MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 22
21
Las duras palabras de los futuros yernos de
Marisa cayeron como pesadas piedras, sepultándome e introduciéndome en un caparazón
de desconfianza, comenzando otra etapa de aislamiento al mundo, y únicamente mi
padre, Marisa y Antonio mantenían un contacto cotidiano conmigo.
El recurrente pensamiento de la idílica
imagen de Isabel me conturbaba, pero me sirvió para convencerme de que no
estaba enamorada de Antonio, pensaba que mi relación con él se debía a que yo
no podía aspirar a otra persona, detestaba su ingenuidad, sus razonamientos
simplones y su escasa cultura. Yo ya sabía que mi relación con él no iba a
sobrepasar la fase de algún esporádico beso en la boca al saludarnos y al
despedirnos.
Aunque en ocasiones Antonio se acercaba a lo
que yo podía considerar como un novio, desprendiéndose eventualmente de la
etiqueta de bruto que yo le había colgado. Había transcurrido un mes desde la
visita de las hijas de Marisa y sus pretendientes a casa, tomábamos café en la
misma heladería donde nos besamos en público por primera vez. En esta segunda
ocasión, la desapacible temperatura del otoño nos constriñó a que no nos sentásemos
en la terraza sino en el confortable interior con la molestia de tener que
soportar el jaleo de la clientela y todos los sonidos propios de una cafetería
en plena actividad.
—Antonio, dime la verdad, ¿tú qué has visto
en mí para que quieras estar conmigo? —pregunté a sabiendas de que podía
herirme con una respuesta sincera.
—Pues, no sé, Violeta —contestó
desprevenido—, hablas muy bien, eres muy inteligente, sabes de casi to y eso sin haber ido prácticamente a
la escuela, tocas el piano tan bien que salí de tu casa flipando. Mis amigos, los de la peña, dicen que tienes un embrujo misterioso
y te envuelve un aura serena. Me gustas porque te tengo cariño y me comprendes.
No to el mundo es bueno conmigo.
Contemplé maravillada a Antonio, en ese
instante me pareció una persona encantadora con la que valía la pena compartir
el tiempo, le sonreí sin decir nada hasta que me vi reflejada en uno de los
espejos del local, cerré la boca mecánicamente, ¡qué poco me gustaba ver
aquella doble hilera desordenada de dientes!
Las Navidades se presentaron de improviso,
eran las primeras que celebrábamos con Marisa en casa, nos comentó que sus
hijas nos visitarían para la Nochebuena. Antonio no podría venir para tal
acontecimiento, como único hijo que vivía en Calasparra su deber era acompañar
a su madre en la cena.
La compañera sentimental de mi padre se
encargó de decorar apropiadamente la casa, todo lo que este le permitió. No
estábamos acostumbrados a ver nuestro hogar lleno de luces de colores y de numerosos
adornos dorados que disimularon durante un mes la tétrica y sobria decoración
donde todo objeto debía tener una finalidad de uso.
Las hermanas vinieron juntas la tarde del 24
de diciembre, Carlos Bonache no asistió, al igual que mi amigo Antonio, sus obligaciones
familiares le impidieron viajar desde Murcia. El otro Carlos, El Zapata, ya había dejado de ser pareja
de Ana al mes de que ella comenzara en la universidad, tal como su progenitora
había presagiado.
Cuando ellas llegaron ya se estaba
preparando un copioso y suculento banquete: marisco, solomillo de cerdo,
canapés con caviar —que mi padre, en su terquedad de llamarle a las cosas por
su nombre, me corregía: «huevas de lumpo»—,
y un largo etcétera. Una cena más laboriosa que lujosa, aunque en cualquier
caso yo hubiese preferido una buena tortilla de patatas. Colaboré con Marisa en
la distribución de la vajilla y de la cubertería sobre la mesa sintiendo que me
comportaba como una cenicienta puesto que Isabel y Ana, con evidentes muestras
de tedio se postraron en el sofá para zapear frente al televisor los distintos
programas en diferido que se emitían aquel día.
