Capítulo 4, Acto II de «Mi hija y la ópera»

Pasaje del capítulo 4, Acto II de Mi hija y la ópera:


«El martes a las diez de la mañana la profesora anunció que la autora de la redacción ganadora respondía al nombre de Violeta Rosique. La carta que viene a continuación no ha tenido ningún retoque, fue escrita así hace catorce años:

¿Qué he hecho en verano?
Este verano ha sido especial para mí, las clases de piano y las óperas fueron sustituidas en parte por el televisor, un electrodoméstico que apenas usamos en casa. La excusa para encenderlo fue el Mundial de Italia, desde primeros de junio a primeros de julio estuvimos viendo los partidos de España, y cuando perdimos contra Yugoslavia vimos otros partidos importantes como la final: Alemania contra Argentina. Ni a mi tita ni a mí nos gusta el fútbol y, en verdad, a mi padre tampoco. Pero la oportunidad de ver la tele en el salón en vez de estar oyendo ópera y leyendo era única. Los tres animábamos a la selección, sobre todo los goles de Míchel, del que dice mi tita que es muy guapo. Mi tita viene todos los veranos a casa desde Cartagena, porque mi madre y mi hermana murieron cuando yo era bebé, y así me hace compañía.
Algunas veces en casa somos cuatro: mi padre, mi tita, Dani, que es mi profesor de piano y yo.
A mí me gusta Dani, él se ha enamorado de mi tita, mi tita va detrás de mi padre y mi padre me quiere a mí. Es como un círculo incomprensible, pero es lo que es.
La última semana de agosto se fue mi tita y, como siempre, la echo de menos, ya no vendrá a casa hasta las vacaciones de Navidad, mi padre dice que es poco tiempo, pero entiende que a mí me parezca una eternidad. Me quedo de nuevo con la soledad de la casa, la música, los libros y sin amigos.
¡Ah!, se me olvidaba, en la puerta de casa dejaron un cachorro de pastor alemán, mi padre me dijo que si lo quería tener en el jardín tendría que ser responsable con él. Le doy de comer y, a veces, le doy juego, pero mi padre se enfada porque con sus patas raya el coche y se hace caca en la puerta de la casa. Le puse de nombre “Señor Perro”, pero mi tita lo bautizó como Yako, desde entonces yo también le llamo así.
Ha empezado el curso y me reencuentro con mis compañeras de clase que sueñan con ser princesas o modelos, y casarse con un futbolista. Yo simplemente sueño con ser normal, que la gente no me mire con desprecio, ni que otros niños se rían de mí, echaré de menos este año a la señorita Bermejo, aunque creo que con doña Catalina estaré protegida.

Habría hecho más larga la redacción, pero es que no me ha pasado nada más este verano, me gustaría decir que he estado de viaje, que hemos ido a la playa, pero desde que termina el colegio, hasta que vuelve a empezar, no he salido del jardín de mi casa salvo cuando el coche de mi tita se va al final del verano por el camino de piedras y yo la sigo hasta que me canso.


   Miré de soslayo a la profesora indicando que ya había finalizado el texto, había leído con voz temblorosa y las mejillas ardiendo, probablemente ruborizadas. Agaché la vista al suelo cuando recibí el aplauso de toda la clase y aprecié en la barbilla de doña Catalina que mantenía una lucha interna por no echar una lágrima frente a sus pupilos. Cuando terminó la clase me pidió que esperase, quería hablar a solas conmigo, algunos compañeros se extrañaron porque aquella petición siempre iba encadenada a una reprimenda del tutor al alumno. Dos minutos después de que sonara el timbre, y todos los estudiantes abandonaran el aula, comenzó la ensalada de preguntas.»

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Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén