Volumen 22 de «Mi hija y la ópera»

21 Las duras palabras de los futuros yernos de Marisa cayeron como pesadas piedras, sepultándome e introduciéndome en un caparazón de desconfianza, comenzando otra etapa de aislamiento al mundo, y solo mi padre, Marisa y Antonio mantenían un contacto cotidiano conmigo. El recurrente pensamiento de la idílica imagen de Isabel me conturbaba, pero me sirvió para convencerme de que no estaba enamorada de Antonio, pensaba que mi relación con él no iba a sobrepasar la fase de algún esporádico beso en la boca al saludarnos y al despedirnos. Aunque, en ocasiones, él se acercaba a lo que yo podía considerar como un novio, desprendiéndole de la etiqueta de bruto que le había colgado. Había transcurrido un mes desde la visita de las hijas de Marisa y sus pretendientes a casa, tomábamos café en la misma heladería donde nos besamos en público por primera vez. En esta segunda ocasión, la desapacible temperatura del otoño obligó a que nos sentásemos en el interior, con la molestia...