Deseé encontrarme con un solo instante para
estar a solas con Isabel y poder entablar algún diálogo que pudiera darme
pistas sobre su personalidad, pero no se dieron las circunstancias. Aquella
atractiva chica y su hermana estaban más pendientes de que acabara la cena y de
buscar un pretexto para salir pronto al pueblo y reunirse con sus viejos amigos
que de permanecer en casa.
Ataviadas con elegantes vestidos negros
acertadamente arropados con bellos abrigos, las dos hermanas salieron a las
doce de la noche en búsqueda de diversión. Me planteé llamar a Antonio que me
había contado días antes que tenía pensado quedar con sus primos de Cehegín
para salir de copas por Calasparra después de la cena, propuesta a la que fui
invitada y que por supuesto decliné. Aferrándome ahora a la que era la única
alternativa para no acabar la velada patéticamente junto a Marisa y mi padre
viendo la aburridísima televisión que ofrecían los canales aquella madrugada,
quemé el último cartucho y marqué el móvil de Antonio hasta que, al quinto o sexto
intento, atendió la llamada.
—¡Feliz Navidad, Violeta! —contestó eufórico,
mientras se escuchaba al otro lado del auricular unas cuantas voces que le
jaleaban acoplándose con el ruido de la música discotequera.
—¿Dónde estás?
—Estoy en el aparcamiento.
Se refería a un sitio donde, en ocasiones
—siempre sin mí—, se reunía con sus amistades de Cehegín (la mayoría, familiares
suyos). Aquel lugar se encontraba fuera del núcleo urbano y cerca de una nueva
zona de locales nocturnos.
—¿Puedes recogerme y me tomo una copa con
vosotros?
—Es que… estoy con mis primos —se excusó,
recordándome que se hallaba junto a los cehegineros que tan mala prensa tenían
entre nuestras amistades de la peña.
—¿No habrá ninguna chica entre tú y yo?
—pregunté para presionarle a que acudiera a por mí, importándome bien poco en
el caso hipotético de que poseyera alguna relación paralela.
—¿Qué… qué… qué dices? —tartamudeó.
Ya conocía a Antonio lo bastante como para
saber que si tartajeaba, indicaba dos posibilidades, por nerviosismo, o por ir
borracho. Aquella noche concentraba ambas condiciones. Finalmente se atuvo a
recogerme, sin embargo tardó una largo tiempo en llegar.
Mi padre y Marisa, desconcertados por la
hora en la que informé que me marchaba de casa, procuraron persuadirme con que
no valía la pena salir tan tarde para recogerse tan temprano. Y es que, hasta ese
día, Antonio me solía dejar sobre las dos de la madrugada, casi a la misma hora
a la que vino a por mí aquella noche.
Ojalá
no hubiera desoído los consejos de aquella pareja que disfrutaba de un cava en
el sofá apelando al sentido común. No me sentí molesta como otras veces en las
que se ponía en duda mi madurez, tenía en la mente un gran objetivo que ni
siquiera era el de presumir de amistades para disfrutar de la Nochebuena, sino
el de cruzarme con Isabel por alguna de las calles de Calasparra.
—Es una locura que salgas a esta hora
—insistió mi padre con voz adormilada al escuchar el coche de Antonio y su
despreciable música.
—Con esa falda vas a pasar mucho frío
—advirtió Marisa.
—Es que es la única falda decente que tengo,
no me voy a poner pantalones hoy —conviene aclarar, que el término «decente» para
referirme a la falda lo empleé como sinónimo de adecuada porque, desde luego,
no era muy decorosa.
—Ten mucho cuidado, hija. Llévate el móvil
—dijo Marisa que se acunaba su cabeza en el vientre de su amado.
Aprecié que ella mostraba más preocupación
por mi seguridad que con sus propias hijas. Tampoco me extrañaría que su
intuición femenina le advirtiera de que algo muy peligroso iba a sucederme.
Antonio mascaba chicle ansiosamente desde el
interior de su Seat Ibiza, su mirada no me infundía la más mínima confianza, le
pedí que bajase el volumen de la música, que podría resultar molesta a los
habitantes de mi casa y para mis vecinos que seguro que la escuchaban en la
distancia.
—¿Dónde has quedado con tus primos?
—pregunté una vez cogíamos la carretera hacia el pueblo.
—Siguen en el aparcamiento, hasta que no
acabemos con las botellas no nos vamos a ningún bar.
De los quince que, grosso modo, formaban el
grupo de primos y amigos de Cehegín tan sólo iba una chica, la novia de un tipo
al que le llamaban el Sartenes, apodo
que tiene su origen en que de adolescente trabajó en una hamburguesería. Me
arrimé a ella por el simple hecho de encontrar como afinidad el que hubiera
nacido mujer, sobre todo a partir del momento en que comencé a notar que Antonio
se desperdigaba de mí con frecuencia entre los automóviles de sus amigos.
La acompañé después a un pequeño bar cercano
donde nos dirigimos para ir al baño, ella ya mostraba síntomas de embriaguez,
como el resto de la tropa. Antes habíamos atravesado toda la explanada llena de
turismos aparcados con los maleteros abiertos y la música sonando con fuerza,
las cuales se mezclaban según franqueábamos los grupúsculos que rodeaban la
parte trasera de los vehículos en cuyo interior se hallaban bolsas de hielo,
vasos de plástico y botellas. Algunos chicos nos lanzaron piropos, que irían
destinados a esta chica que ni de lejos podía parecerse a Ana la hija de
Marisa; y mucho menos a Isabel, a la cual me pareció ver en numerosas ocasiones
cada vez que me topaba con alguna espalda femenina que tuviera su mismo cabello
moreno y largo, con la frustración de que, siempre, se trataba de otra joven.
Cuando llegamos de nuevo al lugar donde
estaban estacionados los vehículos de los cehegineros, entre carcajadas,
escuché lo siguiente: «A ver si con tu amiga dejas ya de pajearte», aquella frase iba dirigida a Antonio y fue vociferada
por uno de sus primos que tenía la particularidad de propinar una estruendosa
palmada en la espalda del tendero, exactamente cada treinta segundos, con una
sincronización pasmosa. No me sorprendí, en cualquier caso, por aquel dato que
posiblemente haya exagerado al rememorarlo, lo que sí me maravilló fue la
impasibilidad de mi amigo que, siendo objeto de sus burlas y estando yo como
testigo, no efectuaba gesto de que le molestara que, a cada momento, le recordasen
su fama de onanista. Incluso cuando sus propios primos se dirigían a él como «Pajillero» parecía inmutarse.
«Menuda panda de intelectuales» —murmuré
irónica—. Procuré ignorar aquellos comentarios ansiando que pronto se terminase
el alcohol y nos fuésemos al calor de los locales de copas. Anhelaba sobre todo
coincidir con Isabel, a ella nunca la encontraría en un descampado atestado de borrachos
y coches tuneados.
—Paji
—dijo el de las palmaditas—, ¿te acuerdas cuando saltemos la valla de la Paqui
pa’ver cómo cagaba?
Antonio asentía sonriendo. Mudo y pletórico
de euforia.
Al contemplarlos deduje enseguida lo sumiso
que era mi amigo con ellos, por eso comprendí que no insistiera demasiado en
que coincidiese con sus primos de Cehegín. Qué diferencia entre la versión
pusilánime que estaba presenciando de Antonio aquella noche respecto a la
actitud bizarra que adoptó cuando procuró defenderme con porte de boxeador ante
las amenazas de Juan en el santuario. Fue evocar aquel incidente de agosto y
como si lo hubiera llamado telepáticamente apareció de frente, todavía a lo
lejos, la figura de Manuel el Nazi,
al que pude vislumbrar su enorme contorno entre varios coches de por medio, Se
encaminaba hacia mi ubicación con un andar característico que le confería incluso
más pavura a su ya aterradora imagen. Me quedé inmóvil, creyéndome protegida
por la compañía que formaba aquel hatajo de bebedores empedernidos, entre los
que se encontraba Antonio, al que no le advertí de la cercanía de aquel tipo
por miedo a que se sintiera envalentonado por la presencia de su séquito y
quisiera atemorizar a Manuel. Por ventura, el
Nazi transitó por nuestra zona sin reparar en mí. Se dirigía hacia unos
contenedores para orinar, tan sólo estábamos de paso hacia su destino final.
El frío me acució a que consumiera alcohol,
ya no sólo con el pretexto de entrar en calor, sino para contribuir a que se
acabara la bebida cuanto antes y, así, partir en el menor tiempo posible hacia
los pubs. Un buen rato después llegamos
a un pequeño garito regentado por un conocido de Antonio que abarrotamos en un
santiamén en cuanto nos adentramos toda la comitiva. Todos bebían chupitos y
otras variedades de alcohol al mismo ritmo frenético con que fumaban.
—¿Conoces a la Reme?, es la novia de mi primo el Sartenes —me dijo Antonio por tercera vez en esa noche.
—Sí, claro que la conozco Antonio, hemos ido
juntas al baño unas cuantas veces.
—Es pa
que te integres, que te veo muy apartá.
—Vais todos muy raros.
Una hora más tarde abandonamos el local,
pretendíamos marcharnos hacia otra zona del pueblo, era preciso coger de nuevo
los automóviles. Intenté decirle a solas el inapropiado comportamiento que sus
primos y amigos de Cehegín tenían hacia él. Y sobre todo, lo extraña que me
estaba resultando la velada; como cuando me despistaba: que él se «escapaba» fuera
o al baño y desaparecía varios minutos.
—¿Por qué no arrancas? —pregunté con cierta
curiosidad a Antonio, más ocupado de extraer la cartera de su chaqueta que de
mover la llave del contacto de su automóvil.
Echó su asiento para atrás para dejar
espacio entre sus articulaciones y el salpicadero, pasó su mano por encima de
mis desarropadas rodillas, las aparté en un acto reflejo, no buscaba mis
piernas sino la guantera, sacó la carpeta donde debían de custodiarse los
documentos del vehículo y la situó sobre sus muslos, escogió una de las
tarjetas de crédito de su portamonedas donde también extrajo una pequeña bolsa
con un contenido blanco, deslió el diminuto alambre verde que la mantenía
cerrada e introdujo la esquina de la tarjeta para volcar una exigua parte de
aquella sustancia en la carpeta de Seguros Zurich que se hallaba con restregones
blanquecinos sobre el oscuro plastificado que evidenciaba que había sido utilizada
recientemente.
—¿Quieres una raya? —me preguntó sin
levantar la vista de la carpeta, ignorando mi estupefacta expresión.
Abandoné el coche sin responderle, no quería
presenciar cómo esnifaba cocaína. Aguardé fuera unos instantes, no podía
marcharme ni molestar a mi padre a las cuatro de la madrugada. Muerta de frío e
impaciencia esperé a que terminase, rogando que no apareciera la policía por
algunas de las bocacalles adyacentes. A él poco parecía importarle el riesgo en
aquel instante, mantenía esa especie de acto ceremonioso en silencio desde el
interior de su automóvil. Un primo suyo se acercaba al coche, le di dos golpes
en el cristal para advertir a Antonio la cercanía del familiar, a lo que miró
hacia el espejo retrovisor y prosiguió con su ritual sin inmutarse. Ingenua de
mí, que creía en ese momento que él estaba consumiendo a escondidas de todos, y
yo era la única del grupo que no había probado la coca. Incluso Reme, con la
que había confraternizado en las últimas horas, iba drogada.
—Hazme una, primo —fue lo único que
pronunció aquel tipo que se sentaba en el asiento que yo había desocupado por
vergüenza.
Acabamos la noche en un local cercano a la
subida del santuario, con un poco de fortuna me acercaría pronto a casa. Entré
por no permanecer sola en el vehículo, aunque mi desgana se fulminó en cuanto
vislumbré en el interior de la discoteca a las hijas de Marisa custodiadas por
un cuantioso cortejo de varones. Isabel bailaba con el garbo que cabría esperar
de una persona así, sorteando con elegancia a una serie de apuestos jóvenes que
merodeaban en rededor con el vano propósito de flirtear con ella. La contemplé
en la distancia, seguramente embelesada, con un silencio en mi interior que
hacía indiferente la atronadora música que ahogaba la sala. Ana me hacía
aspavientos a su lado, y se acercaron las dos hermanas a saludarnos a mí y a
Antonio cuyos ojos brillaban con el mismo fulgor que los focos psicodélicos de
la pista de baile.
—¡Qué suerte!, tienes a tu novio cerca —me
gritó Isabel al oído, sosteniendo un vaso de tubo en una mano y un cigarrillo
en la otra.
Meneé la cabeza con gesto afirmativo con una
mueca que se acercaba a la sonrisa, aunque creo que me delataba una expresión
de preocupación que no sabía disimular. Estuve a muy poco de suplicarle que me
llevase a casa, pero entonces dejaría en mal lugar la situación con la que me
encontraba de carambola; de ser una triunfadora acompañada por su novio (por
estúpida que pareciese su danza frente al altavoz) a una desesperada que
buscaba que alguien le acercase a su domicilio ante la deplorable disposición
de su pretendiente.
—¿Te pasa algo, Violeta? —me chilló
nuevamente cerca de la oreja.
—No, simplemente me encuentro extenuada. No
tengo costumbre de trasnochar —vociferé afónica a Isabel.
Retorné al grupo donde se encontraba
Antonio, estuvieron bailando como estúpidos hasta prácticamente adueñarse de la
pista. Pasadas las seis de la mañana y con el estómago atiborrado de bebidas
energéticas imploré a que alguien de la pandilla me llevase a la tranquilidad
de mi hogar. Finalmente Antonio decidió trasladarme.
Permanecimos callados todo el camino, el
silencio en este caso era verdaderamente incómodo. Cuando viró hacia la subida
del santuario, en dirección a mi morada, Antonio redujo el estrepitoso volumen
de la radio, de repente, torció el vehículo en un camino justamente anterior a
la senda que desembocaba en mi anhelada residencia. Creí que, con aquella
parada, buscaba disculparse sobre su injustificable comportamiento valiéndose
de la calma que nos brindaba la soledad y la hermosura del crepúsculo matutino
en el horizonte. Pero lejos de pronunciar palabra alguna se acercó a mí y me
besó violentamente en los labios.
—Ahora no, Antonio, estoy agotada. Llévame a
mi casa, por favor.
Sin decirme nada se abalanzó sobre mí,
reclinó con destreza el asiento donde me encontraba y empezó a besarme el
cuello, poseído. Intenté defenderme, pero mi esquelético cuerpo poco podía hacer
ante su corpulenta complexión. Colérico y desbordado de incontenible energía
levantó mi falda mientras sujetaba mi cintura con su otro brazo. De inmediato
se bajó la cremallera de su pantalón y deslizó sus calzoncillos para agarrar su
miembro con los dedos. Era imposible que pudiera sucederme esto —pensaba
aterrada—, jamás imaginé que fuera a perder mi inocencia de aquella manera. Desplazó
mis bragas hacia un lado tratando de introducir su órgano genital en mi
interior, consiguiéndolo después de atroces intentos. Nunca había tenido un
coito hasta entonces, pero conocía lo suficiente de sexualidad como para saber
que su falo no estaba completamente erecto a pesar de la ominosa excitación que
revelaba su rostro. Anquilosada por el pánico y el estupor, sólo pude
corresponder con un fugaz beso en su hombro por miedo de que aquella agresión
sexual empeorase e incluso peligrara mi integridad física. Después ya no sentí
fricción en mi vagina pues le sobrevino el orgasmo a los pocos segundos de
haber comenzado —que en aquel momento los consideré eternos—. Inició un sonido
agudo que emitía con sus dientes y su lengua a la vez que me miraba con ojos
endemoniados, su cuerpo se sacudía sobre el mío mientras eyaculaba con una
expresión final que se hallaba entre la rabia y la frustración.
Se incorporó a su asiento, arrancó el
automóvil y pulsó los elevalunas para bajarlos y eliminar el vaho de los
cristales.
—Perdóname —fue lo único que articuló hasta
que me dejó en la puerta de mi parcela.
Me adentré en casa después de una noche
lamentable que tuvo como colofón aquel aciago suceso. Estaba temblorosa de frío
y miedo, con el llanto contenido me dirigí sigilosamente hacia el baño para
ducharme y limpiarme concienzudamente el semen que se había agrumado entre mi
vello púbico y ropa interior. Los rayos de sol ya iluminaban las habitaciones y
no quería despertar ni a mi padre ni a Marisa que todavía dormían ajenos a mi
terrible experiencia.
Me acosté confundida por tener imprecisa la
línea de hasta dónde debe llegar una pareja con la que se mantiene una relación
durante meses, o si de algún modo, acontecimientos de aquella índole tenían
alguna justificación si el que los realizaba era una persona a quien se
consideraba como «novio».
Un profundo resentimiento nació a partir de
aquel momento al que era mi pretendiente, amigo y confidente, que en un estado
de absoluta ebriedad me desproveyó de la virginidad y de la ya exigua dignidad
que albergaba mi ser.
Andrés, IX
El jueves, 19 de febrero de 1981, vino al
mundo Violeta, su nombre se escogió por ser este, el del personaje principal de
La Traviata, la obra predilecta de su
madre. Era una mañana nublada que descargó lluvia con la misma rabia que el llanto
de la niña al ver la luz. Ella no nació con la rebosante salud de Susana, por
lo que poco después de haber salido de las entrañas de su madre fue trasladada
a una incubadora.
Andrés quedó impresionado cuando vio a su
pequeña, de menos de dos kilogramos, dentro de aquella jaula transparente,
rodeada de tubos y cables. Las facciones del bebé no podían equipararse a las
de su hermana, una mancha facial cubría la mitad del rostro cercando con un
color rojizo oscuro todo el ojo izquierdo.
—Doctor, ¿qué le pasa a mi hija?
—Tiene un cuadro de insuficiencia
respiratoria, ictericia y…
—Me refiero a la cara —interrumpió Andrés.
—No se lo puedo decir con toda seguridad,
pero es muy probable que sea un hemangioma capilar congénito. Para que usted me
entienda: una mancha de vino.
—¿Y eso, se le quitará?
—Señor Rosique, créame, ese no es el mayor
problema que tiene ahora mismo su hija.
Lily se había quedado al cuidado de Susana.
Cuando llegó Andrés del hospital preparaba café atendiendo la visita de la
madre y la hermana de Patricia que acababan de llegar para interesarse por el
parto.
—Como no nos llamas… hemos venido a tu casa —dijo
María a su yerno.
—Ha sido niña —anunció Andrés mientras se
desprendía del abrigo—. Patricia está bien.
—Otra «hembra» más en la familia —dijo la
abuela—, ¡desde luego…!
