MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 26



25

   Isabel estuvo en casa ultimando los preparativos del viaje un día antes de nuestro periplo aeroportuario. Ya habíamos conversado telefónicamente numerosas veces en las anteriores jornadas convirtiéndose la organización en toda una obsesión para ambas.
   —Ahora en diciembre —explicaba Isabel— tenemos que llevar mucha ropa de abrigo. En Nueva York hace un frío que pela.
   —Yo he pensado —dije— en comprar allí parte del vestuario que vaya a usar, así podré llevarme la maleta con menos peso, al menos en la ida.
   —No te preocupes, que yo también tengo pensado gastarme todo el dinero que me dé mi madre.
   En realidad, nuestros padres nos habían entregado tres mil euros para que los cambiásemos en dólares antes de partir. Era un presupuesto conjunto «No tenéis necesidad de malgastarlos íntegramente» decía el cabeza de familia. Él, reticente a que dos mujeres portásemos tanta cantidad de dinero en efectivo nos exigió mucha responsabilidad y cuidado.
  —Para mí no hace falta que compréis ningún souvenir.
  —Tranquilo, papá, no nos gastaremos toda la pasta, pero de que no te compre nada: olvídate. Recuerda que yo participé en el concurso para que tú presenciaras Aida en el Metropolitan Opera de Nueva York. ¡Qué menos que me gaste un duro en ti!
   —Di que sí, Violeta —intervino Marisa—, y a mí me compráis algo bonito, algo que no ocupe mucho espacio, pero no la típica camiseta del corazón, la ene y la i griega, que yo no soy de ese tipo de prendas.
   —Pues mira —terció mi padre—, a mí traedme una de esas, que cuando me recupere voy a volver a hacer senderismo. Dentro de una semana, cuando hayáis regresado, tendré fuerzas. Ya lo veréis.
   —¿Me lo dices en serio, papá?
   —Sí, hija, estar tan débil me ha hecho querer tirar para adelante. Tu madre y tu hermana tendrán que esperar unos cuantos años para que me reúna con ellas, ¿no crees?
   Enmudecí sabiendo que si mantenía el rumbo de aquella conversación podía desagradar a Marisa. Un silencio embarazoso se apoderó del salón hasta que Isabel, con su congénita habilidad para resolver situaciones de ese tipo, desvió la atención hacia otro asunto.
   —Violeta, ¿a qué museos quieres que vayamos?, tengo varios apuntados, casi todos muy cerca de nuestro alojamiento.
   Ella trataba de controlar hasta los detalles, llevaba consigo un bolígrafo enganchado a un cuaderno donde escribía sus anotaciones. A su vez, había adquirido en una agencia de viajes una guía turística de la ciudad.
   —En realidad —continuó señalando un punto de un plano desplegable—, casi todo lo importante está en Manhattan. El hotel está en el centro.
   —Ya sé que nuestro hotel está en la isla de Manhattan, por eso podremos ir andando a todos los lugares que quieras sin mayor problema. Lo idóneo será improvisar sobre la marcha.
   Con aquella declaración puse de manifiesto mi absoluto desconocimiento del tamaño de aquella isla, un distrito más, de los cinco que componían la ciudad de Nueva York. Calasparra apenas ocuparía una pequeña parte de Central Park, un enorme parque que se quedaba insignificante en Manhattan, que ni siquiera ocupaba el área de otros distritos de la misma urbe como Queens.

   Partimos en dirección al aeropuerto de Alicante la tarde del domingo 5 de diciembre, hace un par de semanas. Haríamos noche en Madrid y al día siguiente, muy temprano, volaríamos rumbo a América. Mi padre se despidió de nosotras en casa, sobre todo de mí con un largo abrazo, se encontraba indispuesto para conducir y detestaba ir de copiloto.
   —La semana que viene —informó sonriendo débilmente—, iré con Marisa a recogeros, disfruta del viaje, hija, y recuerda una cosa: eres encantadora, solo hay que ver cómo tocas el piano y lo que sabes de música, gracias a estos dones tienes este viaje. Isabel, pasadlo bien y cuida de Violeta que para eso tú eres la mayor.
   —No te preocupes, Andrés, que tu hija y yo sabemos cuidarnos de nosotras mismas.
   —¡Venga, chicas! —gritó Marisa apretando el claxon—. Entrad al coche, que no llegaréis a tiempo al avión.
