MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 23
22
Durante semanas evité presentarme en la
tienda de Antonio, él sin embargo no desistió en llamarme a todas horas,
incluso con números de teléfono que no eran el suyo, en cuanto escuchaba su voz
yo cortaba la comunicación. Solicitó mi indulgencia de todas las formas
posibles, ofreciéndome sólo amistad que era lo único que podía proporcionarme
desde el principio. Pero en verdad, durante la madrugada del día de Navidad
ocurrieron varios acontecimientos que me costarían olvidar de Antonio: el
primero fue no tener la valentía para poner remedio a las constantes burlas de
sus primos; el segundo fue la utilización irresponsable y vehemente de drogas;
y el tercero, y sin duda el más importante, el de la consumación de un acto
sexual, que en su momento interpreté que rayaba lo inadmisible y que con el
tiempo he considerado con certitud de que se trató de una violación. Era algo
que jamás repetiría con él, me producía náuseas la sola idea de imaginarme su
cuerpo sobre el mío. Según transcurrieron los meses, el rencor fue convirtiéndose
en compasión hacia aquel individuo de actitud contumaz y terminé por devolverle
el saludo, tan escueto como indefectible, evitando al no negarme en las
salutaciones que me siguiera atosigando a súplicas.
Abandonar la compañía de Antonio suponía
renunciar a la consolidada relación que mantenía con mucha gente del pueblo y,
concretamente, con la Peña de los Glóbulos Rojos. Personas a las que había
cogido cariño y confianza cuyo apego sacrifiqué por impedir toparme con él
gracias a los numerosos eventos a los que asistía. Dejé de salir por las noches
y un manto de tristeza recubrió mi desolada existencia, al punto de que estuve
un año sin escribir el diario que me ha servido de guía para acometer este relato.
No sería en todo caso por falta de tiempo.
Marisa me convenció para que la ayudase en
su negocio, ella me decía que mi talento para el arte no debía ceñirse exclusivamente
al piano. Un sueldo, que al fin y al cabo, ella pagaba a alguien que vivía en
casa. Con el dinero que obtuve en el primer trimestre, una buena cantidad que
tenía ahorrada y lo poco que nos dieron por el viejo automóvil de mi padre, me compré
un coche. A mi progenitor le pareció buena idea, raro en él, tal vez no
comprendía muy bien el cambio de pesetas a euros que nos confundía a todos por
aquel entonces o quizá comenzó a restar relevancia al valor económico de las cosas.
El uso del vehículo sería, en principio, para compartirlo con mi padre, si bien
él solía conducir el turismo de Marisa. Casi nunca salía de casa sin ella.
En ocasiones yo cogía mi nuevo Ford verde
para dar vueltas por el pueblo sin itinerario establecido. Decía que había quedado
con amigos de la peña, era mentira, no quería que se preocuparan en casa. Deambulaba
sin salir del automóvil para matar las horas, consumiendo combustible
innecesariamente, como una perturbada serpenteando las bulliciosas calles de la
localidad durante los fines de semana. Si me detenía en algún lugar era siempre
en una zona poco concurrida y para comprar cigarrillos. Había adquirido el mal
hábito de fumar como una estúpida intentona para combatir la soledad y lo único
que conseguí, además de engancharme al tabaco, fue tener un quehacer cuando
conducía y de esta manera desocupar del volante alguna de las manos creyendo
así que aparentaría más naturalidad y no la estampa de una trastornada que
callejeaba sin rumbo fijo por las travesías calasparreñas.
Únicamente las tardes de domingo me mantenían
en casa, mi padre había confeccionado un particular programa de óperas que
abarcaba todo el verano, seleccionó cuidadosamente una docena de sus obras
preferidas para disfrutarlas en compañía de amistades y acompañadas de café, whisky, cerveza, palomitas… Conviene
aclarar que la única amistad que mi padre y yo teníamos entonces era Pedro el listo.
Y por supuesto que acudió a cada una de
aquellas vespertinas sesiones dominicales, casi siempre acompañado de una tal
Soledad, una mujer de una pedantería tan extrema que no me extrañaría que
acabara su existencia haciendo honor a su nombre. No era ni guapa, ni fea,
aparentaba estar en el ecuador de entre cuarenta y cincuenta, de pelo corto,
gafas cuadradas y un sempiterno pañuelo en el cuello. De fuertes ideales que a
mi parecer es donde residía su mayor atractivo, aunque algunas veces su
radicalismo era desquiciante, era una acérrima vegetariana, yo creo que por un
inconmensurable amor que profesaba a los animales más que por un cuidado
nutricional. Su manera sublime de argumentar desmontaba hasta al mismísimo
Pedro (deduzco que eran pareja por los gestos cariñosos que se regalaban cuando
no discutían). Recuerdo nítidamente una conversación que mantuvieron sobre la tauromaquia;
tanto, que ahora puedo transcribirla de memoria sin cambiar ninguna palabra de
las que pronunciaron.
—Es una salvajada —contaba Soledad— lo que
llegan a hacer a un ser vivo con la infame excusa de ser una tradición en
nuestra cultura. Es como si, por ser un rito ancestral, deja de ser abominable
la ablación en algunos países africanos.
—No me irás a comparar los toros con seres
humanos —dijo Pedro, creyendo que con eso iba a zanjar el debate.
—Un animal no hace un espectáculo con la muerte
de otro. La inteligencia de nuestra especie debería ser manifestada en otras
vías, precisamente en el campo contrario: preservar a todas las criaturas de la
Tierra.
—Los toros de lidia no existirían si no
fuera por el hombre —rebatió—, además, hay que tener en cuenta que la vida de
un ser humano se pone en peligro para exhibir con valentía todo el arte que
lleva en sus venas.
—¿Y para qué sirve que salven al toro de
lidia?, ¿para que muchos nos avergoncemos de ser españoles por ser este, el
espectáculo de la muerte de un toro, el estereotipo más famoso que tenemos en
el mundo? Y no me hables de arte, porque nada se puede considerarse artístico
si con ello va ligado el sufrimiento de un ser viviente. Arte es esto que
acabamos de presenciar —dijo señalando a la pantalla que rotulaba el título de Carmen.
No está de más decir que el diálogo sólo se
permitió porque ya había terminado la ópera, y que muy probablemente fue
originado por el argumento de la obra. Mi padre, Marisa y yo, enmudecimos
admirados de la vehemencia de aquella mujer que no le dolían prendas en adoptar
un tono beligerante si la ocasión lo merecía. Ahora con el tiempo comulgo más
que nunca con la opinión de Soledad, y creo que si hay que defender algo
apasionadamente, que sea por salvar una vida más que de lo contrario.
Algunas veces Pedro venía a casa solo,
bromeaba con que yo era su pareja, todavía tenía el recuerdo, aun habiendo
transcurridos dos largos años, de lo que me había contado en el bar, respecto a
lo que de joven sentía por Marisa y de las quiméricas pretensiones hacia
Isabel, su hija. No le culpaba por aspirar a tal galardón, por utópico que
fuese.
La temporada operística casera se prolongó
con una decena de títulos en otras tantas semanas. Fue en una de esas tardes de
domingo, la del 5 de octubre de 2003, cuando recibí en el móvil una llamada de
mi tía Laura. Noté cómo mi padre se sulfuraba cuando atendí el teléfono
ahogando la armonía de la música de Häendel.
—Violeta, tu abuela ha muerto —dijo mi tía como
saludo.
—¡Vaya! —respondí levantándome presurosa del
sofá.
Mi padre, Marisa y Pedro apartaron la vista
del televisor de inmediato para prestarme atención a mí.
—De acuerdo, ahora hablo con mi padre y te
llamamos en un rato para decirte a qué hora vamos —concluí antes de colgar.
—¿Qué pasa? —preguntó mi padre preocupado
ante mi grave expresión.
—La abuela.
Él no dijo nada, agarró el mando del
televisor y bajó el volumen al aria Lascia
ch’io pianga de la ópera Rinaldo
que sonaba en aquel instante.
—No sabía que estuviera tan mal —dijo Marisa
llevándose las manos a la boca.
—Siento mucho lo de tu suegra —expresó Pedro.
Desconozco si «suegra» se pronunció con
una pizca de malicia por estar la compañera sentimental de mi padre presente—.
Perdón, la abuela de tu hija.
—No te preocupes, amigo —contestó mi padre
aceptando el lapsus línguae—. María tenía Alzheimer desde hacía mucho tiempo,
era lo mejor que le podía pasar. Vivía ausente del mundo.
—¿Qué hacemos, Andrés? —preguntó Marisa.
—Nos iremos en un rato, nos quedaremos en un
hotel porque la casa que tengo en Cartagena no está para que nadie pase la
noche, está deshabitada desde que murió mi padre. Lo que tengo que hacer es
venderla.
—¿Y yo qué hago? —me cuestioné ante las
dudas de cómo proceder ante aquella situación.
—Lo mejor será que vengas con nosotros en el
mismo coche, pero si quieres, te quedas en casa de tu tía al cuidado de tu
primo.
Diecisiete días le faltaban a mi padre para
cumplir cincuenta, parecía de más edad, el bienestar que le proporcionaba
Marisa no ocultaba su cada vez más fatigado rostro. No obstante, él siempre
conducía, nos fuimos en el Ford Focus que yo consideraba como propio.
A las nueve de la noche llegamos al
Tanatorio Estavesa de Cartagena, el mismo donde se veló el cadáver de mi abuelo
Emilio hacía más de una década. Durante el camino Marisa trató de animarnos, mi
padre condujo más pensativo que de costumbre, yo creo que bombardeándose a
preguntas. Nosotros ya hacía tiempo que habíamos perdido todo contacto con mi
abuela, muchos años en los que la única información que teníamos de ella era suministrada
por mi tía, nada relevante por lo general. En verdad sólo vivía el cuerpo, ella
murió paso a paso sin que nunca se supiera muy bien cuándo su cerebro se
desconectó del mundo terrenal para siempre. Como por arte de magia, en el aquel
instante, sólo recordaba los escasos buenos momentos que me hizo pasar la madre
de mi madre. En aquel segundo tuve la convicción de que si no obró bien conmigo
fue porque estaba muerta en vida, ya no sólo por la enfermedad que había
padecido durante décadas, sino por haber sobrevivido al fallecimiento de dos de
sus descendientes en trágicas circunstancias.
La sala cuatro del tanatorio estaba
abarrotada, nos costó acceder a aquel lugar atestado de desconocidos. Muchos de
aquellos serían sin duda antiguos camaradas de mi abuelo que acudieron a dar el
último adiós a la mujer de su amigo. El resto de personas inexpresivas que
levantaban la vista cada vez que alguien se adentraba en la sala parecían ser
profesores de Maristas compañeros de mi tía y subordinados de la multinacional
donde trabajaba Alberto.
Dominaba en cualquier caso una atmósfera
distendida, sumamente protocolaria y sin ninguna manifestación de dolor, salvo
en el caso de mi tía Laura que vestía de negro y tenía el rostro abatido. Su
marido, del que dudo que conociera a mi abuela con lucidez, le infundía aliento
envolviéndola con sus brazos. Me interesé por mi primo, se encontraba en casa
con sus tíos paternos, a sus dos años y medio ya era todo un energúmeno —comentó
mi tía—. Alejandro no iría al velatorio: «Él no comprendería todo esto, por eso
no queremos que esté aquí» alegaban con aquella frase que parecía estar
convenida antes de que fuera pronunciada indistintamente por cada uno de sus
progenitores.
Observé que mi padre se dirigió a la
cristalera que lindaba con el pequeño cuarto donde se encontraba el ataúd
abierto que mostraba a mi abuela durmiendo en un sueño eterno. Noté que la contemplaba
con extraordinario detenimiento apreciando cómo se empañaba el cristal, movía
sus labios, mi padre le estaba diciendo algo en voz baja. Marisa y yo nos
acercamos a él, nunca he sabido si advirtió nuestra presencia.
—María —susurró retomando esa especie de
plegaria—, ahí estás, yacente, descansando de este mundo para siempre, ya te
habrás reunido con tu marido, tu hija y tu nieta. Ellas te esperan desde hace
mucho tiempo. Dile a tu Patricia que, a pesar de lo que ocurra ahora en este
mundo, la quiero para la eternidad; tiene que comprenderme, me dejó muy joven.
Ojalá nunca se hubiera ido, o me hubiese llevado con ella. ¡La quiero tanto!
Cuida también de Susana, mi dulce amorcito chiquitín.
A mi padre, del que sé que no le tuvo
demasiada estima, le brotaron dos lágrimas, las mismas que a mí y a Marisa,
aunque por motivos distintos. Con un beso a su mano que arrimó al cerco de su
propio vaho se despidió para siempre de la imagen de mi abuela y abandonó
cabizbajo la sala. Marisa y yo realizamos una leve reverencia hacia el féretro
y le seguimos hacia el exterior para fumar ambas un cigarrillo con
tranquilidad. Laura y Alberto nos acompañaron.
—¿A qué hora es el entierro? —preguntó mi
padre a mis tíos.
—Sobre las doce —contestó Laura aludiendo al
día siguiente—. Se hará una misa aquí a las once.
—Marisa y yo nos quedaremos en el Alfonso
XIII —indicó mi padre refiriéndose al hotel—. Violeta quiere ver a su primo,
como hemos venido en el mismo coche, la llevamos a casa y que ella se quede
cuidando de Alejandro, porque seguro que estaréis toda la noche aquí.
—Sí, Andrés —intervino Alberto—, de aquí no
nos moveremos, por eso, si tú y Marisa queréis dormir en casa lo podéis hacer.
Es lo menos que podría hacer por vosotros, acuérdate de cuando nos dejaste tu
propia cama a mí y a Laura cuando éramos novios y a mí no me conocías de nada.
—No nos quedaremos, quiero aprovechar esta
visita a Cartagena para enseñarle la ciudad que me vio nacer a mi amada.
Marisa, al lado, rechazó la mano de mi padre
que cariñosamente buscaba la suya. Supe entonces que le habían apesadumbrado
las palabras que este lanzó frente al cuerpo inerte de mi abuela.
—Gracias por venir —dijo Laura a Marisa con
ojos de gratitud.
—No hay de qué. A fin de cuentas, fue la
suegra de mi pareja y la abuela de Violeta —explicó abrochándose una fina
chaqueta de color oscuro para después apagar el cigarro en uno de los pivotes
junto a la puerta que hacía las veces de cenicero.
El aire húmedo de la ciudad de Cartagena nos
hostigó de camino al Ford, mi padre, como siempre, caminaba deprisa y un par de
pasos por delante nuestra. Marisa y yo nos resguardábamos de las frías ráfagas
de viento asidas la una de la otra. Me pidió que me sentara en el asiento del
copiloto, ella prefería estar detrás: «Al fin y al cabo tú eres la que usas
habitualmente el coche». Percibí aquella frase en un tono que transmitía puro
resentimiento. De camino a casa de mi tía, oí a Marisa sonarse la mucosidad con
un pañuelo, bien podría ser de un estado transitorio por la humedad de aquella
desapacible noche, o por la temporada de resfriados que todas las personas que
fumamos solemos iniciar con el otoño. No osé a echar la vista atrás y averiguar
cuál podría ser la causa de aquellos sorbidos nasales por miedo a encontrármela
entre lágrimas y no saber cómo consolarla, máxime, cuando el principal
candidato de haber inducido aquel llanto era el que conducía el automóvil y que
a veces se comportaba como un cretino.
Tras un largo trayecto donde atravesamos
buena parte del municipio llegamos a la majestuosa residencia donde vivía mi
tía. Allí se encontraba uno de los hermanos de Alberto y su mujer que estaban
al cuidado de Alejandro, un niño que ya sabría hablar y que apenas recordaría a
su prima veinte años mayor que él.
Me apeé del coche sin recrearme demasiado en
la despedida, la controversia que pronto se iba a cernir en el interior del
vehículo era palpable. No en vano, Marisa no flaqueó en su angelical actitud
hacia mí y me dijo adiós regalándome una sonrisa mientras abandonaba el asiento
trasero y se sentaba junto a mi padre.
Como una forastera franqueé la puerta de la
mansión, los cuñados de Laura ya sabían de mi visita, únicamente los había
visto en la boda de mis tíos. Como una extraña me vine a pernoctar a un
domicilio que apenas conocía.
