MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 38
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Al primer lugar donde acudimos una vez
quedó confirmado nuestro parentesco tras la prueba de hermandad fue a la casa
de nuestra única tía. Ella jugaba en el jardín de su mansión, junto a nuestros
pequeños primos. Llegamos sin avisar; Paco, fiel a su palabra, no le había
advertido de nada. Yo insistí en darle la más maravillosa de las sorpresas a Laura,
no calculando bien el grado de emoción que toleraría al encontrarse con su ahijada
después de varias décadas incluyéndola en el grupo de seres que ella
consideraba bajo tierra. Tuvimos que llamar a una ambulancia porque se desmayó
cuando le contamos la historia y le enseñamos el infalible test genético.
Ha transcurrido mes y medio desde entonces,
y Marta —que, lógicamente, así desea que la llamemos— ha venido varias veces de
Tres Cantos, localidad donde reside. Yo también le he devuelto alguna visita, conocí
a sus hijos: Susana y Ángel que son tan repelentes y caprichosos como cabría
esperar de una familia acostumbrada a atesorar riqueza. Me contó que se había
casado con un tal Jaime Alonso, un hombre diez años mayor que ella perteneciente
a un adinerado clan dedicado durante generaciones a los negocios inmobiliarios
y que solía codearse con lo más granado de la fauna política de la capital.
Procuraba exteriorizar naturalidad cuando mi
hermana me contaba que se vengaba de las infidelidades de su esposo acostándose
con el joven jardinero o el monitor de pilates,
emulando a muchos personajes femeninos de series norteamericanas; lo cual no
debería escandalizarme demasiado cuando en este último mes he alternado coitos
sin miramientos entre mi maestro de yoga y mi venerada Isabel.
Somos muy diferentes a pesar de que
compartimos genes. Marta es esbelta, de pupilas claras y tez morena, de
solárium, ¡cómo no! Yo sin embargo no he dejado de ser una enclenque de ojos
saltones y una mancha facial que cubre buena parte de mi rostro cual parche
ocular, algo que podría disimular si me hubiera dejado seducir por los avances
de la ciencia, los cuales no se precisan cuando realmente se valora la
verdadera belleza: la espiritual.
Me sorprende que mi hermana, cuyos artistas
predilectos son Miguel Bosé y Alejandro Sanz, haya asistido a más representaciones
operísticas que yo. Decía que a su marido le regalaban entradas y comparecían en
las funciones más motivados por el compromiso social que por mera afición. El
vivo retrato de quienes yo tildaba de esnobistas en los vestíbulos de los pocos
teatros que he visitado hasta el momento.
Fue también para mí un asombro constatar que
ella no conocía nada de la tierra que la vio nacer, apenas sabría ubicar en un
mapa la ciudad de Cartagena, lugar donde vivió hasta casi los tres años, jamás
había escuchado hablar de Calasparra —un tipo de arroz, atinó después de
devanarse los sesos—, y digamos que el único contacto, que ella supiera, con la
región de la que es originaria lo tuvo con un miembro del grupo murciano Second
tras una noche desenfrenada de sexo, drogas y rock alternativo.
Marta es una persona superficial y se deja
cautivar expeditamente por el prejuicio fácil y la soberbia. Tengo mucho tiempo
por delante para infundirle valores basados en una vida sencilla y honesta,
pensamiento inculcado por nuestro progenitor del que cada vez me siento más
orgullosa.
Ahora he comprendido que he tenido mucha
suerte al no tener una infancia que fuera sobre ruedas como la de mi hermana.
Aunque tal vez sus primeros recuerdos fuesen pesadillas, soñando noche tras
noche con unos rostros difuminados que nunca logró retener: los de sus primeros
familiares, nosotros.
Todo concluye en la noche de ayer, la del 11
de julio de 2010. Terminábamos de presenciar el partido de fútbol entre España
y Holanda, estábamos toda la familia reunida en casa, mi hermana y su prole;
nuestra tía, Alberto y sus dos hijos; y por supuesto mi pequeño Andrés. Laura y
yo nos acordamos de mi padre, que ni en sus mejores ensoñaciones sospecharía
que la Selección Española disputaría toda una final de un Campeonato del Mundo.
La embriaguez colectiva de la victoria puede conseguir que una persona realice actos
sandios, y pese a no ser demasiado futbolera salté por los sofás mientras me desgarraba
la voz cuando Iniesta atizó un puntapié al balón estrellándolo contra la red,
marcando un tanto que pasará a los anales de la historia y que será recordado
incluso cuando ninguno de sus coetáneos exista. El gesto perplejo con el que me
observaba mi hijo al presenciar tamaña celebración tampoco lo olvidaré.
Después
aplaqué la circunstancial euforia serenándome frente al mar, dedicando unos
cuantos minutos a la abstracción mental. En contraste al abrumador silencio de
todas las noches, aquélla era una velada de estridentes cláxones, sonidos pirotécnicos
y juerga popular cuyos vítores podían escucharse a kilómetros. En cuanto
aquieté los pensamientos tomé dos decisiones que, sin duda, cambiarán mi destino.
Primeramente hablé con mi hermana, le propuse realizar un viaje a un lugar
remoto, un desplazamiento lo sobradamente extenso para fomentar nuestro hermanazgo,
iríamos con nuestros hijos, sobre todo con el mío, él debía conocer a una
persona. Ella, que ya ha estado varias veces en la ciudad de Nueva York, no encontró
problema en volver a visitarla conmigo y con Andrés en estas próximas semanas. Me
sonrió cómplice sabedora de cuál es el verdadero motivo de la expedición
americana.
—Tendremos que comenzar ya con las reservas
—apuntó—, vamos a ser unos cuantos.
—Pues espera, que puede que se incorpore alguien
más al viaje —informé hurgando en el bolso en búsqueda del móvil.
Acto seguido me dirigí a mi dormitorio, a un
sitio que me confiriera algo de privacidad ante el jolgorio que imperaba en el
salón. Con más determinación que nunca telefoneé a Isabel.
—¡Violeta, somos campeones! —clamó a modo de
saludo.
—He visto el partido junto con mi hermana.
—No me acostumbro a escuchar esa palabra de
tus labios. Todavía no doy crédito, espero que pronto pueda verla en persona.
—Podrás, si quieres venirte con nosotras a
Nueva York —anuncié constatando mi afonía.
—Lo haría encantada, pero no sé si pinto
mucho entre dos hermanas que acaban de conocerse.
—Isabel, quiero que ella te conozca, y por
otro lado puede ser nuestra oportunidad para afianzar nuestra relación.
—¿A qué se debe este giro repentino?, ¿no
decías que podías estar sin mí?
—Por eso precisamente, porque mi corazón no
alberga ningún temor respecto al futuro. —Y creo que fue así, tras pronunciar
aquellas palabras, cuando tuve la certeza de que la felicidad consiste en
poseer el control de los sentimientos, algo que puede desarrollarse con la
práctica del desapego emocional. El bienestar personal nunca debe depender de
terceros, tan solo de uno mismo.
El
final de esta historia es, evidentemente, el inicio de otra. Un horizonte esperanzador
se abre camino después de tanta adversidad. Ahora toca zanjar esa especie de idilio
erótico que mantengo con Antonio, mi monitor de yoga, que, adelanto, no le
concederá importancia alguna, dispone de demasiadas amantes a quienes repartir
afecto y semen.
Una vez me contó mi padre que la insuperable
melodía de Nessun dorma de Turandot fue el fragmento que lo atrajo
al fascinante mundo operístico, casualmente, entretanto finalizo con las
últimas palabras de esta autobiografía escucho de fondo Diecimila anni al nostro imperatore, el coro con el que concluye la
ópera postrera de Giacomo Puccini y que tiene claras evocaciones al celebérrimo
aria. Esta pieza del final probablemente fuese compuesta por Franco Alfano,
discípulo del maestro italiano, ya que el gran compositor falleció dejando inconclusa
una de sus grandes obras.
No quisiera, dicho sea de paso, dejar inacabado
mi relato, por lo que he de ponerle fin sin más dilación. Todo esto es lo que
ha ocurrido en estos años, la historia de mi vida no ha sido otra cosa que lo
que aquí se ha contado, podría haber tenido mejor final, o haber finalizado
tramas que se han quedado a medias, pero es así, carece de los desenlaces
novelescos propios de autores con imaginación, el manuscrito es el que es, porque
no es otra cosa que un resumen de mi existencia. ¿Qué le vamos a hacer?
A propósito, de los cuantiosos correos
electrónicos que recibo de mis viejos conocidos, extraigo el siguiente
fragmento, me lo envió Pedro, y es realmente fantástico:
Querida Violeta, ¿cómo van las cosas por la
costa? Aquí poco ha cambiado. Marisa y yo nos hemos mudado de casa, ahora
residimos en una urbanización cercana al lugar donde vivíais. A ver si un día
te acercas con Isabel, con la que sé que has reanudado la amistad, y regresas a
tu pueblo aunque sea para constatar personalmente de que todo sigue igual. En
ocasiones salimos a andar por las sendas que recorríamos contigo y con tu
padre. Hay un rumor por toda la comarca que cuenta que un señor con espesa barba
blanca, ayuda a los caminantes extraviados o necesitados de auxilio. Sabes que
soy la persona más escéptica del mundo, pero cuando han llegado a mis oídos
todas esas historias no he podido evitar esbozar una sonrisa creyendo que se
trataba del «Siddartha calasparreño», un alma que siempre deseó encontrarse con
su verdad existencial. Tú ya sabes a quién me estoy refiriendo.
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