MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 32
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La salud de mi padre mermó notablemente tras
la visita de su buen amigo Paco. A partir de entonces convirtió la planta
superior de nuestra vivienda en una especie de fortaleza donde descansaba, se
aseaba y escuchaba música. Únicamente bajaba las escaleras para comer algo.
Atribuí a la ansiedad que me producía la
enfermedad de mi progenitor cuando somaticé el estrés con dolores en el vientre
y en los pechos, incluso no me extrañó que la menstruación se demorase al estar
padeciendo en mis carnes el declive físico de la única persona que ha estado
junto a mí desde siempre. Por las mañanas, la congoja y la tortura psicológica
a la que estaba siendo sometida me producía náuseas, de tal manera, que casi
siempre acababa por provocarme el vómito.
Toda aquella sintomatología no me
atormentaba en comparación a la posibilidad de haber quedado encinta, porque
aunque fuera remota la probabilidad, existía un exiguo riesgo de concepción por
aquel par de minutos donde el puertorriqueño de dientes separados descargó toda
su furia entre mis piernas la estúpida noche en que pretendí demostrar a Isabel
una falsa heterosexualidad y un ilusorio desapego hacia ella.
Debía enfrentarme a la realidad, por lo que
decidí hacerme una prueba de embarazo, de esas que miden las hormonas en la
orina, antes de ir al médico y pasar por el mal trago de contar una historia
inverosímil a una persona que me conoce desde niña. Aproveché que me tocaba
trabajar en el comercio de Marisa para acudir esa misma mañana a la farmacia del
pueblo que menos había visitado en esos últimos años. Adquirí un test de embarazo
de los que prometían una fiabilidad del noventa y nueve por ciento de acierto
en caso de ser resultado «Positivo».
Cerré con llave desde dentro de la tienda
aprovechando la tranquilidad y discreción que me ofrecía el establecimiento de
la pareja de mi padre. Esperé unos minutos con la puerta cerrada al público y
allí constaté el resultado del test que no vaticinaba ni el más fatídico de mis
augurios.
Mareada por los acontecimientos, que como las
olas de un tsunami me batían
inclementes, me acerqué al mismo inodoro donde había estado sentada impacientemente
minutos antes y vomité todo el desayuno y buena parte de mis jugos gástricos.
Bajé la tapa aturdida y empapada de gélido sudor, apoyé en ella mi cabeza. Sin
haberme desmayado nunca, intuía que estaba a punto de perder el conocimiento.
El sonido cadente de unas llaves impactando
en el cristal del escaparate me extrajo del desfallecimiento. Abandoné el
cuarto de baño efectuando un gran esfuerzo para recuperar la estabilidad,
llamaba la chica de la tienda de regalos que sostenía junto a la puerta el
cuadro que, días antes, dijo que llevaría para enmarcar. Abrí sin preocuparme
demasiado por mi aspecto.
—Encarni, no está Marisa, deja el cuadro y
yo le digo ahora que has venido. De verdad que no te puedo atender, no me
encuentro bien.
—No, si ya se te ve, ¡menuda pinta!, tienes
la cara blanca, ¿has vomitado?
Miré mi camisa y advertí que desde el cuello
hasta los faldones se encontraban restos a medio digerir de una tostada con
tomate de color café con leche.
—¿Necesitas ayuda? —se ofreció dejando la
pintura sobre el mostrador y ayudándome con uno de sus brazos a que me
mantuviera erguida.
—Si me llevas a casa me harías el favor de
mi vida —imploré entregándole las llaves de mi Ford Focus.
—Has tenido suerte, yo conduzco uno igual,
¿vives en la subida del santuario, verdad? —dijo mientras bajaba las persianas
de la tienda.
—Sí, te indico el camino.
—¿Te ha sentado algo mal? —preguntó mientras
arrancaba el coche.
—Sí. Esto —respondí mostrándole el
dispositivo que indicaba mi preñez sin casi margen de error.
—¿Estás embarazada? ¡Enhorabuena!
—No ha sido buscado, Encarni, es el alto
precio que he de pagar por la enorme cantidad de tonterías que he cometido en
el puto viaje a Nueva York. Ojalá nunca hubiese ganado ese maldito concurso, cuando
regreso mi padre se está muriendo, me enamoro de alguien que nunca me corresponderá
y, para colmo, vengo gestando una criatura de un tipo que vive a miles de
kilómetros de distancia que ni se acordará de mí, y de cuyo aspecto tampoco es
que yo conozca mucho más salvo que es tan alto como negro, regentaba un local
llamado Copacabana y, eso sí, es un artista con el piano. Gira ahora por aquí
—indiqué con una energía recuperada señalando una calle que atajaba el trayecto.
Encarni condujo mi automóvil con los ojos puestos
en la carretera, seguro que se preguntó por Antonio, nuestro amigo común, y por
las razones por las cuales yo había cometido tales disparates, pero no abrió la
boca. No la conocía mucho, tan solo de algunas noches coincidiendo por la peña,
en las fiestas de los encierros y algún que otro encuentro casual por las
calles de Calasparra, pero sabía que de los labios discretos de aquella chica
de cabello corto medio rojizo y de mirada serena no saldría nada.
—Ahora le pido a Marisa que te acerque al pueblo.
Tuerce a la derecha —señalé metros antes de alcanzar el carril que confluía
desde mi casa—. Por favor, no le digas a nadie que estoy embarazada.
Introdujo mi vehículo en el interior de la
parcela, le agradecí con una sonrisa cansada tal atención. Marisa salió de casa
desconcertada, y luego, desde su coche llevó a Encarni a Calasparra.
Al poco regresó a nuestro domicilio, yo ya
le había contado de mi indisposición para trabajar, ella prefirió dejar su
comercio cerrado por un día, inquietada por el deplorable aspecto con que había
llegado subió hasta mi dormitorio para interesarse por mi salud.
—Hoy tendré que cuidar de los dos —expresó
al verme echada sobre la cama sin desvestirme—, ¿tienes fiebre?
—No, simplemente he tenido un pequeño mareo
y no me veía capacitada para conducir.
—Muy bien. Sigue tumbada y descansa un poco.
—Marisa.
—Dime.
—Necesito un abrazo tuyo.
Ella me lo dio con cierta distancia.
—Deberías cambiarte la camisa, está manchada.
—¿Sigue mi padre durmiendo? —pregunté
mientras me ponía un pijama.
—Sí, pobrecico, la medicación que está
tomando lo deja somnoliento. Pero es que si no se la toma se queja de que le
duele un sitio u otro. Prefiero verle dormir.
—Marisa, estoy embarazada —anuncié sin preámbulos.
Durante unos segundos el estupor de su
mirada se convirtió en inexpresiva, creyó que bromeaba.
—¿Qué has dicho? —inquirió tras sondear mi
semblante.
—Me he hecho un test de embarazo. Ha dado
positivo.
—¿Pero de quién, a ti no te gustaban…?
—¿Que si me gustaban qué?
—Nada, hija. ¿Quién es el padre?
Haciendo alarde de fantasía e improvisación
le narré una idílica velada con un tal Andrew que poco se asemejaba a lo
acontecido aquella noche. Por supuesto, omití que la verdadera causa por la que
hice aquello fue para aleccionar a su hija.
—Violeta, entre todos vamos a matar a Andrés
a disgustos, él no se va a morir de cáncer, él nos va a dejar por todo lo que
está sucediendo en este tiempo, pero ¿en qué estabas pensando?
Estuve a muy poco de confesarle, mirándole a
los ojos, que lo sucedido tuvo su origen en un despecho hacia Isabel.
—¿Recuerdas cuando esta Navidad no quería
probar el vino, que dije que nunca más iba a probar el alcohol? —pregunté a
Marisa.
—Sí, claro que me acuerdo.
—No lo dije sin motivo —reconocí añadiendo sinceridad
a lo que ya le había contado—. La noche que supuestamente fuimos a presenciar
el musical Chicago yo no estuve, fue
tu hija sola. No me preguntes cómo pero acabé tocando el piano medio borracha
en un local muy famoso de música caribeña. Todavía no sé por qué acabé en la
cama con él, supongo que porque no paró de adularme, algo de lo que nunca
estaré acostumbrada, al igual que al alcohol. Aquello fue un cóctel explosivo,
porque aquel hombre me trató como a una princesa.
—¡Qué insensatez!, ¿acaso no sabes que hay
que tomar precauciones?
—Marisa, ¿tú piensas que una persona con
esta facha tiene que llevar un preservativo en el bolso por si se le ocurre
follar con alguien? —grité.
—Calla, que te va a escuchar —susurró
refiriéndose a mi progenitor que se encontraba en el dormitorio adyacente—.
¿Qué tienes pensado hacer?
—Tengo principios, no puedo interrumpir la
gestación de una criatura que crece dentro de mí.
—No me parece la mejor idea, ¿y tu padre?
—Por ahora no se lo voy a decir. Si él está
vivo para advertir el crecimiento de mi barriga, y eso espero, se lo anunciaré.
Pocos días después de aquello nos visitó una
ambulancia, a mi padre le costaba respirar, parecía que se asfixiaba. Pasé
junto a él toda la noche en el hospital y al día siguiente exigió que se le
diera el alta voluntaria regresando a casa con una aparatosa máquina de oxígeno.
Marisa contrató los servicios de una antigua
enfermera de ese mismo Hospital del Noroeste para que, a partir de entonces, atendiese
a su pareja en las tareas menos dignas, entrambas sabíamos que era cuestión de
tiempo que este necesitase asistencia continua en quehaceres que él se negaba
en rotundo a que nosotras realizásemos.
Pedro nos hizo una visita en aquellos días
para informarnos a Marisa y a mí (a mi padre no le mencionamos nada) de que habían
detenido a Juan el Chapicas, Manuel
el Nazi y al Negro por asuntos turbios que iban desde la venta de drogas, a la
tenencia ilícita de armas y robos con intimidación. Delitos que —según él— los mantendrían
mucho tiempo en la sombra.
Una intuición me decía que Pedro había dado
uso a sus contactos en el ayuntamiento y la policía para, de alguna manera,
saldar una deuda pendiente con mi padre.
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