Volumen 18 de «Mi hija y la ópera»
17 Me parecía un misterio descubrir qué tipo de virtudes pudo encontrar Marisa en mi padre, tan huraño, maniático y rudo. ¡Qué contraste con ella!, excelente conversadora, con una escucha activa en la que jamás interrumpía, prudente en sus opiniones… Aunaba perspicacia y modestia como nadie, polifacética en cuanto al arte —en este aspecto sí comulgaban—, pintaba de maravilla exhibiendo algunos de sus cuadros en las viejas paredes de nuestro hogar, también se arrancaba a cantar con su espléndida voz mientras arpegiaba la guitarra siguiéndome a mí o a mi progenitor frente al piano. Dudo de que mi padre contase a Marisa que había sido capaz de dejar moribundo a un ser humano, como una vez confesó a sus amigos, o incluso de amputar media mano a un delincuente con un hachazo, así como de haber atacado a su propio perro, a mi malogrado Yako . A veces, yo pensaba que él, con sus acciones, se acercaba a la imagen que todos asumimos de un criminal, más que a la de una persona cu