Los cinco

LOS CINCO
    Mi nombre es Javier, aunque un pequeño y exclusivo número de amistades de infancia y juventud me llamaban “Pelón”, esos amigos eran cuatro, y junto a mí formábamos el grupo de Los Cinco.

    Algunos pensaban que ese sobrenombre, hacía referencia a los cuatro adolescentes que acompañados de un perro, tenían miles de aventuras, salientes de la imaginación de una tal Enyd Blinton, pero no era así. No en vano, mi hermano mayor, tan jocoso como pedante, nos llamaba “Los Cinco” haciendo burla de nuestro talento musical referenciando a un grupo de compositores rusos que eran denominados así, riéndose de esa manera de nuestra capacidad para tocar instrumentos. Y es que Los Cinco, teníamos una banda de rock.

    Tal vez fue eso: nuestro grupo de música, lo que nos mantuvo ligados durante tanto tiempo. El resto de amigos del colegio se fueron yendo de nuestras vidas, Los Cinco, impermeables a otras amistades y a los ligues que en ocasiones compartíamos con la única condición de que ninguna de aquellas chicas pudiera apartarnos del resto.

    Pero todo acaba y al disolverse el grupo, concluyó nuestra unión, en los últimos diez años sólo hemos coincidido en un par de ocasiones, una de ellas: En la boda de Miguel Ángel, el batería, que nos invitó en un fallido intento de volver a juntarnos, lo acabo de ver en la cafetería, con cierta barriga y calvo, quien sabe si debido a las preocupaciones de su pequeña empresa, junto a su mujer y sus tres hijos que visten de uniforme. La otra vez que vi al grupo –y por última ocasión– fue en el sepelio de la madre de Fran, nuestro bajista, casado con una mujer de extraordinaria belleza que parece mirar con expresión avinagrada a todo el que saluda a su marido, tienen un hijo de cuatro años que no ha salido de casa, no por posibles catarros –como ellos dicen–, sino probablemente por no codearse con la chusma. Fran es ejecutivo de una multinacional alemana, viste de traje y camisas de cuello blanco, tanto en esta ocasión como cuando falleció su madre.

    Mientras estoy solo, esperando reconocer a alguien, en todo este bullicio inexpresivo que parlotea sobre las últimas peripecias de alguna estrella del fútbol y de la inefable capacidad que tienen los árbitros para pitar en contra de su equipo, me veo reflejado en uno de los cristales de la ventana como consecuencia de la oscuridad de esta lluviosa mañana, la reminiscencia de encontrarme con aquellos viejos amigos hace que me percate de mi patético aspecto. Yo era el guitarrista, ahora soy un soltero a las puertas de los cuarenta, mi frente dibuja una uve que crece por días y unas arrugas producidas por una vida sin cuidados, con las únicas aspiraciones de terminar –tras varios años– una maqueta instrumental de guitarra y volver a intimar con una vecina cincuentona con la que he tenido más sexo imaginario que real. Pensar que su marido es en la actualidad, la única persona con la que me tomo una cerveza hace tiempo que no me produce el menor reparo: y es que discuto mucho con él, tanto como con su mujer.

    Afortunadamente, las cínicas justificaciones de mis actos acaban cuando veo a Johnny, que así es como llamábamos a Pedro, a diferencia de mí sigue anclado en los veinte, aunque es claramente delatadado por una incipiente calva perseguida por una desgreñada coleta gris. El que fue teclista de nuestro grupo sigue guiñando el ojo a las jóvenes que sonríen con educación mientras juzgan su estrafalario aspecto, vive en piso compartido con unos chavales de universidad que podrían ser sus hijos y todavía sigue socorrido económicamente por sus jubilados padres. Cada mes que recibe una ayuda –al menos eso me dijo en su último correo electrónico– promete a sus progenitores que va a impartir clases de piano. Siempre termina sus mensajes asegurando que cuando pueda independizarse de sus compañeros de vivienda, invitará a Los Cinco a una paella que asevera “le sale de campeonato”. Sobre seguro afirmo que no habrá hecho una en su vida.

    Su entrada en aquel sitio hizo que lo llevase inmediatamente a la cafetería donde estaban Miguel Ángel y Fran, que como cabía esperar, estaban separados en mesas distantes con sus respectivas mujeres, los hijos de Miguel Ángel correteaban ajenos al lugar disputándose la única bola que una máquina expendedora había dejado para los tres. Solamente faltaba uno de Los Cinco: Manu, nuestro cantante.

    Manu no tenía mote, para eso era el líder, de buena percha y carisma lideró el grupo hasta que nuestras obligaciones profesionales nos lo impidieron. Tenía tanto sentimiento y talento como egocentrismo. Fue la no aceptación de las críticas lo que no pudo superar como músico y quizá como persona.

    Supe que cambió la cerveza de los ensayos, por la cocaína que unas supuestas amistades le suministraron hasta que su familia decidió cerrar la puerta del dinero. El grupo de mujeres, a las cuales, en su mayoría despreciaba, y que con suerte acababan la noche con alguno de la banda, fueron pasando a prostitutas de un barrio marginal a cambio de un poco de protección y puede que de la interpretación a capela de alguna de sus composiciones.

    Llamé al resto de Los Cinco para acceder a la sala donde estaba Manu, él ya había sido el primero en llegar a aquel recinto, como casi siempre en su vida. Era la sala número dos de la primera planta del Tanatorio. Ahí estaba su cadáver, ante un público desconocido que ni siquiera nos miró al entrar. Vimos el cuerpo de nuestro amigo, debidamente maquillado para disimular las huellas de su ahorcamiento.

    Se suicidó anoche, la madrugada del 12 de enero. Justo un día después de cumplir cuarenta años. Siempre le había enviado desde el móvil un mensaje corto de felicitación, el año pasado, me contestó lo siguiente: “Gracias Pelón, eres el único que todavía se acuerda de mí”. Me molestó que no me llamase Javier, es más, cualquier mote que aludiera a la ausencia de cabello me acomplejaba, pero no dije nada, tal vez por eso, este año no le he enviado ningún mensaje.

    Seguramente, no lo hizo nadie.

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