Mi
primo ya había sucumbido al sueño cuando llegué, no era demasiado tarde pero
decidí preguntar por mis aposentos para descansar. Hasta la habitación de
invitados —o mejor dicho, una de las muchas estancias que tenía la vivienda
para tal fin— tenía cuarto de baño propio. Con las prisas no me traje muda de
repuesto en el bolso de viaje, lo cual no fue óbice para tomarme un baño
caliente. Me acosté imaginando el propósito de mi padre de mostrarle la ciudad
a Marisa: el Submarino de Isaac Peral, la ensenada portuaria, la fachada de El
Arsenal (cuartel donde hizo la mili), el Teatro Romano… Tal vez se adentrarían
a la mañana siguiente en la casa de mi abuelo Pepe para enseñarle el lugar
donde creció y un sinfín de planes ahora truncados por haber sido un bocazas,
de pensar en voz alta sin evaluar las consecuencias.
Yo que nunca conocí a mi madre, y sin
embargo quería a la persona que ocupaba el corazón de mi progenitor, no deseaba
ni por asomo que un distanciamiento entre ambos pudiera suceder. Preocupada por
esta idea acabé durmiéndome, arrasada por el cansancio.
Al día siguiente llamé a mi padre para que
no viniera a recogerme, ya me acercaría al tanatorio el hermano de Alberto que
quería asistir a la misa. Cuando me encontré frente a Marisa me pareció distinta,
de mirada renovada y sin ninguna mueca de rencor, ¿habría conversado con mi
padre?, ¿estarían reconciliados? Desconozco qué pudo haber pasado durante las
horas que estuvieron a solas, pero estoy casi segura de que abordaron el
asunto. Por nimia que pudiera resultar la cuestión, si Marisa le hubiera
preguntado a su amado que si en una hipotética vida después de la muerte
tuviera que elegir entre Patricia y ella, él no se lo hubiera pensado ni un
instante. Yo no albergo la más mínima duda de que se decantaría por mi
progenitora.
Y no es baladí el asunto porque mi padre, a
pesar de su declarado ateísmo, en sus ensoñaciones que jamás ocultó anhelaba
una vida posterior con mi madre y con mi hermana, algo que el destino le sesgó
el fatídico aquel sábado de 1981. Y nadie, ni siquiera aquella sofisticada
mujer de cabello rizado que había transformado a mi padre, mi casa y mis
ideales, podía ocupar ese puesto en la eternidad.
Andrés, X
Eran las diez de la mañana, del sábado 12 de
septiembre, cuando el timbre del teléfono quebró el silencio del hogar. Llamaba
el fotógrafo.
—El marco lo tienes listo, puedes pasar cuando
quieras.
—A lo mejor vamos esta mañana —respondió
Andrés—, ¿a qué hora cierras?
—Los sábados cierro a las dos, pero como
vivo arriba del estudio, te doy la foto cuando vengas, no me importa la hora.
Por cierto, con el marco que eligió tu mujer la foto ha quedado preciosa,
parecéis una familia de postín.
—No me extraña, con el tiempo que estuvimos
posando hasta que pudiste sacar una foto decente… Esta mañana tengo un pequeño
acontecimiento en casa, a ver si me da tiempo a recogerla y puede ser vista por
toda la familia.
La idea de celebrar una barbacoa aquel día,
propuesta semanas atrás, no había sido del todo acertada, los preparativos no
estaban ultimados, y la ausencia de Lily durante los fines de semana se notaba.
En pocas horas irían llegando a casa los invitados: el padre de Andrés, los de
Patricia junto a su hermana Laura y los amigos del matrimonio, Paco y Consuelo.
—Tenemos que comprar la carne y la leña —dijo
Patricia.
—¡Maldita sea! —exclamó Andrés— Con todos
los árboles que tenemos aquí, nunca más nos quedaremos sin leña, ya me encargaré
yo de eso. A propósito, ha llamado Ginés, ya tiene enmarcada la foto familiar
que nos hicimos la semana pasada.
—Muy bien, a mis padres les gustará verla.
El diálogo fue interrumpido por Violeta que
se despertó llorando. Después de amamantarla, y tras varios minutos tratando de
serenarla sin éxito, Andrés y Patricia tomaron una decisión.
—Uno
de los dos se tiene que quedar con las pequeñas, vete y compra la carne y la
leña—dijo Patricia.
—Es que la carne no será de tu gusto,
siempre que vengo de un mandado de este tipo, tú o tu madre me ponéis pegas,
¿por qué no vas tú y yo me quedo con las pequeñas? —el sollozo de Violeta
arrastró a su hermana al llanto.
—Con las dos así no me quedo —prosiguió
Andrés—, llévate a Susana, que se porta mejor.
Patricia aceptó marcharse con su hija mayor
a Cartagena para recoger los encargos.
—Enseguida venimos —dijo sacando el Seat de
la cochera con lentitud.
—Ten cuidado con el coche, que cuando
tengamos el Mercedes, este se quedará exclusivamente para tu uso, así que no lo
roces, conduce con precaución y recuérdale a Susana que no debe levantarse del
asiento y que se sujete bien.
—Hasta luego, a ver si cuando venga, Violeta
ha dejado de llorar. Te quiero, mi amor —dijo Patricia elevando el cristal con
la manivela.
Andrés extendió las dos puertas de la verja
para que su mujer no tuviera que maniobrar. El llanto del bebé le enfureció
tanto que no pudo despedirse de su mujer y de su hija mayor.
—¡Cállate ya! —gritó el padre a su pequeña.
Estuvo mirando al automóvil hasta que salió
de la finca, advirtió cómo Susana, desde el asiento trasero, siguiendo las
instrucciones de su madre, se despedía con la mano mientras le sonreía.
—¡Adiós! —balbuceó risueña su primogénita.
—Hasta ahora, amores —musitó él con
semblante rígido—. Hasta ahora.
A la una y media de la tarde llegaron a la
casa los padres de Patricia y su hermana. Andrés acababa de prender la barbacoa
con la poca leña de que disponía y dejó sonando el tocadiscos con un vinilo de
populares fragmentos de ópera que escogía para los días que recibían visita. Su
hija menor dormía en el cochecito, bajo el porche, al amparo de las partículas
de agua que caían esporádicamente.
—Está empezando a chispear —anunció Emilio
tras salir del coche y encenderse un puro—, seguro que se nos fastidia la
barbacoa. Menuda mañana llevamos, hemos estado una hora para entrar a la
carretera de Tentegorra, había un accidente, un camión me parece, que había
explotado allá abajo, en el cruce. Entre policías, guardias civiles, bomberos,
ambulancias y curiosos… el tráfico era imposible.
—Bueno, cae alguna gota, pero no creo que
apague la barbacoa, tendremos suerte y no lloverá —dijo Andrés elevando la
vista al cielo—, al menos sé que la tardanza de mi mujer y mi hija es por la
retención del accidente, ya me estaba enfadando.
—¿Dónde están mi hija y mi otra nieta?
—preguntó María que observaba junto a Laura el plácido rostro de Violeta cuando
dormitaba.
—Eso le decía a su marido, que se han ido a
comprar a Cartagena la carne y la leña, y de paso, a recoger la foto familiar
que nos hizo mi amigo Ginés la semana pasada. Debería haber vuelto hace rato,
pero sabiendo lo que se ha formado en el cruce… no me extraña que tarden.
—¿Por qué ha ido mi hija que apenas sabe
conducir?, y encima con la cría.
—No sabe usted cómo se ha puesto Violeta, era
imposible meter en el mismo coche a las dos. Como su hija sabía lo que había
que comprar de carne, hemos decidido que fuera ella. Susana no se levanta del
asiento hasta que el coche se detiene, es muy obediente.
—La carne la podríamos haber traído nosotros
—dijo María—, ¿ha ido a la carnicería de Paco?
—¿Paco es el de la calle General Mola?
—Sí, ¡madre mía!, podría haberla comprado yo
y traerla para acá, que vivimos al lado de la carnicería.
—De todas maneras había que bajar a
Cartagena, su hija siempre dice que nunca conduce —dijo Andrés nervioso ante
los reproches de su suegra—. Alguna vez tenía que empezar a coger el coche.
—Pero no con la criaturica atrás que puede
distraerla.
—Venga, María, déjalo ya —advirtió Emilio
creyendo que podría desencadenarse una discusión.
—¡Mirad qué nube de humo se ve por ahí! —exclamó
Laura señalando hacia el Este.
Todos elevaron la vista hacia aquel punto y
se dirigieron hacia la verja de la entrada debido a que los árboles de la finca
impedían la visibilidad de aquella humareda que emergía a unos tres kilómetros
de distancia. Un Seat 127 amarillo se aproximaba lentamente a la puerta de la
parcela.
—Menudo accidente hemos visto —dijo Paco
desde su vehículo con expresión consternada—. Un camión con un coche, que según
han dicho algunos, se ha saltado un stop.
El camión ha arrastrado al coche a unos cincuenta metros del cruce que se ha
quedado debajo del remolque cisterna, después explotó, dicen que hay muertos,
todavía estoy temblando. Sacadme una cerveza que se me pasen los nervios.
—Mira que si le ha pasado algo a mi hija…
—dijo entre dientes María con aparente inquietud.
—¿Qué pasa? —preguntó Consuelo que ya había
comenzado a besar protocolariamente a todos los presentes.
—Nada —explicó Emilio—, que estamos
empezando a preocuparnos porque mi hija ha cogido el coche esta mañana temprano
y todavía no ha venido. Seguro que no tiene nada que ver con el accidente,
pero…
—Paco —interrumpió Andrés—, ¿qué coche era,
has visto algo?, ¿qué color tenía?
—No sé, estaba calcinado debajo del camión,
había mucha gente ahí, no se podía ver mucho.
—Voy a llamar a Ginés —anunció Andrés con
rostro intranquilo—, a ver si han estado allí.
—¿A qué Ginés? —preguntaron varios.
—Al fotógrafo.
—Si tuviera aquí el teléfono de Paco
—lamentó María refiriéndose al carnicero—, le llamaría para ver a qué hora ha
estado mi hija allí.
—Voy a buscar el teléfono de la carnicería
en la guía, mamá —dijo Laura.
—No ha estado —comunicó al rato Andrés
saliendo agitado de su casa—, ¡que alguien me lleve al cruce!
En ese instante de desasosiego colectivo
apareció el vehículo de Pepe que se introducía en la finca tocando el claxon.
En su rostro atemorizado pudo distinguirse un resoplido de alivio al ver a su
hijo en el exterior de la casa.
—¡Llevo el susto metido en el cuerpo hijo
mío!, ha habido en el cruce de la carretera de Canteras un accidente gravísimo,
con muertos, cuando me han dicho que el coche era un Seat 131 blanco pensé que
podía ser el tuyo. No te puedes imaginar la alegría que me da verte. ¿Qué te
pasa Andrés?... ¡Estás pálido!...
Laura se asomaba desde la puerta de la
entrada de la casa sosteniendo la guía telefónica e informando que había
encontrado el número de la carnicería, se le desplomó de sus manos
sobresaltadas al avistar un vehículo patrulla de la Guardia Civil que
estacionaba junto a la verja. A sus catorce años ya sabía que aquella visita no
presagiaba nada bueno.
Dos hombres uniformados de verde oscuro
cerraban las puertas del automóvil y se adentraron en la finca con palpable
consternación. Ambos se cuadraron en cuanto advirtieron la presencia de Andrés
que, amilanado por una fatídica noticia, apenas podía mantenerse erguido. La
familia, expectante y atemorizada enmudeció dejando que se apreciara la melodía
proveniente desde el salón, el fragmento llamado Ebben, ne andrò lontana de Catalani.
—¿Es usted familiar de don Andrés Rosique
Marín?
—Soy yo —asintió temblando con un hilo de
voz.
—¿Es propietario de un Seat 131 blanco, con
matrícula de Murcia, tres, uno…?
Los últimos números de la matrícula fueron
imperceptibles debido a las maldiciones y los lamentos de los familiares y
amigos que escuchaban a los miembros de la Benemérita. Andrés afirmó derrotado.
—¿Quién iba en él? —preguntó el mismo
agente.
—Iban mi hija y mi nieta —respondió Emilio
con la voz casi quebrada, advirtiendo cómo su yerno se arrodillaba sobre el
césped del jardín—, ¿les ha pasado algo?
Los dos guardias civiles se miraron y
asintieron con expresión de gravedad: «lo sentimos».
La inefable secuencia que vino a
continuación queda libre a la imaginación de cada uno.
Con esto concluye, por ahora, mi contribución a esta obra. Estas palabras, insertadas en La hija del leñador, han pretendido arrojar algo de luz y dar sentido al siniestro pasado de la vida del padre de la autora. Aunque puede que esta historia no se publique nunca, pero eso en realidad poco importa: yo nunca me acordaré de ella.
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