Capítulo 15, Acto II, «Mi hija y la ópera»

Final del Capítulo 15, Acto II, de Mi hija y la ópera:


«Días antes enterramos el cuerpo de Yako, unas pocas horas después de que lo mataran. Mi padre cavó una pequeña fosa junto a la higuera, era su árbol preferido para cobijarse del sol cuando buscaba descanso en las interminables tardes de verano.
   —Papá, ¿crees que vendrán? —pregunté sin haberme recuperado todavía de las pesadillas que padecí aquella mañana.
   —No, no creo hija, no te preocupes.
   —¿Por qué crees que hay gente que roba y se dedica a hacer el mal?
   —Algunos, Violeta, no viven en paz. Así como en las guerras no hay buenos ni malos, a ese tipo lo han educado codiciando lo ajeno porque, de algún modo, piensa que nosotros, somos los malos de su película. Que voluntariamente los hemos dejado apartados de la sociedad, marginados, etcétera. En su ignorancia, creen que somos el enemigo y que ellos se creen con el derecho de buscar la compensación de lo que a cada uno le pertenece; infringiendo unas reglas sociales que, en verdad, son injustas.
   —Justificas lo injustificable: mataron a Yako.

   Mi padre seguía echándole tierra en la cavidad donde yacía nuestro perro. Me contempló asintiendo y sé que comprendió perfectamente mi irritación. Su filosofía donde todo el mundo nace bueno y que las circunstancias de la vida son las que acaban convirtiendo a que alguien delinca no se podía sostener. Menos aún aquel día.»

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén