de estar fuera de lugar. Como una advenediza me adentré en el establecimiento y me encontré con un par de jubilados que dialogaban a gritos acodados en la barra; y a Antonio, en el final del bar, sosteniendo una cerveza y contándole batallitas a la camarera. Él no se percató de mi presencia por lo que, en vez de saludar, abandoné el local en búsqueda de mis dos amigos cibernautas. Me topé con una pareja de chicos nada más salir al lado derecho de la puerta. Hablaban amistosamente mientras fumaban. Muy distintos entre ellos, y radicalmente desemejantes respecto a los que deambulaban por la zona. Antes de que yo llegara a presentarme los dos se miraron de soslayo y exclamaron al unísono: "¡Violeta!".»


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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén