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MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 21

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20    Ana, la menor de las hijas de Marisa, tenía previsto irse en septiembre, justo después de los encierros, a Murcia para vivir junto a su hermana Isabel. Se había matriculado en la universidad de la capital y, como cabría esperar, permanecería grandes temporadas lejos de Calasparra. La mayor estaba comprometida sentimentalmente con un joven murciano, por eso apenas venía al pueblo salvo algún esporádico fin de semana. La pequeña aprovecharía esa circunstancia y la libertad que le brindaba no estar tutelada por su progenitora. Además, al carecer de vehículo propio para poder desplazarse con total independencia le obligaría a quedarse en la ciudad y, con ello, desligarse cautamente de su relación con un chico de la localidad; un romance —según contaba su madre— no tan consolidado como el de su hermana Isabel.    Mi padre y Marisa establecieron que, a partir de dicho momento, vivirían juntos permanentemente y no sólo durante los fines de semana, como se estaba haciendo h

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 19

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18    El único inconveniente que afloró tras las primeras semanas de convivencia con Marisa, fue que, naturalmente, yo había dejado de tener intimidad. No es que su estancia me molestase, y si así hubiera sido, fue compensada con creces por los beneficios que aportaba a mi padre su presencia. Sus hijas, ambas con una vida social agitada, no percibirían la ausencia de su madre en su casa durante los fines de semana. Por eso, el paso siguiente que di al del aislamiento fue el de fingir todo lo contrario, pretendía parecer una persona independiente y poco hogareña, por lo que debía de estar el mayor tiempo posible de los sábados y los domingos «desaparecida».    Como siempre, me valí de la total disposición de Antonio hacia mí y lo manejé para que estuviera a todas horas conmigo (siempre y cuando el horario de su tienda se lo permitiese). Las noches teníamos garantizada la diversión con nuestras amistades de la peña. Sólo me bastaba con que las mañanas de los domingos hiciésem

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 18

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17    Me parecía verdaderamente un misterio descubrir qué tipo de virtudes pudo encontrar Marisa en mi padre, tan huraño, hermético, maniático y, mayormente, tan rudo; ¡qué contraste con ella!, excelente conversadora, con una escucha activa en la que jamás interrumpía, prudente en sus opiniones… Aunaba perspicacia y modestia como nadie, polifacética en cuanto al arte —en este aspecto sí comulgaban—, pintaba de maravilla exhibiendo algunos de sus cuadros en las viejas paredes de nuestro hogar, también se arrancaba a cantar con su espléndida voz mientras arpegiaba la guitarra siguiéndome a mí o a mi progenitor frente al piano.    Dudo de que mi padre contase a Marisa que había sido capaz de matar a un ser humano, como una vez confesó a sus amigos, o incluso de amputar media mano a un delincuente con un hachazo, así como de haber atacado a su propio perro, a mi malogrado Yako . A veces yo pensaba que él, con sus acciones, se acercaba a la imagen que todos asumimos de un crimin