MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 33
4 Las jornadas transcurrieron implacables, el estado físico de mi padre nos revelaba que nos encontrábamos ante su inexorable fin. La máquina que le ayudaba a respirar producía un estridente sonido que impedía el descanso a todo aquel que procurase reposar junto a él en su dormitorio. Igualmente yo dormía la siesta sobre su cama mientras, desde su mecedora, él intentaba releer alguna de las muchas obras que atesorábamos en casa desde tiempos inmemoriales. Yo creo que ya ni leía, utilizaba el libro para dirigir su mirada y pensar, otras veces lo cerraba, descorría la cortina y le echaba un vistazo al pueblo y quién sabe si a la infinitud del paisaje, siempre meciéndose con suavidad, con su vieja bata. Únicamente abandonaba la habitación cuando Trini, la enfermera que le asistía, se adentraba para realizar su ingrata labor de limpieza. Conociéndole, debió ser humillante para él. No quiero imaginar cómo tuvo que sentirse cuando en ese mismo cuarto lo desnudaron y ataron