Volumen 17 de «Mi hija y la ópera»
16 Un domingo por la mañana llamó mi tía para informarme de una fantástica noticia: ¡Estaba embarazada! Por fin iba a tener un primo, con una diferencia de edad, eso sí, de más de veinte años. Una ecografía anticipó semanas más tarde de que nacería varón. Por aquella época mi apego hacia Antonio se había acrecentado de tal manera que difícil era el día que no charlábamos en su supermercado e inaudito el fin de semana que no quedásemos coincidiendo con su peña que ya consideraba como propia. Comencé a descubrir cierto encanto en la personalidad de aquel tipo, y no sé si ese sentimiento era por aquel entonces recíproco. Incluso lo aficioné un poco a la ópera, solíamos escucharla en el coche. En otras ocasiones, salíamos para comer pipas en la plaza del Ayuntamiento mientras criticábamos a cualquiera de las amistades que teníamos en común. Mi padre conoció a una mujer elegante que irradiaba cierto halo bohemio y que atendía al nombre de Marisa. Ella, que se estaba encargando de