Volumen 29 de «Mi hija y la ópera»
28 Avistamos la mirada glacial e indiferente de Marisa al otro lado del pasillo, junto a otras personas que aguardaban la llegada del vuelo de Madrid, en el Aeropuerto de Alicante. Era la una de la tarde del pasado martes 14 de diciembre. Nos recibió con una mueca que pretendía fingir una sonrisa. Sus ojeras evidenciaban un rostro fatigado que yo atribuí a la resaca de un fin de semana agitado. Más raros fueron los dos besos atropellados con los que saludó a su primogénita en relación al profundo abrazo que me ofreció sin pronunciar palabra. Marisa dejó conducir a su hija de regreso a casa, había venido a por nosotras en el automóvil de Isabel, un utilitario en cuyo maletero solo cabía la mitad de nuestro equipaje. A pesar de la insistencia de «nuestra madre» me senté en el asiento de detrás, con mi maleta a la izquierda. —¿Qué tal los rascacielos, se ven tan altos como en las películas? —preguntaba con indisimulada apatía. Asentíamos sin entusiasmo, Marisa no lo d