MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 31
2
Las Navidades transcurrieron en el estado
taciturno que presagiábamos. Pedro acudió a casa la noche de fin de año, fue una
de sus últimas visitas, las hijas de Marisa comparecieron igualmente a tomarse
las uvas con nosotros, también vinieron antes, para conmemorar la Nochebuena.
En ninguna de las dos noches pude establecer una conversación con mi idolatrada
Isabel que me acercara un poco a ella. Alguna mirada a hurtadillas en sendas cenas
ponía de manifiesto que volver a acariciar su piel sería una quimera mientras
que yo fuera para ella la encarnación de una estupidez perpetrada en una noche
etílica.
Solo mi tía, que estuvo al corriente del
padecimiento de mi padre, se encargó de llamarnos con frecuencia manifestando
su intranquilidad por la evolución del enfermo.
Pese al inexorable advenimiento de su
muerte, él intentaba continuar con su rutina que únicamente interrumpía cuando
tenía que atender alguna visita. Sus largas expediciones por el monte se habían
convertido en pequeños paseos por el carril en zapatillas y en bata, las
intensas sesiones de poda de árboles y corte de leña fueron cambiando a la selecta
recolección de flores y a la arrancada, hoja a hoja, del follaje marchitado y otras
malas hierbas. La botella de cerveza que en otros tiempos liquidaba en cada
comida había dado paso a una pequeña copa de vino, y la voracidad con que
masticaba y engullía desapareció siendo ahora un comensal de poco espíritu que parecía
comer con asco. Incluso en sus costumbres musicales se pudieron apreciar
diferencias, redujo la batería de títulos con los que maravillarse para apenas
escuchar una variedad no superior a veinte obras entre las que se encontraban
sus intocables: Puccini, Verdi y Mozart, junto a alguna obra de Wagner,
Mascagni, Bizet y Rossini. No quería desaprovechar sus últimos momentos de vida
con alguna ópera que no se encontrase entre sus favoritas.
Fue a mediados de aquel enero, casi catorce
años después de haberle visto por última vez, cuando se me ocurrió la idea de que
mi padre podría reencontrarse con su viejo amigo Paco, persona a la que en mi infancia
llamaba padrino. Se enemistaron por asuntos de trabajo en julio de 1991, y por
orgullo dejaron de verse. Desconocía si aquel hombre fiel que conocí de niña
albergaba todavía rencor hacia la persona que el destino imposibilitó que fuese
su compadre, y aún a riesgo de que mi progenitor, en su testarudez, conservara
algún resentimiento dirigido a quién tildó de desagradecido, me organicé para
buscar un encuentro entre ambos y saldar una deuda pendiente con sus vidas.
Pretendí sorprender a mi padre, por lo que me
pondría en contacto con Paco: le comunicaría la enfermedad que estaba sufriendo
su amigo, así bajaría la guardia ante una remota animadversión y cuando él se
ajustase a la cita, le indicaría que debería fingir un encuentro casual por las
calles de Calasparra y una vez escudriñada la respuesta de mi padre nos iríamos
a casa a celebrar «tamaña coincidencia» (en el caso de que la reacción fuera
positiva).
Cogí un viejo dietario del año 1997 que mi
padre utilizaba como listín telefónico, confiaba en que hubiera actualizado sus
datos en aquella agenda muy posterior a la última vez que se vieron. Rebusqué
su nombre mirando primero por la letra efe, de Francisco; no apareció ninguno
que se apellidase Martínez. Más tarde indagué por la letra pe, y ahí encontré
su nombre perdurando en el tiempo: Paco Martínez Nova. No lo dudé ni un
instante, de inmediato efectué la llamada:
—¿Diga? —atendió una voz femenina de edad
madura.
—Hola, ¿está Paco? —pregunté sin reparar en
aquel momento de que el nombre de su esposa era Consuelo, sospechando que era
ella quién estaba al otro lado del auricular.
—Sí, ¿de parte de quién?
—De su ahijada —anuncié enfática.
—¡Ah, hola! —saludó confusa.
Escuché al otro lado del teléfono un
bisbiseo entre ella y su esposo.
—¿Alicia? —preguntó una voz intrigada y
cansada.
—No,
no soy Alicia, ¿eres Paco?
—Sí. Es que… perdona, mi mujer está medio
sorda y me ha dicho que la que llamaba era mi ahijada, y como mi única ahijada
se llama Alicia… Además, me ha parecido muy raro que mi sobrina de diez años
preguntase por mí.
—Padrino, recuerdo cuando me decías que yo
siempre sería tu ahijada aunque no estuviera bautizada.
—¡Violeta! —exclamó Paco tras unos segundos
de desconcierto.
—¡Cuánto tiempo sin hablar contigo!
Una extensa pausa silenciosa imperó entre
nosotros, interrumpida por la pronunciación de su nombre que repetí dos veces con
entonación interrogativa.
—Perdona, hija, es que me he emocionado al
oírte, pensé que nunca más íbamos a hablar tú y yo, últimamente estoy muy
sensible, desde que murió mi hermana… cualquier situación emotiva me arranca
una lágrima.
—Lamento lo de tu hermana —expresé sin saber
de quién hablaba.
—Y, ¿a qué se debe esta llamada?
—Mi padre se está muriendo.
—Vaya. ¿Te ha dicho él que me llames?
—No. Él desconoce que yo fuera a ponerme en
contacto contigo, pero sé que tú has sido su mejor amigo durante muchos años, y
he sido testigo de lo que le apenó que os distanciaseis. Si no hubiera sido por
la soberbia que cada uno tenéis…
—Con el tiempo he sabido que me enfadé con
tu padre de manera desproporcionada, él vendió la empresa a unas personas sin
escrúpulos, pero lo hizo por salvar al personal, yo no quería reconocer que mi
gestión en la empresa había dado lugar a aquella venta. Me comporté con tu
padre como un ingrato, al fin y al cabo él me dejó de encargado de sus
empresas, dirigiendo a mucha gente, confiando plenamente en mí. Puedo entender
que haya pasado el tiempo sin querer verme.
—Estoy convencida de que le agradará verte,
he conseguido tu número de una agenda del año noventa y siete, si escribió en
el nuevo listín tu nombre sería por algo.
—Eso no quiere decir mucho, yo tengo números
en la agenda a los que no he llamado en años —dijo entonándolo de tal modo que
no me resultó impertinente.
—Bueno, tengo urdido un plan para que os
podáis ver sin que él pueda negarse —anuncié para después contarle todo el
designio.
Quedé con Paco para que a las doce del
mediodía, del lunes 17 de enero, estuviera frente a la Parroquia de la Merced,
una iglesia de fachada azul que no tendría problemas para localizarla cuando le
di como pistas adicionales que su ubicación se encontraba entre el Crillas y el Restaurante Centro,
lugares que él frecuentaba con mi padre cuando se iban a tapear en aquellos
viernes de reunión semanal.
La tarde del domingo, horas antes de aquella
cita, entre los aplausos del final del segundo acto de El Barbero de Sevilla, con Marisa como compinche en el otro extremo
del sofá, solicité a mi padre que me auxiliara en unas compras que iba a hacer
en el pueblo al día siguiente. Sorprendentemente no le resultó peregrina la
propuesta por lo que no hube de añadir ningún efugio.
—De acuerdo, hija, ¿qué es lo que quieres
comprar?
—Un poco de todo, pero me tienes que ayudar
porque tenemos que comprar: cerveza, pan, verduras, frutas, etcétera; mucho
peso para mí sola.
—Pero con el frío que hace... Violeta, mejor
será que se quede en casa —intervino
«mi cómplice» con naturalidad aportando verosimilitud a la conversación.
—No, Marisa, ya estoy harto, iré con mi hija,
haga frío o no.
Desde detrás de la cabeza de mi padre, que
estaba sentado en medio de nosotras, le guiñé un ojo agradeciéndole su
excelente interpretación.
Mi progenitor se levantó temprano aquella
mañana, más de lo que solía ser habitual en él por aquel entonces, entusiasmado
por poder cooperar con pequeñas tareas del hogar me informó en cuanto me
desperté de que estaba listo para salir hacia el pueblo. Marisa ya se había ido
a trabajar, a ella le tocaba aquel día. Ambas teníamos un sistema de turnos
donde alternábamos el trabajo en su comercio con los quehaceres que suponían
los cuidados de mi padre y las labores de la casa.
—Papá, ahora no podemos ir a comprar —le
repetía para ganar tiempo—. Tengo cosas que hacer.
—Venga, que ya estoy listo —insistía—. Deja
las cosas que tengas para más tarde.
Faltaban todavía dos horas para la cita con
Paco, demasiado pronto para ir a Calasparra, podía ralentizar la marcha hasta
las diez y media con la excusa de una ducha que prolongué todo lo que pude.
Partimos a las once de casa cuando la paciencia de mi padre se encontraba a
punto de quebrantarse.
—Hija, que vamos a comprar no a una boda. No
te arregles tanto.
—Te recuerdo, papá, que en un comercio
conocí a Antonio. Nunca se sabe.
—Lo que no entiendo muy bien es por qué perdiste
la amistad con ese chico. Era bruto, pegaba poco contigo, pero tanto como para
dejar de comprar en su tienda…
—El supermercado al que vamos ahora es más
económico y tiene más surtido.
—¿Y desde cuándo eso me importa?, yo
prefiero comprar a quien me conozca por el nombre y pueda saludarme cuando lo
vea por la calle. Ahorrarme un euro me importa poco si ese dinero se va a las
arcas de una multinacional.
—Venga, entra al coche, «Casqui». —Así le llamaba con cariño
cuando comenzaba con el alegato de sus principios adoptando el rol de
cascarrabias.
Llegamos
al supermercado, mi padre agarró una cesta roja de plástico. Siempre se ha
creído vigoroso, lo suficiente para acarrear bártulos de cierto peso, incluso
enfermo. Aquella mañana se encontraba con más fuerza de la habitual en aquellos
días. Aun no siendo así, él no consentiría que una mujer soportase el peso de
la compra, menos aún si se trataba de su frágil hija. Me quedé en la puerta del
comercio para telefonear a Paco y rogarle que se apresurase mientras avistaba
en el interior a mi padre caminando despacio y desorientado entre los pasillos
buscando, indudablemente, las estanterías de los destilados.
—Padrino, ¿estás ya cerca?
—Voy de camino, me queda media hora.
—Tarda lo menos posible que mi padre se ha
levantado temprano y quiere hacerlo todo pronto.
—Haré lo que pueda.
Abandonamos el supermercado a las once y
media, antes de lo previsto, no calculé la escasa clientela que tendría en la
matinal de un lunes. De camino a nuestro automóvil pasamos por la puerta de la
iglesia, evidentemente Paco no había llegado.
—Vamos a la tienda de una conocida mía
—propuse a mi padre, improvisando una alternativa para hacer tiempo.
—¿Para qué? —preguntó exasperado.
—Está aquí al lado, quejica, aprovecha la
visita para comprarle algo a Marisa, seguro que le gustará que le lleves algo.
Además, creo que también vende artículos de menaje, hace falta cambiar todas
las sartenes que tenemos en casa —mentí.
—¿Las sartenes?, pero si no están rotas
—alegó incrédulo.
—Papá, ¡cómo se nota que no cocinas
últimamente!
Nos adentramos en la tienda de regalos
Encarna Navarro, cuya propietaria, de nombre homónimo al establecimiento, era
una conocida de los Glóbulos Rojos, peña en la cual me introdujo Antonio años
atrás.
—Hola, queremos sustituir algunas sartenes, y
ya de paso, mi padre quiere comprarle algo a Marisa —indiqué señalándole
mientras él me hacía muecas, primero de negación y luego de disconformidad.
—Muy bien, seguidme. Por cierto, dile a
Marisa que tengo que dejarle un cuadro para que lo enmarque.
Me maravillaba contemplar a mi padre en esa
actitud tan sumisa, dejándose llevar dócilmente, sin lamentarse verbalmente, y
sin que su férrea impaciencia de antaño me crispase. En cualquier caso, hubiera
preferido verle con salud en su antigua versión.
Nos encaminamos en dirección al coche
portando numerosas bolsas, tanto las del supermercado como las que acarreamos
de la tienda de regalos con varias sartenes y un apropiado centro de mesa que
sería del gusto de Marisa. Habría cien metros desde aquel punto hasta nuestro
vehículo, antes tendríamos que franquear la fachada de la iglesia donde ya nos
aguardaría Paco. Mi padre se empecinó en transportar las bolsas de mayor peso, lo
que nos ralentizó la marcha notablemente. Avisté a mi padrino apoyado sobre un
Mercedes, un modelo actualizado similar al turismo que tuvimos durante tantos
años. Según nos acercábamos pude apreciar su silueta, una enorme barriga que
había crecido implacable y una calvicie que no podía ocultar con un peinado
hacia delante como antes. Él me reconoció enseguida, mi mancha facial me
delataba a pesar de que la última vez que nuestros ojos se cruzaron yo era una
niña de diez años y ahora estaba a un mes de cumplir los veinticuatro. Lanzó el
cigarrillo a la acera justo cuando estábamos frente a él, dio un fuerte pisotón
para apagar la incandescencia de la colilla tratando también de llamar la
atención de su viejo amigo que no levantaba la vista de las baldosas. Mi padre
lo observó con semblante espantadizo, se detuvo en su expresión y lentamente se
acercó a su rostro. Enseguida reconoció su sonrisa y, de repente, soltó las
bolsas de la compra por la emoción. En la caída se rompió una de las botellas
de whisky, así como algunos huevos.
—¿Paco? —preguntó visiblemente consternado,
sabiendo que se encontraba frente a su álter ego.
Mi padrino afirmó con la cabeza, con la
incómoda mudez originada por un nudo en la garganta se abrazó a su amigo y así
estuvieron, en silencio, durante un rato.
—¡Qué casualidad! —exclamó mi padre
reanudando el habla—. ¿Qué haces por aquí?
—Fíjate, coincidencias del destino —mintió
salvaguardando el secreto.
—¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos?
—Muchos cartones de tabaco —dijo Paco—.
Muchos.
Comprobando la grata sorpresa que había supuesto
para mi progenitor toparse con su compadre después de tantos años le confesé que
había sido una iniciativa mía.
—Has hecho muy bien, hija, vámonos a casa a
celebrarlo. ¿Sabes cómo llegar, Paco?
—Andrés, llevo tiempo sin pisar este pueblo,
pero sabría llegar a tu casa a ciegas.
Mientras esperábamos a Marisa y a que se
hiciera la hora de comer, Paco nos puso al día de sus asuntos profesionales.
—Estoy trabajando —decía sosteniendo una
jarra de cerveza— en una empresa llamada Fruvisa que se dedica a las
telecomunicaciones. Soy jefe de ventas, no me va mal, tengo toda la movilidad
que quiero; por ejemplo, esta mañana he enviado un correo electrónico para
comunicar que iba a realizar unas visitas de cortesía a unos clientes de esta
zona, y aquí me veis.
—Me alegra de que te vaya bien, Paco. No te
puedes ni imaginar lo mal que me he sentido durante este tiempo por todo lo que
ocurrió.
—Afortunadamente me fui pronto de la empresa
de los Rivas.
—Hiciste bien, no sabía que esta gente
fueran unos piratas.
—Veo, Andrés, que no sabes lo que ocurrió
—sondeó Paco en un tono privado.
—No, dime —sonsacó mi padre con rostro
sorpresivo.
—La empresa ya no existe, y ¿sabes de qué me
enteré después? —anunció añadiendo más aire de secretismo a la entonación—. Ha
sido muy sonado en Cartagena, los hermanos Rivas han acabado uno muerto y el
otro en la cárcel.
—¿Cómo es eso?
—¿Te acuerdas de los dos, no?
Su compadre afirmó.
—Pues me dijeron que Ernesto, el que habló
con nosotros, dejó a su hermano Jaime fuera, o sea, se adueñó de la empresa,
que ambos habían heredado del padre, a base de manipulaciones y engaños, y
terminó echando al confiado de su hermano a la calle.
—¿Jaime quién era, el que hablaba por
teléfono?
—Sí, ese.
Un silencio inundó el salón, conseguí
escuchar el tictac del reloj de la cocina.
—Pues Jaime —continuó mi padrino—,
finalmente, o eso es lo que me dijeron, lo asesinó en la puerta de su casa. Al
final tanta codicia ha acabado con ellos: uno bajo tierra, y el otro entre barrotes
para no sé cuántos años.
—No podían tener otro final —sentenció mi
padre.
—Bueno y tú, ¿cómo estás? —preguntó Paco.
—Supongo que sabrás que me queda poco.
—Pero no parece que te estés muriendo.
—Tengo cáncer en fase terminal, no se puede
hacer mucho salvo alargar el sufrimiento, y cuando este llegue que acabe
pronto. Eso sí, reconozco que por el momento mi único síntoma es el profundo
cansancio que padezco.
—Mi hermana Begoña murió hace dos años en un
accidente de tráfico —anunció
sin paños calientes.
—Vaya, no lo sabía, ¿qué pasó?
—Pues un hijo de puta que se saltó un «ceda
el paso».
Aquellas palabras produjeron un embarazoso mutismo
en la sala. Mi padre y yo nos miramos de soslayo, seguramente Paco reparó al
instante en que mi madre y mi hermana, junto con un camionero, perecieron en un
fatídico accidente de tráfico causado, según se dijo, por mi progenitora al
saltarse un stop.
—Lo siento, Andrés, no he querido…
—La culpa de un accidente solo la tiene el
destino —manifestó mi padre.
Por suerte, el sonido del turismo de Marisa
maniobrando desde el jardín desvió la atención del diálogo.
Durante toda la sobremesa y hasta bien
acabada la cena se estuvieron contando anécdotas de juventud, alguna sonrisa
pude apreciar en aquellos envejecidos rostros. Aseverándonos de que en una
visita inmediata vendría en compañía de Consuelo nos confesó Paco, más tarde,
de la imposibilidad de su mujer para concebir.
—La vida sin descendencia no tiene sentido,
Andrés, es muy triste —se lamentaba removiendo la cucharilla antes de darle el
último trago al café.
—Ojalá vengas pronto con la madrina —tercié
para romper su estado casi gemebundo.
—Menos mal que tengo sobrinos, y a mi
ahijada Violeta, por supuesto. Fíjate que siendo tu padrino nunca te he hecho
ningún regalo por tu cumpleaños —dijo sin saber que, años después, me
entregaría el mejor obsequio que me han dado nunca.
—No importa, prefiero verte a partir de
ahora.
Paco se levantó echando un vistazo a su
reloj, quedaba un largo camino para Murcia. Cogió las llaves de su coche y el
abrigo. Marisa, mi padre y yo le acompañamos hasta la puerta principal. Antes
de abrirla se detuvo y negó con la cabeza señal que yo interpreté como el de
una lucha interna, parecía que no se quería marchar sin decirnos algo que él
consideraba relevante.
—Andrés, ¿tú te acuerdas de Susana, de mi
prima Susana?
—Sí, aquella preciosa mujer que se
encaprichó de mí —afirmó mi padre con engreimiento—, ¿cómo le ha ido en la
vida?
—Pues no muy bien —contestó Paco con una
mueca seria—. ¿Sabes?, la he visto media docena de veces desde que le
diagnosticaron esquizofrenia, hace ya veinte años. Sostiene una estúpida teoría
que no te he dicho porque darle importancia a las palabras de una chiflada no
sería muy inteligente, pero me gustaría que la oyeras, decía que tú la dejaste
por una camarera y que para hacerle daño le pusiste Susana a tu hija, con la
intención de burlarte de ella.
—A mi hija —interrumpió—, y tú lo sabes
Paco, le pusimos el nombre de Susana por Las
Bodas de Fígaro, igual que Violeta es por La Traviata. Los personajes principales de las óperas preferidas de
sus padres. Yo no me he acordado de esa mujer ni tres veces en mi vida. Era una
egocéntrica y no me equivoqué.
—Eso ya lo sé, Andrés, son palabras de una
perturbada, pero la última vez que la vi, en el entierro de mi hermana, volvió
a decir lo mismo, dijo que para vengarse de ti espió durante semanas a tu
familia con la compañía de dos amigos con los que tuvo que acostarse para que
le ayudaran en sus oscuros propósitos, solo quería sacarte dinero pero al final
se asustó porque se considera responsable del accidente.
—Basta, Paco, no sigas —contestó mi padre
apretando los puños con la vista en el suelo—. Ya sufrí bastante con eso, no
hagas comentarios que remuevan aquella tragedia, por favor.
—Por eso no te he dicho nunca nada, porque
está loca y su resentimiento hacia ti no tenía límites. Siempre he pensado que
eran promovidos por su locura, pero es tan pesada… Perdona, no tenía que haberte
dicho nada de mi prima.
—No pasa nada, dame un abrazo. Quiero verte
antes de morir.
—Tranquilo, volveré pronto —prometió Paco
estrujándose con mi padre.
Marisa salió para abrir la verja que daba
acceso vehicular a nuestra parcela. El aire gélido de aquella noche invernal
nos sirvió de excusa para que mi padre y yo permaneciésemos en casa. Perpleja
por la historia que Paco acababa de contar, inquirí:
—¿Quién es esa tal Susana?
—Una indeseable con la que, afortunadamente,
no tuve relación alguna. A propósito, la camarera a la que esa persona hacía
referencia era tu madre.
Recuerdo que subí pronto a mi dormitorio,
había sido una jornada de emociones y de novedades que cobraron sentido con el
tiempo animándome a que le pusiera fin a esta historia que ahora está en las
últimas. Oteé desde la escalera a mi padre, observaba desde la ventana las
maniobras que Paco debía realizar para salir del jardín, limpiaba con una mano
el vaho que dejaban sus exhalaciones en el cristal, aprecié que en su pelo encanecido
tenía un cerco de menos espesura capilar justo en la coronilla, hizo un gesto
con la mano despidiéndose de su amigo, yo creo que con la certeza absoluta de
que aquel adiós iba a ser el último.
Comentarios