Entradas

Mostrando las entradas etiquetadas como turandot

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 18

Imagen
17    Me parecía verdaderamente un misterio descubrir qué tipo de virtudes pudo encontrar Marisa en mi padre, tan huraño, hermético, maniático y, mayormente, tan rudo; ¡qué contraste con ella!, excelente conversadora, con una escucha activa en la que jamás interrumpía, prudente en sus opiniones… Aunaba perspicacia y modestia como nadie, polifacética en cuanto al arte —en este aspecto sí comulgaban—, pintaba de maravilla exhibiendo algunos de sus cuadros en las viejas paredes de nuestro hogar, también se arrancaba a cantar con su espléndida voz mientras arpegiaba la guitarra siguiéndome a mí o a mi progenitor frente al piano.    Dudo de que mi padre contase a Marisa que había sido capaz de matar a un ser humano, como una vez confesó a sus amigos, o incluso de amputar media mano a un delincuente con un hachazo, así como de haber atacado a su propio perro, a mi malogrado Yako . A veces yo pensaba que él, con sus acciones, se acercaba a la imagen que todos asumimos de un crimin

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 10

Imagen
9    La estupidez de la adolescencia —la cual admito, ahora, una década más tarde— aumentó mi inseguridad. Y por si fuera poco para mi timidez, un nuevo reto se presentó cuando un par de individuos de apariencias dispares comenzaron a frecuentar nuestra casa: Juan Alcalá y Pedro Romero Gargallo. El primero, un joven de apenas veinte años, de pelo de punta, vestido siempre con camisetas de manga corta, las cuales remangaba para exhibir en sus huesudos hombros, y en entre otros tatuajes, el amor que profesaba a su madre. Escuálido, barbilampiño y blasfemo, extraña era la frase que no fuera precedida con un « cagoendios », expresión que, en adelante, escribiré siempre junta como si fuera una sola palabra, una muletilla sin sentido evitando caer en su ordinariez. El segundo, Pedro Romero Gargallo (siempre incluía su segundo apellido, decía que se debía estar orgulloso de los nombres que heredábamos de ambos padres), era un idealista de espíritu filosófico, de cabello castaño oscur

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 9

Imagen
8    Dani se convirtió a partir de aquel momento en la única persona que entraba a casa. Sus dotes para la enseñanza propiciaron que, además de clases de piano, fuese mi profesor en las materias lectivas que los niños de mi edad recibían en el colegio. Un vendedor ambulante, cuyo nombre era Domingo, también se acercaba cada mañana a casa, pero nunca sobrepasaba la valla que delimita la parcela, tocaba la bocina muy temprano anunciando su llegada y nos traía los pedidos de todo tipo de productos alimenticios y tomaba nota de los siguientes. Siempre lo atendía mi padre desde la verja, que abría para que el viejo pudiera dar la vuelta sin demasiadas maniobras. Yo nunca trataba con él; por eso, apenas conocí a ese señor hasta poco antes de jubilarse.    El tiempo que mi padre y yo dedicábamos a Yako en aquellos meses de oscuridad nos sirvió para domesticarle. Una vieja pelota de tenis era su juguete preferido, nunca se hartaba de perseguirla, ¡qué diferencia con los humanos!, q