Nessun dorma (Turandot) Puccini
Mi hija y la ópera
ACTO 1 Capítulo III (fragmento página 20)
La soledad, unida a una resaca perpetua le hacía cuestionar de manera diaria su existencia, la tarde de un soleado domingo de agosto de 1975, después de un fin de semana ajetreado, asomado al balcón de su casa, escuchó una melodía que provenía del piso de abajo, de la casa de una vecina anciana medio sorda, que antes de realizar el habitual regado de macetas de cada tarde elevó el volumen de la radio que emitía un programa sintonizado al azar especializado en música clásica. Sonaba el aria de “Nessun dorma” de la ópera Turandot.
Sería el decaimiento producido tras varios días sin descanso, o la tristeza que irradiaba aquella última tarde de agosto, con las calles casi vacías de gente apurando las vacaciones, el recuerdo de su madre, o el de su solitario padre con el que apenas hablaba fuera del trabajo, que la melodía exaltó los más profundos sentimientos que jamás había tenido Andrés por unas notas musicales.
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