Capítulo 4, Acto III, de «Mi hija y la ópera»
Fragmento del Capítulo 4, Acto III, de Mi hija y la ópera.
«Reminiscencias
de toda una existencia me sacudían incansables como olas en la orilla mientras
luchaba en mi personal guerra con el cansancio. Podía agruparlas en unas pocas,
el piano, la música, la soledad del hogar… junto al perseverante recuerdo de
las tumbas, las de mis abuelos y, especialmente, la losa que cubría los ataúdes
de mi madre y hermana, con el mármol helado y sucio por la tierra que era
movida por el viento eterno y las hojas marchitas caídas de los árboles del
cementerio con su particular danza sobre las lápidas. Sólo yo reparaba en aquel
singular baile y quién sabe si los muertos desde la infinitud del tiempo, creyéndose
olvidados.
—¿Por qué lloras, hija? —musitó.»
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La existencia de mi progenitora y sobre todo
la de mi hermana apenas habría dejado huella en el mundo, excepto para mí, que
sin conocerlas derramaba lágrimas saladas en un llanto silencioso y de
impotencia mientras contemplaba a mi padre que, en su duermevela, abría los
ojos para cerciorarse que, efectivamente, aún permanecía con vida.
Andrés Rosique Marín agonizaba ante mí. No
era una persona cualquiera de entre todas las que hayan podido existir en la
historia de la humanidad, era el ser que lo sacrificó todo para que yo sea
ahora quien soy. Me sobrevenían remembranzas de largos paseos por la montaña de
la que nunca nos separamos en toda nuestra estancia en Calasparra y de
interminables diálogos que concluían sin que me diera una sola respuesta que satisficiera
mis complicadas preguntas existenciales. Y un recuerdo nostálgico de mi niñez
surgía con nitidez por mi mente destacando sobre cualquier otro, era la
evocación de una tarde en una loma cercana, con nuestros pies colgados desde un
montículo que asomaba a un barranco, donde presenciamos el más bello de los
atardeceres sobre el pueblo.
—¿Por qué lloras, hija? —musitó.»
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