—Entonces,
¡se llamará Violeta! —exclamó Laura— ¿puedo ser su madrina?
—Ya tienes como ahijada a Susana —respondió
Andrés abatido.
—¿Le ocurre algo, señor? —preguntó Lily —,
¿o es cansancio?
—Está en una incubadora, ha nacido con
muchos problemas, los médicos me han dicho que me espere lo peor. Patricia
todavía no lo sabe.
Un silencio profundo se apoderó del salón,
tan sólo el alegre balbuceo monosilábico de Susana que jugaba serpenteando
entre las piernas de los adultos con un peluche en la mano rompía el clima
enmudecido de la casa «ma-ma-ma…».
Tres domingos transcurrieron hasta que
dieron el alta a Violeta, y en cierto modo, a su madre, que sólo se ausentaba
del hospital para asearse, estar unos minutos con su hija mayor y descansar lo
justo para no desfallecer. En las numerosas visitas de amistades y vecinos que
recibieron en casa, una frecuente pregunta y siempre la misma respuesta por
parte de los padres:
—¿Y esta manchica
que tiene en la cara?
—Se le irá quitando poco a poco, con el
tiempo.
El trabajo que requería Violeta obligaba a
que Patricia le pidiese a Lily que se centrara en el cuidado de sus hijas,
dejando en un segundo plano las tareas habituales del hogar. «Os ha salido una
soprano por escuchar tanta ópera» decía la niñera cuando el bebé chillaba.
Sólo su tía Laura, de catorce años, poseía
el don de apaciguar a la pequeña de la casa. Ella, que se quedaba algunos fines
de semana proporcionando cobertura a las libranzas de Lily, no puso objeción
alguna cuando su hermana demandó su presencia a todas horas durante la época
estival.
Cierto día de aquel verano celebraron en
casa el cumpleaños de la abuela María. La familia estaba sentada de tertulia con
vaporosas tazas de café sobre la mesa.
—Andrés, ¿sabéis ya quiénes van a ser los
padrinos de Violeta? —preguntó su suegro mientras se echaba una copa de coñac.
—Patricia y yo hemos decidido que sean Paco
y Consuelo.
—¿Paco es al que tenéis en Murcia?
—Sí.
—¿Y qué dicen?
—No se lo hemos dicho todavía, el cura nos
ha puesto fecha para octubre, he pensado que como él tiene este mes de agosto
vacaciones, en quedar con ellos y comunicárselo el primer sábado de septiembre,
con la excusa podríamos hacer una carne, espero que puedan venir ustedes también.
—El primer sábado de septiembre no podemos —dijo
Patricia— ¿no te acuerdas que quedaste con Ginés, el fotógrafo, para hacernos
una foto en su estudio?
—¡Ah, sí! —recordó Andrés que se encaminó
hacia el almanaque situado en la cocina; desde allí continuó—: Pues entonces
el sábado siguiente, el 12 de septiembre, ¿os parece bien una carne a la brasa?
Todos asintieron.
—Y hablando de fotos, voy a sacar la cámara,
y a ver si alguien se digna a sacar la tarta.
Andrés fotografió a la familia cuando
coreaban «cumpleaños feliz», en el instante en que su suegra soplaba las velas
y durante la entrega de regalos que por parte de sus hijas y su marido fue
recibiendo. Susana, fiel a la tradición, exigía también un paquete de
colorines.
—Por favor, don Emilio, coja la Polaroid —dijo
su yerno.
El abuelo realizó una instantánea cuando Patricia le entregaba el regalo a Susana, ambas se miraban sonrientes, Andrés aparecía tras ellas con la alegría propia del momento, con una mano sobre la espalda de su mujer y con la otra abrazando desde atrás a su hija de dos años y medio que, rebosante de felicidad, aceptaba la caja envuelta en un papel festivo. Violeta, a la izquierda de su hermana, sorprendida por el flash, fue la única de todo el salón que miró frente a la cámara.
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