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Extracto del capítulo 26, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Un hilo de luz de los rascacielos de Nueva York salvaba las cortinas de la habitación, la puerta entornada del baño también permitía que se colase una vaga luminosidad. Isabel me empujó con suavidad y me tumbé dócil sobre la colcha, comenzó a acariciarme la cara con sus dedos y me besó en los labios. Debió notar mis agitadas pulsaciones cuando fue descendiendo con besuqueos por toda mi erizada piel. Se detuvo cuando su nariz se introdujo involuntariamente en mi ombligo y su boca rondaba la zona baja de mi vientre, casi en el pubis. Fueron unos segundos mágicos de inusitada pasión. Después noté el roce de su lengua en el mismo punto donde antes, en la ducha, había situado su dedo corazón.»

Párrafo del capítulo 25, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Justo en aquel instante caí en la cuenta de que todas las óperas que había mencionado contaban con un denominador común: las protagonistas de aquellas obras acababan muriendo. Algunas veces por una enfermedad originada por el desamor como en La Bohème y La Traviata ; en otras acababan suicidándose, como en Tosca y Madama Butterfly ; y en el resto, asesinadas por enamorarse de la persona equivocada como en Carmen , Rigoletto y Aida , la obra que por fin iba a disfrutar en directo.»

Pasaje del Capítulo 24, Acto II de «Mi hija y la ópera»

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"Desoladas nos fuimos en su búsqueda ocultando la preocupación, él permanecía sentado en la butaca de uno de los muchos bancos que se extendían a cada lado del pasillo, observando con curiosidad alienígena a una máquina expendedora de café. Aquel hombre que exhibía ahora una inconmensurable paciencia, tanto que parecía que «esperaba su hora», era mi padre. El mismo que había podido caminar durante horas por el monte y que era capaz de enfrentarse en solitario a varios delincuentes."

Párrafo del Capítulo 23, Acto II de "Mi hija y la ópera"

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«Estaba empatada con aquel conocido crítico que contaba con el aplauso de un público cada vez más contrariado. Para la reputación del concurso el ganador debía de ser él, un hombre que por su trabajo y estilo de vida habría visitado numerosas veces la ciudad de Nueva York y otras grandes urbes del planeta. Yo, sin embargo, jamás había traspasado la frontera de España. Con aquel pensamiento atraje a la suerte que, por primera vez en mi vida, estuvo de mi parte.»

Fragmento del capítulo 22, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Y por supuesto que acudió a cada una de aquellas vespertinas sesiones dominicales, casi siempre acompañado de una tal Soledad, una mujer de una pedantería tan extrema que no me extrañaría que acabara su existencia haciendo honor a su nombre. No era ni guapa, ni fea, aparentaba estar en el ecuador de entre cuarenta y cincuenta, de pelo corto, gafas cuadradas y un sempiterno pañuelo en el cuello, de fuertes ideales que a mi parecer es donde residía su mayor atractivo, aunque algunas veces su radicalismo era desquiciante, era una acérrima vegetariana, yo creo que por un inconmensurable amor que profesaba a los animales más que por un cuidado nutricional. Su manera sublime de argumentar desmontaba hasta al mismísimo Pedro (deduzco que eran pareja por los gestos cariñosos que se regalaban cuando no discutían). Recuerdo nítidamente una conversación que mantuvieron sobre la tauromaquia; tanto, que ahora puedo transcribirla de memoria sin cambiar ninguna palabra de las que pronunciaron.»

Párrafo del Capítulo 21, Acto II de «Mi hija y la ópera»

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«Sin decirme nada se abalanzó sobre mí, reclinó con destreza el asiento donde me encontraba y empezó a besarme el cuello, poseído. Intenté defenderme, pero mi esquelético cuerpo poco podía hacer ante su corpulenta complexión. Colérico y desbordado de incontenible energía levantó mi falda mientras sujetaba mi cintura con su otro brazo. De inmediato se bajó la cremallera de su pantalón y deslizó sus calzoncillos para agarrar su miembro con los dedos. Era imposible que pudiera sucederme esto —pensaba aterrada—, jamás imaginé que fuera a perder mi inocencia de aquella manera. Desplazó mis bragas hacia un lado tratando de introducir su órgano genital en mi interior, consiguiéndolo después de atroces intentos. Nunca había tenido un coito hasta entonces, pero conocía lo suficiente de sexualidad como para saber que su falo no estaba completamente erecto a pesar de la ominosa excitación que revelaba su rostro. Anquilosada por el pánico y el estupor, sólo pude corresponder con un fugaz beso en

Fragmento del capítulo 20, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Una estentórea ovación cerró la actuación. Realicé una pausa y levanté con ímpetu la bolsa que me cubría, todos elogiaron la interpretación de mi composición y la del músico griego. Isabel, tan conmovida como su madre, casi lloraba. Supe después que aquella banda sonora se encontraba entre sus favoritas. Nunca se me olvidará el atónito rostro de Antonio que jamás me había escuchado tocar el piano, sus palabras hacia lo que había presenciado era una mezcolanza de asombro y admiración. Si alguna vez él estuvo enamorado de mí, fue en ese preciso instante.»