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Párrafo del Capítulo 21, Acto II de «Mi hija y la ópera»

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«Sin decirme nada se abalanzó sobre mí, reclinó con destreza el asiento donde me encontraba y empezó a besarme el cuello, poseído. Intenté defenderme, pero mi esquelético cuerpo poco podía hacer ante su corpulenta complexión. Colérico y desbordado de incontenible energía levantó mi falda mientras sujetaba mi cintura con su otro brazo. De inmediato se bajó la cremallera de su pantalón y deslizó sus calzoncillos para agarrar su miembro con los dedos. Era imposible que pudiera sucederme esto —pensaba aterrada—, jamás imaginé que fuera a perder mi inocencia de aquella manera. Desplazó mis bragas hacia un lado tratando de introducir su órgano genital en mi interior, consiguiéndolo después de atroces intentos. Nunca había tenido un coito hasta entonces, pero conocía lo suficiente de sexualidad como para saber que su falo no estaba completamente erecto a pesar de la ominosa excitación que revelaba su rostro. Anquilosada por el pánico y el estupor, sólo pude corresponder con un fugaz beso en

Fragmento del capítulo 20, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Una estentórea ovación cerró la actuación. Realicé una pausa y levanté con ímpetu la bolsa que me cubría, todos elogiaron la interpretación de mi composición y la del músico griego. Isabel, tan conmovida como su madre, casi lloraba. Supe después que aquella banda sonora se encontraba entre sus favoritas. Nunca se me olvidará el atónito rostro de Antonio que jamás me había escuchado tocar el piano, sus palabras hacia lo que había presenciado era una mezcolanza de asombro y admiración. Si alguna vez él estuvo enamorado de mí, fue en ese preciso instante.»

Pasaje del Acto II de Mi hija y la ópera

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«Me abracé con mi padre como en los viejos tiempos, recordando las noches de tormenta cuando me acostaba en la misma cama que él, incluso siendo púber. De inmediato sentí mis palpitaciones y me aparté súbitamente con el deseo de que no se percatara del acelerado pulso de los latidos de mi corazón. El sonido de una música discotequera indicaba la presencia de un vehículo que descendía, vertiginoso, la carretera del santuario. Se escuchaban gritos, eran las voces eufóricas de Juan el Chapicas , Manuel el Nazi y el Negro entre otros, en búsqueda de diversión, jaleo y bronca. Estoy convencida de que se trataba de ellos.»

Fragmento del capítulo 18, segundo acto de "Mi hija y la ópera".

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«Únicamente necesitábamos alcanzar nuestro vehículo antes que ellos, mi amigo no tendría problema alguno, era corredor en los encierros, el reto se centraba en que yo llegase a tiempo. Al poco, retrocedí la vista y en la oscuridad sólo aprecié un leve jadeo, el ruido a mis espaldas de una lata de refresco producido por un involuntario puntapié delataba su proximidad. Me detuve para hacer frente a mis perseguidores, no como acto de valentía sino por ahogamiento y fatiga, el deporte nunca ha sido mi especialidad y ya había pulverizado los músculos caminando por la mañana. Se acercaba solamente Juan, sorprendentemente venía andando, y aunque mi cabeza no estaba para estúpidas distracciones me acordé de las películas de zombis en las que los muertos, marchando lentamente y con torpeza, atrapaban a los vivos que corrían despavoridos. Su mirada mantenía una expresión serena, cosa que no me invitaba a la tranquilidad. Por fortuna, el resto del grupo perma­necía a metros de distancia, ajenos a

Final del capítulo 17, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Desvelada, pude oírles minutos después cuando mutuamente se silenciaban retozones y risueños con la tonta creencia de que pasarían inadvertidos mientras subían las escaleras en dirección a su dormitorio. No fueron ellos nada cuidadosos más tarde en las manifestaciones que, en la intimidad de su cuarto, dejaron escapar. Con la curiosidad que me caracteriza, aguanté el aliento para poder escuchar con total claridad los gemidos de Marisa intercalados con algún «te quiero» al otro lado de la pared. Aquella pareja que rozaba el medio siglo me hizo sentir esa noche terriblemente desdichada y patética.»

Párrafo del Capítulo 16, Acto II de "Mi hija y la ópera".

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«A las dos de la tarde escuché la aproximación de un vehículo, supuse que mi progenitor habría bajado al pueblo en la bicicleta cuyo uso compartíamos, ya que yo me había adueñado del automóvil en los últimos días. Pero no, él iba de copiloto en el Renault Megane que conducía Marisa. Algo sorprendido por mi adelantada vuelta a casa, no le dolieron prendas en informarme que él y su acompañante habían decidido vivir juntos los fines de semana y que lo estaban haciendo desde el día siguiente a mi partida hacia Cartagena.»

Pasaje del Capítulo 15, Acto II de "Mi hija y la ópera"

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"Con el agotamiento derivado de una noche sin descanso llegué a mi domicilio cierta mañana, creo recordar que la penúltima de las fiestas de septiembre. Me desconcertó encontrarme con la verja abierta en vez de entornada. Preocupada por una posible escapada de Yako, introduje mi automóvil en la finca con toda la prudencia que me permitía mi estado de alarma que procuraba avistar a mi perro que no me recibía como de costumbre. Pisé un reguero de sangre que se dirigía hacia la puerta de la entrada de la vivienda que, para mayor angustia, se hallaba abierta. La franqueé corriendo mientras gritaba «papá» y mentaba a los santos. No le encontré en la primera estancia de nuestro hogar, nadie respondía a mi llamamiento, las cortinas ondeaban en el salón con arrebato rompiendo levemente el silencio con el zarandeo de la tela en la pared. Deseando que mi progenitor estuviera dormido ascendí deprisa la escalera y accedí a su dormitorio, estaba vacío. Escuché una voz que repetía en susurro: