Coscoletas

   «Papi, llévame a coscoletas» me ha dicho Adriana en cuanto hemos salido de su colegio tras haber presenciado su actuación en su último día lectivo del presente año. Como siempre, le he hecho caso y, gustoso, la he aupado sobre mis hombros. Ha sido corto el trayecto, porque desde su centro escolar hasta el lugar donde su madre había estacionado su vehículo distaban veinte metros.
   Durante el camino al coche, mi hija le ha pedido a su madre que quería quedarse conmigo (a pesar de no haber cumplido aún los cuatro años, es sabedora de que la decisión de quedarse o no con su padre no depende de nadie salvo de su caprichosa madre —o de otras personas que no son su familia más directa—). A lo que su progenitora , inmisericorde a sus sollozos y cruelmente lacónica, le respondió que no, sin apostillar explicación que la justificara.

   Lo que mi pequeña Adriana todavia no sabe es que todo esto es coyuntural, que nuestros destinos no dependen de una mente perversa que encuentra cierta felicidad en el sufrimiento de su propia hija, porque sabe que con ello me hace daño a mí. Nuestro sino está en la mano de la JUSTICIA, aunque estemos a espensas de una sentencia que tardará semanas o quizá meses, quién sabe, incluso, si años.
 
   Mientras tanto, yo me iba solo a casa, cabizbajo y conteniendo las lágrimas; los demás padres, con las luces navideñas reflejadas en sus alegres pupilas llevaban a sus sonrientes vástagos rumbo a un hogar repleto de vida y de felicidad. Muchos de ellos, como yo, transportándolos a coscoletas. 
   
 

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