MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 37
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Algunas mañanas, después de dejar a mi hijo
en el colegio, abro las ventanas de toda la casa y toco el piano, me encanta la
sensación de la brisa marina mientras interpreto aleatoriamente melodías a la
par que las cortinas serpentean esparciendo ese olor a mar que se impregna en
las paredes hasta que el salitre se mezcla con mis melancólicas lágrimas. Ahora
entiendo por qué mi progenitor interrumpía las ejecuciones con brusquedad,
porque su música evocaba a sus difuntos.
Unos jubilados germanos, vecinos nuestros en
los meses de invierno, son los únicos que aplauden mis composiciones; él es un
encantador caballero de nombre impronunciable, afirma ser un apasionado de la ópera,
con predilección por Wagner y Gluck; yo le rebato, siempre amistosamente, por
mi inclinación hacia los autores italianos, aunque un día confesé que, de niña,
mi ópera preferida era La Flauta Mágica
de Mozart, escrita en alemán. Para que me entendiera se lo tuve que indicar en
su título original: Die Zauberflöte.
De su mujer, una persona extremadamente
culta y de un alto nivel espiritual, he aprendido en estos años algo
fundamental en mi vida actual: la práctica del yoga. Realizo con ella todos los
días una serie de ejercicios para, finalmente, meditar frente al mar, sobre la
arena de la playa durante un lapso que nunca es inferior a una hora. Al
principio me costaba mantener la postura tanto tiempo, pero ahora me animo
incluso a tomar ese baño gélido con el que ella concluye su sesión introspectiva.
Es tan escaso el vecindario en el periodo invernal que mi hijo y yo hemos
estrechado profundos lazos con el viejo matrimonio. Tanto, que les reprochamos
que nos abandonen en los meses estivales cuando se marchan a Erasbach, lugar de
donde son oriundos. Ellos no soportan el gentío y la temperatura canicular de
este sitio.
Como cabría esperar, mis tíos y sus vástagos
nos han visitado con frecuencia en esta etapa, Alejandro ya tiene casi una
década de vida, y Patricia —que comparte con mi madre, además del nombre, la
fecha de nacimiento— cumplirá cinco años el 13 de octubre.
Las numerosas visitas recíprocas dieron
comienzo el primer verano, con el Mundial de Fútbol de Alemania 2006 donde nos
juntábamos toda la familia para seguir los partidos de España. Al igual que
antaño, a Laura y a mí poco nos atraía el lance del encuentro, seguíamos
interesadas por las piernas de los futbolistas, Alberto no le otorgaba
importancia a nuestros comentarios sobre la atractiva masculinidad de los
jugadores; él sí prestaba atención al desarrollo del juego, al igual que su
hijo.
Paco y Consuelo también han frecuentado
asiduamente nuestro hogar desde que nos instalamos en Cabo de Palos, sus
visitas siempre han venido acompañadas de regalos, sobre todo para Andrés, al
que tratan como a un nieto. En los cuantiosos paseos que dábamos antes por la
playa o en las calles recoletas e inclinadas de la urbanización me solía quejar
a Paco, siempre en tono jocoso, que todavía no había ejercido como padrino recriminándole
no haber recibido obsequio alguno durante toda mi infancia. Cada vez que se lo
recordaba nos invitaba a comer en La Tana, restaurante donde, según él, se
cocina el mejor caldero de todo el
contorno del marmenorense.
Para mi total asombro, desde hace dos años mantengo
una relación sentimental abierta con un monitor de hatha yoga que tiene a sus espaldas cinco décadas de vida. Él está
casado y tiene varios hijos repartidos en La Manga, El Algar, y otros lugares
de la Comarca de Cartagena. Con él tuve el primer orgasmo que me ha provocado
un varón e incluso llegué a cuestionar mi orientación sexual dado al
incontenible atractivo que posee este mujeriego que descubre en todas las
féminas una parte encantadora. Conviene precisar que Antonio Gracia, mi «guía» —como
a él le gusta definirse—, dista todo un universo respecto a las firmes
convicciones de mi vecina Dorothea, mi verdadera mentora espiritual.
Por fin conocí personalmente a Berta
Ferreyra, mi vieja amistad argentina que, tras diez años de relación por la red
se avino a visitarme junto con Águeda, mi amiga de Cataluña que se había
presentado años atrás en el sepelio de mi padre. Ambas quedaron fascinadas por
los duetos de piano que interpretaba con mi pequeño, el cual ya era todo un especialista
frente a las teclas. No en vano, Andrés prefiere los teclados electrónicos,
puede que no tarde mucho en regalarle uno. Hay que rendirse a la evidencia, mi
hijo tiene en sus genes la capacidad para manejarse con este tipo de
instrumentos musicales, no me cabe duda. No obstante, soy menos inflexible que
mi padre tanto con el piano como con la ópera, y no lo atosigo con mis anhelos
de que se convierta en una persona culta y abrumadoramente habilidosa ya de
niño. Es por ello que mi criatura todavía anteponga Dora la exploradora a Verdi. Y he de decir que incluso yo ahora
disfruto con mi pequeño de una niñez que nunca tuve.
Y ya, por último, ocurrió lo impensable. Sucedió
la tarde de un sábado de enero de este mismo año. La encontré al otro lado de
la puerta de mi domicilio, con una extraña expresión que pretendía encubrir el
reconcomio con la serenidad, como si se tratara de un fantasma del pasado que
aspirase saldar un asunto pendiente.
—Hola, Isabel —saludé.
—Buenas tardes, Violeta. Me ha costado
encontrar la casa, he estado casi una hora dando vueltas, te hubiera llamado,
pero como cambiaste de número de teléfono…
—Sí, el número viejo lo perdí porque el
móvil estaba a nombre de mi padre y me costaba menos hacerme una línea nueva
que cambiar de titular. Claro, que a ti no te llamé para notificártelo
—expliqué sin mostrar ningún tono que revelase resquemor.
Isabel asintió comprendiendo mis palabras.
—Aquí es todo un reto encontrarme —añadí
refiriéndome a mi nuevo hogar—, ¿quién te ha dado mi dirección?
—Mi madre tenía el teléfono de tu padrino, y
él me indicó en qué zona vivías, no me dio tu número porque me dijo que no
sabía mirarlo en el móvil, que le llamara en otro momento… No le volví a
llamar, creyendo que te encontraría fácilmente, que sería como en Calasparra
que la música se oiría a bastantes metros de la casa.
—No soy tan fanática como mi padre; además,
aquí tenemos vecinos cercanos a los que podríamos molestar; por otro lado, en
esta época del año si no tienes los cristales cerrados la humedad te cala los
huesos. Pero no te quedes ahí, pasa.
Isabel accedió mientras se desprendía del
abrigo. Se negó a tomar un café que le ofrecí, yo me hice una tila. Conoció a
mi hijo que jugaba con la videoconsola en su cuarto; mi pequeño, ignorando la importancia
que yo otorgaba a la visita, simplemente atinó a decir hola casi sin despegar
la vista de la pantalla. Ella me puso al día de todas las novedades ocurridas
en el último lustro: Antonio había tenido un grave accidente de tráfico que le
ha dejado severas secuelas, que su madre y Pedro había contraído matrimonio un
viernes y que dos excursionistas desorientados fueron ayudados por un extraño caminante
al que describían con la imagen de mi padre, convirtiendo ahora la existencia
de este en toda una leyenda por aquel lugar.
Mi hijo se acostó bien entrada la noche, en
aquel momento yo llevaba varias infusiones e Isabel unas cuantas cervezas. Me
siguió contando cosas, hasta que llegamos al grano de lo que debía haberme
explicado en las cinco horas anteriores, o tal vez, en algún momento entre los
cinco años transcurridos desde nuestro encuentro sexual. Me confesó haber
tenido algún escarceo amoroso con mujeres, entre las que se hallaba Lucía, el
marimacho que la acompañaba las últimas veces que la vi. Yo le informé de mi
relación con mi monitor de yoga, «nada serio» —recalqué inconscientemente en varias
ocasiones—. Los ojos de incredulidad de Isabel no lograron herirme.
El caso es que, tras la cena, una cosa llevó
a la otra, y ambas entramos a mi dormitorio con una botella de destilado, un
par de vasos y una renacida lascivia que nunca creí que volvería a sentir en
mis entrañas, consumando definitivamente aquello que dejamos a medias en la
ciudad de los rascacielos.
