Capítulo 5, Acto II de «Mi hija y la ópera»
Fragmento del Capítulo 5, Acto II de Mi hija y la ópera:
«Dieron
sepultura a mi abuelo el diez de febrero de 1991. Aquella fría mañana de
domingo pisé por primera vez el cementerio de Santa Lucía, lugar donde se hallaba
la lápida de mi madre y mi hermana, ubicada junto a la de mi abuelo. Mi padre,
que tampoco había visitado aquel lugar, me señaló con el dedo las dos pequeñas
fotos circulares que permanecían, desde hacía casi una década, a sendos lados
de la tumba. Qué incongruente me pareció encontrarme con las sonrientes
imágenes de mi madre y mi hermana en aquel macabro espacio. Sus ataúdes
―explicó mi padre— habían sido colocados uno encima del otro. Dos ángeles de
piedra simbolizando la vida después de la muerte se postraban, con expresión
ausente, sobre el granito gris oscuro donde estaban tallados sus nombres.
PATRICIA DOMÍNGUEZ TORTOSA
13 DE OCTUBRE DE 1957 — 12 DE SEPTIEMBRE DE 1981
D.E.P.
SUSANA ROSIQUE DOMÍNGUEZ
25 DE DICIEMBRE DE 1978 — 12 DE SEPTIEMBRE DE 1981
D.E.P.
Reparé en
que mi padre observaba boquiabierto la tumba, hasta que, de reojo, apreció el
peso de mi mirada. Ambos nos encontrábamos frente a nuestra verdadera familia,
callados y vacíos de espíritu, invadiéndonos a preguntas de las que jamás
obtendremos respuestas. La comitiva que había acudido a dar el último adiós a
mi abuelo comenzaba a abandonar el lugar. Mi tía Laura, con gafas oscuras, a
pesar de la poca luz solar de aquel día, arrancó un par de flores del sinfín de
coronas que rodeaban la lápida de su padre, se acercó a nosotros y las posó
sobre la de su hermana y sobrina. Unas lágrimas se precipitaban de su lánguido
rostro. Se acercó a la foto de mi madre, la acarició suavemente con sus dedos y
besó la imagen musitando: «Hermana, cuánto daría por tenerte ahora, y te
envidio porque sé que ya estarás junto a papá, ¡te quiero tanto a pesar del
tiempo!, tenías mi edad cuando te fuiste, ya te he perdonado que te marcharas
sin despedirte. Ahora quiero que seas tú la que me perdones, por lo que siento
y quiero. Perdóname, porque si no puedes tú… si no puedes tú… yo no podré». Su
voz se quebró un segundo antes de que mi padre la envolviera en un silencioso
abrazo.
Los tres
salimos a varios metros de distancia del séquito que custodiaba a mi abuela hacia
el exterior del camposanto. Aquel lugar era verdaderamente siniestro, más
todavía con el eco de nuestros pasos en aquellos infinitos pasillos de lápidas,
muertos y soledad. Mi padre se decía: «Ni siquiera tienen un epitafio», Laura
cambió el tercio informándonos de que, durante un espacio indeterminado de tiempo,
no podría visitarnos los fines de semana alegando que su madre debía estar
asistida por ella ahora más que nunca.
Al final
del largo camino se podía avistar la puerta del cementerio, la muchedumbre se
dispersaba como ramas de una palmera en dirección a sus vehículos, una mujer
enlutada se dio la vuelta y entró de nuevo al recinto, era mi abuela que parecía
buscarnos «¿Habéis visto a mi Emilio?, ¿ande
se habrá metío mi marío?»
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