   Intuí que la mirada impertérrita de mi progenitor escondía una evidente preocupación por mi desplazamiento y quién sabe si una pizca de celos, no por los escollos que le habían impedido viajar a la ciudad más famosa del planeta, sino por no poder presenciar Aida en un teatro mítico.

   Llegamos a Nueva York a las tres de la tarde hora local, agotadas por el ajetreo aeroportuario y del largo vuelo nos dejamos conducir por las personas de la organización que estaban esperándonos y que nos guiaron hasta el hotel. La decoración navideña de las calles y comercios podía distinguirse hasta en el más apartado de los lugares. La incontenible euforia que nos causaba la ciudad lidió con el cansancio, el cambio horario y las gélidas temperaturas que estábamos soportando. Finalmente, la comodidad de la habitación nos cautivó para acabar envueltas en los brazos de Morfeo.
   Estábamos alojadas en el Sheraton New York, en la Seventh Avenue, muy próximo a Times Square, la habitación era discreta con dos camas apenas separadas, las vistas eran magníficas y la penumbra solo podía lograrse corriendo la cortina. Me desperté a las seis de la mañana, Isabel ya se había levantado con antelación suficiente para ya tener colgada su ropa en los armarios y distribuidos sus avíos de belleza por todo el cuarto de baño. Yo ni siquiera había deshecho la maleta.
   Aquel día íbamos a destinarlo a visitar las inmediaciones del hotel y conocer la ciudad a unas cuantas manzanas a la redonda, que ya era bastante. Y por supuesto: ir de compras por la Quinta Avenida, momento anhelado por Isabel desde su más remota infancia.
   Yo, que ya sentía remordimientos en cuanto adquirí unas pocas prendas (un par de vaqueros, una camisa y un abrigo), no pude más que maravillarme por la nimia contención de mi acompañante a la hora de hacer uso del dinero. En una sola tienda invertimos media mañana porque Isabel decidió probarse una innumerable colección de vestidos para la representación operística del día siguiente. Compró dos trajes muy caros, y por ventura para aquella mujer presumida, lejos de las miradas censuradoras de mi padre y de su madre.
   Las calles estaban atestadas de personas que caminaban entre el gentío y las luces, no había escaparate en toda la metrópoli que no insinuara la cercanía de la Navidad. Aunque lo más fascinante lo encontraba en pequeños detalles, mi presencia no despertaba la curiosidad entre la muchedumbre. Cualquier transeúnte, por extravagante que fuera, pasaba desapercibido. Nadie se giraba con descaro para admirar la belleza de Isabel, que seguramente también reparó en que pasaba inadvertida, y no sentí las miradas de desprecio que siempre me han acompañado como si yo fuese culpable de que la genética se hubiera despistado con el puzle de mi rostro.
   La oportunidad de mejorar mi escaso nivel de inglés se fue al traste, era siempre Isabel quien se dirigía a los taxistas o camareros cuando no eran ellos los que se comunicaban con nosotras en español. Desde el primer día adquirimos como propias ciertas costumbres neoyorquinas y ya nos trasladábamos de un lugar a otro con un perrito caliente o una porción de pizza en nuestras manos. Como un rebaño nos apelotonábamos junto a la multitud en los semáforos, y abríamos el paso entre los peatones a la hora de cruzar con una pericia extraordinaria si se tiene en cuenta que ambas nos hemos criado en una localidad muy pequeña.
   A la mañana siguiente, la del día que se representaba Aida, la reservamos a la visita de dos exposiciones museísticas: una en el MoMA y otra en el Museo de Historia Natural. Ambas muy cerca de lo que para mí fue el más gratificante descubrimiento de la ciudad: Central Park.

   Llegó la noche que prometía ser mágica. Isabel se vistió con un elegantísimo traje negro que ensalzaba —aún más, si cabe— su beldad. Yo me atavié con el mismo vestido que me puse en la boda de mi tía Laura años atrás, que había planchado impecablemente antes de introducirlo en la maleta y que el dilatado trayecto desde mi casa hasta la habitación del hotel lo había arrugado. Qué extraña me sentía con tacones y con qué estilo y naturalidad los lucía mi acompañante.
   El taxista nos dejó justo en la puerta del teatro, sin despegar mis nalgas del asiento del vehículo y desde el cristal escudriñé con mirada intensa, y seguramente boquiabierta, todo el recinto frente a las cristaleras de la fachada del Metropolitan, sobre todo la fuente que en tantísimas ocasiones contemplábamos mi padre y yo al inicio de cada ópera en DVD cuando esta había sido grabada en aquel escenario. Un colosal círculo de personas, todas vestidas de negro y con largos abrigos aguardaban expectantes en los aledaños del frontispicio. De lo poco que podía extraer de sus conversaciones en inglés eran los nombres de Pavarotti, Mirella Freni, Plácido Domingo... Nombres propios de tenores y sopranos, no escuché el de ningún compositor. Como suele pasar, los profanos del género suelen estar más interesados en los intérpretes que en los creadores. Y allí estaba yo, que con dos representaciones en directo en toda mi existencia, podía ilustrar a cualquiera de los allí presentes sobre la vida y obra de Giuseppe Verdi.
   Ambas nos encontrábamos apartados de todo corrillo, sensación que me evocó a cuando mi padre y yo estuvimos en el Teatro de la Zarzuela. Isabel, tal vez incómoda por nuestro mutismo y aislamiento quiso matar el silencio con un comentario muy desafortunado:
   —Mira esa pareja, cualquier día te ibas a encontrar en Murcia a dos negros para ver una ópera.
   La fulminé con la mirada, pero un inefable sentimiento hacia esa mujer que iba in crescendo contribuyó a que me relajase adoptando una expresión neutra. Ni siquiera contesté. Afortunadamente para ella, no se hallaba mi progenitor con nosotras para darle una pequeña charla sobre los prejuicios y respecto a la ignorancia de las personas que opinan basándose simplemente en la apariencia física.
   —¿Cuáles son tus óperas preferidas? —me preguntó esquivando la tensión que produjo su frívolo comentario a la vez que el vaho salía impulsado por su boca y sus brazos se cruzaban.
   —¿Mis preferidas?, pues además de esta que vamos a ver —refiriéndome a Aida—: La Bohème, La Traviata, Tosca, Madama Butterfly, Carmen, Rigoletto
    En ese instante detuve la retahíla de las que considero que son mis obras predilectas, aprecié que Isabel me afirmaba con la cabeza sin mostrar demasiado interés. Se fijaba más en las vestimentas de las señoras y en las miradas de los hombres que, con más o menos disimulo, trataban de cruzar sus ojos con ella.
   Justo en aquel instante caí en la cuenta de que todas las óperas que había mencionado contaban con un denominador común: las protagonistas de aquellas obras acababan muriendo. Algunas veces por una enfermedad originada por el desamor como en La Bohème y La Traviata; en otras acababan suicidándose, como en Tosca y Madama Butterfly; y en el resto, asesinadas por enamorarse de la persona equivocada como en Carmen, Rigoletto y Aida, la obra que por fin iba a disfrutar en directo.
   —¿Entramos? —preguntó mi bella partenaire cuando observó acceder al interior a un grupo de personas que atestaban la puerta principal.
   —Sí, que estoy muerta de frío —dije dándole la última calada al cigarro.
   Entregué las localidades a Isabel por si acaso debíamos comunicarnos con algún anglófono. Yo la seguía, admirando su delicado caminar y nerviosa por la inminente representación. Sopesé compartir la reflexión sobre la coincidencia que incumbía a los trágicos finales de mis óperas preferidas, aunque pensé que Isabel atribuiría poca importancia a aquella casualidad, y tal vez viese en mí a una persona siniestra a la que le atraía la muerte.
   Una vez acomodadas en nuestras respectivas butacas —con una magnífica vista del escenario—, retorné mi pensamiento a aquellos personajes femíneos que tanto me fascinaban. Mujeres cuyas vidas hubiera sustituido por la mía, pese a sus funestos desenlaces.
   Nunca he conocido el verdadero amor, Antonio ha sido mi única pareja hasta el momento, un chico con el que tenía más apego por conveniencia que por haber estado enamorada de él, todo acabó cuando una lamentable noche me desvirgó, forzándome, con un encuentro sexual tan escueto como patético. Daniel, mi profesor de piano, había sido un amor platónico que se inició en mi infancia y que se mantuvo hasta bien entrada la adolescencia, él me miraba, con ojos de orgullo, como una talentosa alumna a la que instruyó para que tocase con sensibilidad y destreza. En cualquier caso, una niña fea a la que jamás vio como una hembra. Había una tercera persona en mi vida, un alma que me producía unas emociones confusas que habían evolucionado de la simple admiración por una belleza extraordinaria a un sentimiento que se acercaba a lo pasional, aquel ser que me embelesaba sobremanera era la mujer que tenía a mi lado, en la butaca de la izquierda.
