Volumen 34 de «Mi hija y la ópera»
5 Cuatro meses y un día distaron desde que le comunicamos a mi padre su ineludible final hasta que abandonó este mundo. Marisa ya se había marchado de casa, justo el día después de su cumpleaños. Se fue implorando a su entrañable pareja que dejara un espacio para ella en su pensamiento. Le acarició su cabello encanecido, cada vez menos espeso, y le besó en unos labios que reclamaban más oxígeno que cariño. Portaba una maleta con todas sus pertenencias finiquitando cualquier vestigio de coexistencia con nosotros. Se despidió de Trini con dos besos y de mí con profundo abrazo: «Os quiero con toda mi alma». Echó un último vistazo a la habitación con cierta entereza, constató con la mirada que había dejado un hermosísimo vestido rojo que nunca llegó a estrenar en el armario del dormitorio que se encontraba entreabierto. Era el atuendo que debía de haber lucido para la representación del Romea que no pudo disfrutar en compañía de aquella persona que se moría por segundos. Aquel e