A diferencia de la noche del viaje no
bebimos en exceso, lo cual no reprimió que nos realizásemos caricias
desinhibidas hasta que el sueño nos derrotó.
Desperté
horas después, todavía de noche. La acidez estomacal, junto a la sequedad bucal,
me fastidiaba recordándome por qué el alcohol que tengo en casa es únicamente
para las visitas de Paco. Me encontraba de mal humor, algo que no sé hasta qué
punto debía atribuírselo al whisky o
a haberme dejado seducir tan fácilmente por los cantos de aquella sirena humana
que dormitaba plácidamente desnuda bajo la calidez de las sábanas.
Verifiqué que mi hijo resollaba con mueca
risueña sobre la cabecera de su cama, ajeno a lo que había sucedido en el
dormitorio contiguo y con los anuncios publicitarios de la madrugada penetrando
en su subconsciente. Exasperadamente maniático —como su abuelo—, se despertaba
si le apagaba el televisor. Ahora entiendo por qué un día se levantó pidiéndome
que le comprara una plataforma vibratoria de esas que tanto anunciaban.
Yo me
había desvelado, pero era demasiado temprano para bajar a la playa y practicar
la meditación, decidí salir al balcón arropada con una gruesa manta con la intención
de reflexionar, la estampa que se presentaba en el horizonte invitaba a ello. Avisté
las primeras luces del alba que dividían el mar y el cielo en miles de tonos
azul marino. Recordé una historia que una vez me narró mi padre y que después
supe que aludía a Susana, la perturbada de pelo blanco que me visitó en
Calasparra pocas semanas antes de que yo diera a luz. En aquel testimonio, contaba
que sintió rabia de sí mismo cuando percibió que había sucumbido a los encantos
de aquella mujer, que de joven, por lo que describía, tendría un aspecto
similar al de Isabel, una persona acostumbrada a utilizar a quienquiera que se
le pusiera como objetivo con el simple chasquido de sus dedos. Él se fue
entonces en búsqueda de mi madre, afrentando con aquel simple gesto a una mujer
que hasta ese instante se creía dueña de la situación.
No es que yo pretendiera que Isabel
enloqueciese, amén de que ella nunca se ha comportado como una petulante
ególatra tal como se decía de Susana, ni yo poseo la lozanía de mi antecesor en
sus años mozos. Pero no estaba dispuesta a seguir el camino que ella quisiera
marcarme y estar a expensas de sus antojos. «No seas marioneta de quien no te
quiera de verdad» decía mi padre, al igual que: «Una de las cosas más
importantes que tenemos es la libertad de hacer aquello que deseamos y la
voluntad para no depender de los caprichos de nadie». Frases que recorrían mis
sinapsis neuronales con la misma persistencia con que la bruma anunciaba el
alba.
La mañana amaneció con una nube de
sentimientos encontrados, el indisimulable enamoramiento que profesaba hacia
Isabel y la inevitable sensación de haber sido un títere ante sus pretensiones.
El correteo de mi hijo al levantarse la
despertó. Se acercó a darle un beso al pequeño, andaba con el cabello
enmarañado y ese donaire que solo ella atesora.
—Buenos días, Andrés —saludó frotándose los
ojos y desperezándose—, ¡qué guapo eres!
Él la miró un segundo sin pestañear para
luego continuar su embate con el vaso de leche con cereales. ¡Hasta en lo
glotón se parece a su abuelo!
No sabía cómo abordar la situación con
Isabel, me fijé en el contraste de su piel con la de mi hijo, y ahí se me
encendió una chispa. Seguramente, sería el argumento más estéril y mentecato de
todos los que podía haber usado para zanjar la relación. Pero utilicé ese.
—Isabel —articulé sin levantarme del sillón ni
despegar la vista del suelo para que mi mirada no delatara la contradicción de
mis palabras.
—Dime.
—¿Te acuerdas de lo que dijiste en el
Metropolitan, que te resultaba extraño ver a un negro asistir a una ópera?
Ella me lanzó una expresión estupefacta que
me tachaba, cuando menos, de enajenada.
—Mi hijo es negro —proseguí—. No quiero que
crezca rodeado de gente prejuiciosa como tú.
—A ver, Violeta, yo ni me acuerdo ya de eso;
pero ¿qué me estás contando? —preguntó
temerosa de haber dormido junto a una perturbada.
—Lo que quiero decirte, Isabel, es que lo
mejor será que te marches, ¿no decíamos que éramos casi hermanas?
No concedió siquiera un minuto para arreglarse
el pelo, le dio otro beso a mi hijo que devoraba ahora una magdalena. Agarró su
abrigo y se despidió de nuestras vidas dando un portazo.
Por suerte sé que aquel brote, mezcolanza de
rencor e insensatez, no volverá a repetirse, ¿cómo?, aumentando el tiempo
diario de meditación y dejando de consumir cualquier bebida que contenga
alcohol.
Días después rescaté su número de móvil y la
telefoneé hasta que conseguí mitigar su enfado, nos llamamos a partir de
entonces todas las semanas y puede decirse en la actualidad que somos algo más
que amigas.
Sin embargo, ninguno de los sucesos contados
hasta ahora, de los transcurridos en estos últimos años, ha sido el verdadero causante
de que haya reanudado la historia de mi vida. De hecho, el relato cobra sentido
por un acontecimiento ocurrido hace escasamente unos días. Pero será mejor que
comience por el principio:
Podía haber sido una jornada cualquiera de
nuestra vida solitaria, mi hijo ondeaba una cometa cerca de casa, correteaba
por nuestra diminuta playa sosteniendo los mandos con bastante pericia para un
niño que todavía no ha cumplido los cinco. Era nuestra actividad preferida de
los sábados, yo le contemplaba sosteniendo unas sandalias en la mano y
caminando descalza de un lado al otro de la orilla emulando a mi madre cuando
la avisté en el sueño que tuve cuando mi padre murió. Al llegar a casa me
encontré con el preludio de lo que iba a ser el día más impensado de toda mi
existencia.
La luz roja de mi BlackBerry parpadeaba incesante
sobre la mesa de la cocina, me avisaba de que tenía varias llamadas perdidas,
concretamente siete, y todas del mismo contacto: Paco Martínez Nova. Alarmada
por la insistencia marqué de inmediato su número y conversé con él.
—Padrino, ¿ocurre algo?
—¡Por fin hablo contigo, Violeta!, comenzaba
a preocuparme —saludó con voz agitada.
—¿Qué sucede, le ha pasado algo a Consuelo?
—No, hija. No es nada malo, pero no te lo
puedo contar por teléfono. Estoy esperando la llegada de alguien, en cuanto
venga salgo para allá. No quedes con nadie esta tarde en tu casa.
—¿Me podrías decir de qué se trata? —expresé—.
No entiendo el porqué de tanto secretismo.
—Si te lo digo ahora no te lo vas a creer y
vas a pensar que es una locura. En una hora recibirás nuestra visita, créeme,
es muy importante.
Cuando corté la comunicación pensé que lo
que me pretendía contar mi padrino es que iba a ser padre, luego reparé en que
Consuelo estaría cerca de los cincuenta años, difícil gesta esa. Las dudas que
había sembrado Paco, y su inminente visita, me causaban inquietud, cogí la
botella de whisky para echar un trago
hasta que me acordé de la promesa de mantenerme siempre sobria. La dejé en la
encimera porque seguro que mi padrino le daría uso cuando llegara. Decidí
aplacar el nerviosismo tocando el piano, mi hijo estaba merendando un bocadillo
en el balcón, embobado, como contando las olas, yo no podía probar bocado.
Así estuve todas las horas de aquella
soleada tarde, frente al teclado, en el centro del salón. Al igual que de niña,
la exacerbación del momento imposibilitaba que posara la vista en mis dedos, mi
mirada vagaba por todas los cuadros colgados de las paredes que estaban dentro
de mi campo de visión, contemplé con detenimiento el óleo con la imagen de Susana,
el que fue restaurado por Marisa; para luego detenerme en el retrato familiar
donde aparecíamos toda la familia y que tantos años estuvo escondido en la
«habitación prohibida», fotografía que cuenta con casi tres décadas de
existencia. Justo en el momento en el que mi mente deambulaba por aquellas
lejanas remembranzas de mi niñez sonó el timbre.
Creo que no pude esconder mi asombro cuando
abrí la puerta. Delante de mí se encontraban Paco y dos desconocidos, a su lado
un señor con sombrero, bigote y un puro que apagó ipso facto; era el vivo
retrato del Puccini que aparece en las enciclopedias. Detrás de los dos hombres
se encontraba una mujer de exquisita belleza, rubia y de refinado vestuario, su
expresión no debía distar mucho de la mía, no apartó de mí sus ojos pasmados.
—Buenas noches —saludé boquiabierta.
—Hola, Violeta —dijo Paco—, entiendo que
estés sorprendida por la compañía con la que vengo.
Asentí con el semblante rígido intentado no
exteriorizar más mi confusión.
—Te presento —añadió mi padrino con el vano
propósito de suavizar el ambiente—, este señor es don Lorenzo Ramírez, detective;
antiguo inspector de la Policía Nacional de Cartagena; por cierto, me he
enterado después que fue compañero de tu padre en el colegio.
—Encantada —manifesté estrechándole la
mano—, ¿entonces fue amigo de mi padre?
—No exactamente, su padre iba a clase de un
hermano menor —concretó con voz de fumador empedernido—. Pero se puede decir
que el destino ha conseguido que salde una deuda con él.
—¿Qué quiere decir? —pregunté rayando el
desconcierto absoluto.
—En unos minutos lo sabrá.
—Esta chica —intervino Paco—, se llama Marta
Urquijo de Zamora, vive en Madrid, es la primera vez que viene a la Región de
Murcia. El motivo de su estancia aquí es lo que ahora debemos explicarte. Pero
antes me gustaría tomarme un whisky con
cola, ¿quieres uno, Ramírez?
—Venga, lo necesitaré.
—¿Quieres algo, Marta? —ofrecí a la elegante
joven que me observaba de un modo que empezaba a importunarme.
—¿Tienes algún refresco light?
—No.
—¿Y cerveza sin alcohol?
—Tampoco —mascullé evidenciando las
limitaciones que poseo para atender una visita.
—Entonces quiero agua.
No podía esperar otra réplica de esa mujer
de expresión avinagrada y fino acento. Percibía en su rostro el gesto impertinente
de quien observa a un bicho raro, yo le copiaba la mueca para que adoptase otra
actitud, pero en cuanto apartaba mis ojos de los suyos volvía a repetir su
persistente mirada. Decidí romper la tensión encendiendo el equipo de música y
reproducir el sonido de cualquier disco que estuviera dentro, comenzó a
escucharse la ópera Norma. Paco y el
detective regresaban con sus vasos, en ellos no se apreciaba desasosiego, sino
más bien un semblante de mutua complacencia. Fuimos a sentarnos en los sofás
que se hallaban junto a la enorme cristalera que asoma al Mediterráneo. Mi
padrino sacó del bolsillo un documento escrito a bolígrafo antes de acomodarse
a mi lado.
—Violeta, esta carta que tengo aquí la
escribió mi prima Susana la noche antes de suicidarse. No te la voy a leer
porque no quiero alargarme. En ella dice algo que un día pretendí contaros a ti
y a tu padre. Aunque te la voy a resumir. En la nota dice que, tras muchos días
esperando el momento idóneo, la mañana del 12 de septiembre de 1981, ella,
acompañada de dos amigos, y con la intención de dar un susto a tu familia y
obtener algo de dinero, secuestraron a tu hermana Susana que tendría unos dos
años.
—Dos años y medio, largos —concreté.
—Según cuenta —continuó—, un coche que era
conducido por mi prima se detuvo delante del vehículo que conducía tu madre
obligándola a frenar. Detrás había otro coche donde estaban sus dos amigos, uno
de ellos raptó a tu hermana introduciéndola en el vehículo y huyeron. Por las
noticias supieron que el Seat que conducía tu madre, seguramente, nerviosa por
lo sucedido y en el intento de perseguirlos, colisionó con un camión de
combustible.
Marta se levantó del sofá, intuí que le
desinteresaba la historia que estaba relatando Paco basada en la carta de una
enferma mental. Comenzó a rondar junto a nosotros examinando todos los
pormenores de la decoración del salón.
—Paco, ¿qué me estás diciendo? —pregunté enojada.
—Ahora
es cuando debería hablar yo —terció Ramírez.
—¡No! —imploré— ¿Qué queréis de mí?, ¿acaso
necesitáis dinero?, ¿qué pretendéis, venderme una historia rocambolesca de la
cual ya no quiero saber nada?
—Yo no necesito ningún dinero tuyo
—intervino Marta que escudriñaba el lienzo de mi hermana Susana como si se
tratase de una marchante de arte—. Quiero la verdad.
—Ahijada, ese comentario me ofende, escucha
a Ramírez.
—Escuche, Violeta —rogó el detective con una
modulación que invitaba a la calma—, ¿usted sabía que en los cuerpos de su
hermana y de su madre solo había cenizas y unos pocos huesos que no pudieron
identificarse?
—Sí, algo así.
—Pues deje una puerta abierta a lo que le
voy a contar. En cuanto Paco me dio la carta, pude investigar a partir de los
pocos datos que disponía, la prima estaba muerta y no sabíamos los nombres de
sus supuestos colaboradores. Aun así, estuve durante meses visitando a antiguos
delincuentes de los ochenta, es la ventaja que tiene haber dedicado toda la
vida a la policía.
»Encontré a viejos maleantes, que
perfectamente podrían conocer a quienes presuntamente colaboraron en aquel
secuestro, eso sí, con la capacidad neuronal justa para aportar datos precisos.
Me contaron que aquellos individuos, por miedo a lo ocurrido con su madre,
decidieron desprenderse de la criatura secuestrada vendiéndola en el mercado
negro a un viejo matrimonio de Madrid, que creerían que la niña vendría de
alguna drogadicta o una mujer de la calle. Conociendo a aquellos delincuentes,
la suerte fue que no la mataran. Es por ello, que a falta de un análisis de ADN
que corrobore mi investigación…
—¡Cielo santo! —chilló Marta rasgando el
aire mientras señalaba con el índice el retrato familiar que estaba colgado
cerca del piano— ¡Esa niña de ahí soy yo!
El inspector pasmado por los alaridos
interrumpió su discurso. Paco observaba inmóvil mi reacción, dirigí la mirada a
la chica acercándome a ella cautelosamente, después contemplé el cuadro y
cotejé la fisonomía de esa mujer con el bello rostro de mi hermana. Habían
pasado treinta años desde que se realizó la fotografía, pero, quienquiera que
fuera, compartía con la imagen bastantes rasgos faciales. Aprecié después que
su mentón se meneaba de modo similar al de mi padre cuando se conmovía.
—Dispongo de un sinfín de fotos de cuando
tenía más o menos esa edad —me dijo hipando—, mis padres las recopilaron en
varios álbumes que resumían toda mi niñez. Ellos jamás me dijeron que era
adoptada. Nunca entendí por qué no tenía imágenes de cuando era bebé como el
resto de mis amigos, ahora ya lo sé. Puedo jurarte por mis dos hijos que esta
criatura que está junto a ti soy yo.
La mancha de vino que siempre ha
singularizado mi cara no dejaba atisbo a la duda sobre quién era el bebé que
sostenía mi hermana.
Resucitada
de repente, aquella desconocida, se encontraba enfrente a mí después de toda
una existencia viviendo separadas. Esa mujer, que siempre creyó que era hija
única de un matrimonio mayor, se hallaba arrodillada perjurando ser la niña de
la imagen, la cual dejó de llamarse Susana el día que la secuestraron. Temblando,
me agaché para abrazarla y preguntarle entre sollozos: «¡¿Hermana!?».
Ella asintió con una mueca de incertidumbre
que bien podría asemejarse a la mía, nuestras mejillas estuvieron tanto tiempo
pegadas que las lágrimas que se precipitaron al suelo de cada una de las
barbillas eran una mezcla de las de ambas. Así permanecimos, sin movernos
durante varios minutos, instante que fue coronado por el aria Casta Diva de Bellini.
Debía
digerir incontinenti demasiada información, esa mujer con la que me estrujaba había
franqueado la puerta de mi domicilio como una figura anónima para acabar siendo
mi hermana Susana, a la que habían dado por muerta en un accidente de tráfico,
aquel suceso que cambiaría para siempre la vida de nuestra familia, y que en su
caso concreto transformó de lleno su existencia, modificando incluso su nombre
y fecha de nacimiento.
Paco se tapaba las cuencas oculares con las
palmas de las manos ocultando el llanto a los presentes, pero la convulsión de
todo su cuerpo delataba su conmoción. Le dije que era un motivo de alegría más
que de tristeza, él me respondió: «no lloro por ti, sino por tu padre, este
encuentro debía de haber ocurrido antes. Si le hubiera hecho caso a mi prima…».
Lorenzo Ramírez, antiguo inspector de policía,
un hombre acostumbrado a tratar con criminales se sonaba con un pañuelo.
—Tienen que hacerse una prueba de ADN el
lunes—dijo cuando recobró la compostura—, así disiparemos cualquier duda.
—De acuerdo —articulamos unísonas en una inopinada
compenetración fraternal.
Mi hijo salió de su habitación renegando por
la videoconsola que si no recuerdo mal se había bloqueado; al verme llorar se
sorprendió, más aún cuando vio a Paco: «¡Padrino!» exclamó. Andrés, al igual
que yo, le llamaba de ese modo. Se abrazó a él esperando que, como siempre, le
hubiera traído un regalo. Aquel día, el obsequio fue para mí, el más extraordinario
que jamás me hayan hecho.
—Mira, hijo, esta mujer que está aquí
conmigo es mi hermana. Es la tita…
—titubeé en el nombre—, la tita Marta.
—¿Cómo se llama tu hijo, Violeta? —preguntó
ella.
—Se llama Andrés. Como nuestro padre.
—Mis hijos se llaman Susana y Ángel; el
pequeño, que tiene más o menos la misma edad que tu hijo, heredó el nombre de
su abuelo, quien yo pensaba que era mi padre biológico. La mayor tiene nueve
años, su nombre fue un capricho mío, siempre me gustó. A lo mejor lo he tenido
presente en el subconsciente.
Paco regresó del dormitorio de mi hijo
después de resolverle el conflicto con la consola de videojuegos, Lorenzo
Ramírez agarró su sombrero, y hurgó en el interior de los bolsillos de su
pantalón hasta que extrajo un cilindro en cuyo interior se preservaba un puro.
—Bueno, ya es hora de irnos —anunció el
detective—. Marta, despídase de Violeta y recuerde que deben hacerse las
pruebas.
—¿Dónde vas a estar hasta el lunes?
—pregunté a mi hermana.
—Iré a Cartagena, me hospedaré en un hotel,
he dejado a mis hijos con mi ex marido en Madrid.
—Podrías quedarte aquí.
Ella afirmó sonriente.
—Padrino, no sé cómo agradecerte todo esto.
—Violeta, yo lo único que he hecho ha sido
poner dinero, el mérito es de este señor, el detective Ramírez.
—Paco —informó el investigador—, de lo que
tienes pendiente conmigo: olvídate.
—¿A qué se debe eso, Ramírez?
—Tenía una deuda personal con don Andrés
Rosique, ya estoy en paz con él.
Sin saber muy bien qué significaron aquellas
palabras me despedí de ambos, mi hermana les acompañó para retirar su equipaje
del maletero e introducirlo luego en mi casa.
—¿Quieres que vayamos a cenar a algún sitio
de La Manga? —pregunté cuando terminó de instalarse en uno de los dormitorios.
—Por supuesto. Tenemos que contarnos muchas
cosas, y este lugar es maravilloso, llévame a un restaurante donde pueda
degustar un buen vino.
Aunque sigo sin conocer todavía dónde están
los mejores establecimientos gastronómicos del Mar Menor acerté con una de mis
improvisaciones. Mi hijo con su inherente naturalidad comenzó a llamarle tita
esa misma noche, yo aún sigo sin creerme lo que sucedió aquel día de mediados
de junio.
El silencio reinó buena parte de aquellos
primeros instantes juntas, en contraste con las cuantiosas preguntas que nos
asaltaban mutuamente, pero parecía que no teníamos prisa, poseíamos el resto de
nuestras vidas para conocer el pasado de la otra. ¿Acaso importaba ese mutismo
después de treinta años separadas?
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