   Cuando terminó la función, Isabel y yo quedamos prendadas por la sublime obra de Verdi. Posiblemente, aquella noche ella cambió para siempre su concepto sobre la música. En mi caso, por muchas óperas que yo hubiera visto en vídeo, una representación en directo era algo sin parangón.
   —Ya había oído algunas partes de esta ópera —me dijo al final de los aplausos.
   —Te di los compactos para que los escucharas en tu coche antes de hacer el viaje, ¿es que no llegaste a oírlos?
   Mi acompañante se encogió de hombros añadiendo al gesto una sonrisa con la cual conseguía sin mayor esfuerzo mi indulgencia. Seguramente, ni se molestó en abrir la carátula.
   —¿Cuál es la parte que más te ha gustado? —pregunté intuyendo la respuesta.
   —La de las trompetas, esa que hace: «pam, pam; papapapam…».
   Intentó realizar la melodía con más o menos acierto, la interrumpí antes de que su euforia la ridiculizara ante aquel público que se abrigaba entretanto abandonaba el teatro.
   —Ese fragmento, Isabel, es conocido como la Marcha Triunfal.
   —Ah, muy bien —sentenció sin preámbulos—. Oye, Violeta, tenemos que celebrarlo, yo no me quiero ir de Nueva York sin tomar un manhattan.
   —¿Eso qué es, un cóctel?
   —Sí, vamos. Preguntaré al taxista por un sitio que tenga fama de preparar buenos cócteles.
   Mientras nos aproximábamos a la ubicación donde un taxi recogía a otros espectadores en Lincoln Center persuadí a Isabel para que postergáramos la copa para otra noche. Aturdida todavía por el cambio horario y otros síntomas que podría calificar como «Síndrome de Sthendal» (vértigo y palpitaciones por presenciar tanta belleza) pusimos rumbo al hotel. Mi acompañante no opuso demasiada resistencia puesto que estaba tan extenuada como yo.
   Ya en la habitación cogí una chocolatina del minibar con el propósito de aliviar el mareo, casi ni tuve tiempo para quitarme la ropa y dormirme con las notas del último acto de aquella ópera de Verdi resonando todavía en mi cabeza.

   Los planes matutinos establecidos para el día siguiente comprendían la visita a Wall Street y una excursión por la «Zona Cero», muy recomendada por la guía de Nueva York de la que Isabel no se despegaba. Sin embargo, tras meditarlo al despertarme, quise poner tierra de por medio entre Isabel y yo, mi inquietud por las sensaciones que estaban germinando en mi interior nada se asemejaban al sentimiento de cariño fraternal que debía experimentar por la hija de Marisa. Esperé al bufet del desayuno, todavía en el hotel, para anunciárselo:
   —Esta mañana quiero estar en Central Park, pasear a solas, ya me contarás qué tal es Wall Street y esa tienda que te han dicho tus amistades que es de visita obligada.
   —¿Century Twenty One? —precisó Isabel con un perfecto acento.
   —Sí. Me apetece pasear pero por aquí cerca, no me pide el cuerpo coger el metro o el taxi, de lo poco que he visto de esta ciudad ya sé en qué zona me quiero perder. Cuando termines todo el itinerario que tienes previsto por el bajo Man­hattan me llamas.
   —¿De verdad que no te quieres venir de compras?, me han dicho que ese centro comercial es mejor incluso que Macy’s.
   Sin conocer nada de los establecimientos que ella elogiaba le respondí             —precedido de una larga pausa puesto que estaba terminando de masticar el cruasán para después darle un último sorbo al interminable café—:
   —Las compras de ropa son gratificantes para quien puede lucirlas y ese no es mi caso.
   Ella silenció mientras finiquitaba su naranjada, me miró pasmada, como escrutando un enfado en mis ojos. Procuré relajarla de cualquier duda sobre mi extraño comportamiento con un beso en la mejilla.
   —Luego nos llamamos —dije encaminándome a la salida.
   —Hasta luego, bonita —concluyó.
   Aquella frase, muy propia de Isabel, era una simple manera de despedirse, pero me estremeció produciendo una especie de vacío en la boca del estómago y agitando mis palpitaciones. «Ojalá, lo de bonita —pensé—, lo dijera con sinceridad».
   Llegué a Central Park con el claro propósito de reflexionar en paz, extasiarme con el paisaje que me ofrecía aquel lugar y efectuar una tranquila llamada a mi padre. Ese jueves le hacían unas pruebas médicas. Eran las once y media de la mañana, confiada en que mi progenitor ya hubiese dormido la siesta —según huso horario español—, lo llamé para informarme de su estado.
   —Hola, ¿no te habré despertado, verdad?
   —No, hija. Comimos hace un rato, hemos llegado muy tarde de La Arrixaca. Me han tenido hasta las tres de la tarde.
   —¿Cómo estás? —abordé sin tapujos.
   —Como un roble. Bueno, casi, aunque Marisa no deja que me tome ni una cerveza.
   —Hazle caso, papá, que tú eres muy responsable para algunas cosas, pero muy insensato para otras.
   Se produjo entonces un silencio de unos segundos.
   —Por cierto —reanudé el diálogo—, ¿irás el sábado al Romea?
   —No. Al final irán Marisa y Pedro; yo no estoy para muchas representaciones.
   —Vaya, pues menudo regalo te ha hecho Pedro que no vas a poder disfrutarlo.
   —No te preocupes, era una manera de compensarle, te recuerdo que él creía que se iba contigo para Nueva York hasta que te decantaste por Isabel. Estoy ahora muy cansado, ya iré a una ópera contigo, con Marisa o con quién quiera apuntarse para ir a Murcia, y si hace falta, nos vamos a Madrid.
   Enmudecí sin saber qué expresar.
   —Oye —prosiguió—, ¿y qué tal la ópera?
   —Espectacular, aunque me gustó más la que vi contigo —refiriéndome a La Flauta Mágica que presencié en Madrid la noche que dejé de ser niña.  
   —Bueno, ya me contarás. Voy a ver si Marisa ha terminado de fumar, últimamente se pasa las horas en el jardín, llamando por teléfono y con el cigarrillo entre sus dedos, ¿está hablando ahora con Isabel?
   —No sé.
   —¿Es que no estás con ella? —inquirió adoptando un tono de preocupación.
   —Sí, está comprando unas hamburguesas —improvisé—, a ver si cojo algún kilillo, que no me vendrá mal.
   —Estás muy bien así, hija.
   —Así que ¿el sábado estarás solo?
   —Sí, y no pasará nada. Ya te digo que no necesito ayuda, es más, Marisa y Pedro se van a Murcia mañana viernes, porque un primo de Pedro, ese que es poeta y se llama Carlos Gargallo y del que tantas veces habla, tiene un recital por la noche. Entonces irán a ver el recital el viernes y se quedan para la ópera del sábado.
   —¿Dónde coño pasarán la noche? —pregunté.
   —Creo que irán a un hotel donde trabaja un amigo de Pedro, se quedarán dos noches. Yo les he dicho que no pasa nada, que podré sobrevivir sin ayuda.
   Quedé perpleja ante lo que había escuchado por teléfono, no quise seguir indagando para evitar translucir en mis preguntas algún juicio de valor que pudiera malquistar la relación de mi padre con su pareja o con su mejor amigo. Aunque admito que me resultó de una extrañeza abrumadora que la noche de ópera en el Romea, con unas entradas que a mi progenitor le regaló Pedro, se había transformado en un viaje a Murcia con dos noches de hotel entre este y Marisa, una mujer que consideraba como una madre.
   Decidí matar el tiempo y el desasosiego yendo a una hamburguesería limítrofe a aquel inmenso parque. El sol calentaba a duras penas la hierba húmeda. Tras devorar la hamburguesa y liquidar el refresco me tumbé usando mi bolso de cabecera y me abrigué cruzándome de brazos que coloqué con fuerza sobre mi pecho. Procuré desechar los pensamientos malignos respecto a la disparatada expedición intelectual que iban a brindarse aquellas personas tan próximas a mí como desentendidas al padecimiento de mi padre.
   Me despertó el timbre del móvil, era Isabel, ya había obscurecido aunque el frío no había logrado despertarme. Casualmente soñaba con ella, me reclamaba con ojos embaucadores desde su cama, su desnudez podía apreciarse con sutilidad desde los pliegues de sus cálidas sábanas.
   Me incorporé para atender la llamada, todavía desorientada y engarrotada por las bajas temperaturas. En mi mejilla derecha impactó un balonazo propinado por un niño que jugaba en los alrededores, aquello provocó que se me cayesen el móvil y las gafas, además de dejarme media cara ardiendo.

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén