Capítulo 2, Acto II «Mi hija y la ópera»

Final del segundo capítulo, Acto II de Mi hija y la ópera:

«   —No he querido ofenderte, Laura, y si lo he hecho, perdona; simplemente no pesaba que te fueras a poner en mi contra. Me he molestado porque dices que estoy depresivo, y yo opino que la depresión es la ausencia de motivaciones, yo ya las tengo: mi hija y la ópera. No intentéis quitarme por unos días a mi pequeña, que Violeta podrá estar perfectamente sin mí, pero yo no puedo estar sin ella.
   La conversación fue diluyéndose a otros asuntos que ya no recuerdo, y ni falta que hace. Quedé fascinada por aquellas palabras de mi padre. Una persona desaliñada, de aspecto rudo, de tez casi negra por tanto sol y una espesa barba que le hacía parecer un náufrago, que vestía incluso en invierno camisas de manga corta, algunas veces, desabotonadas —seguramente por las calorías que le aportarían sus enormes vasos de whisky—, pero que me había dicho que me necesitaba. Si alguna vez hizo algún gesto de queja o menosprecio hacia mí, si en alguna ocasión me gritó o me zarandeó, se me olvidó para siempre aquella fría tarde.
   —Violeta, ¿me has dicho que encendiera la chimenea?
   Sacudí la cabeza afirmando. Mi padre únicamente la prendía si yo se lo solicitaba, de hecho, a él no le gustaba observar el fuego, le daba la espalda cuando comenzaba a llamear.
   —¿Se quedarán a cenar, no? —preguntó mi padre dirigiéndose a los adultos que nos acompañaban.

   Todos dijimos que sí. Estaba tan acostumbrada a contestar cada pregunta que escuchaba que me sentí estúpida afirmando que yo también me quedaría a cenar en mi propia casa, ante la afable sonrisa de mi tía Laura, la inexcusable risa de mi abuelo y la execrable carcajada de mi abuela.»


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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén