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 8 Dani se convirtió a partir de aquel momento en la única persona que entraba en nuestro hogar. Un vendedor ambulante, cuyo nombre era Domingo, también se acercaba cada mañana a casa, pero nunca sobrepasaba la valla que delimita la parcela. Tocaba la bocina muy temprano anunciando su llegada y nos traía los pedidos de todo tipo de productos y tomaba nota de los siguientes. Siempre lo atendía mi padre desde la verja, que abría para que el viejo pudiera dar la vuelta sin demasiadas maniobras. Yo nunca trataba con él, por eso apenas si conocí a ese señor hasta poco antes de jubilarse. El tiempo que mi padre y yo dedicábamos a Yako en aquellos meses de oscuridad nos sirvió para domesticarle. Una pelota de tenis era su juguete preferido, nunca se hartaba de perseguirla. Qué diferencia con los humanos, que enseguida acabamos aburriéndonos de lo mismo. Bueno, todas las personas exceptuando al maniático de mi progenitor. Repetitivo hasta la enajenación; la narración de un día cualquiera de su

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  Andrés, III Nuestro protagonista se convirtió en un joven retraído e inseguro tras aquel fracaso sobre el escenario. Su renovada amistad con José Blázquez —y la comitiva que solía acompañarle en sus juergas nocturnas— propiciaron que adquiriese hábitos poco saludables, conducta que se incrementó cuando se independizó. Adquirió una vivienda en el séptimo piso de uno de los bloques de Urbincasa, en la calle Almirante Baldasano, cercana a la casa de su padre. Fue en agosto de 1975, cuando escuchó el aria de «Nessun dorma» de la ópera Turandot que provenía de un balcón cercano. Sería el decaimiento producido por estar varios días de resaca o la tristeza que irradiaba aquella última tarde de agosto, o tal vez una lejana evocación de su madre o el recuerdo de su solitario padre, con el que apenas conversaba fuera del trabajo, o todo junto, que la melodía exaltó la más profunda emoción que jamás había sentido por unas notas musicales. Había anochecido cuando salió a dar un paseo con aquel c

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 7 Teresa regresó a la semana siguiente con la excusa de que debía realizar un trabajo en Moratalla, una localidad cercana a Calasparra. Estuvo un par de noches en casa, las del miércoles y jueves. Alegaba que una cena con nuestra compañía siempre sería más cálida que la fría estancia en un hotel. Mi padre ingenió un plan, logrando que ella se hospedase con nosotros minimizando mi desaprobación: él me cedería su dormitorio y ellos dormirían en cada una de las camas de mi cuarto, mi padre en la mía —especificó insistente— y Teresa en la que solía acostarse mi tía. La mujer procuró ganarse mi cariño en aquellas estancias nocturnas. Yo no conseguí ver en ella otra cosa que una intrusa que relegaba a Laura de nuestras vidas. Me dijo que el lunes subsiguiente debía terminar el estudio de calidad que desarrollaba en una fábrica moratallense y que, por ello, traería desde Cartagena a su perra para que jugase con Yako. Esa misma noche mi tía me llamó por teléfono para anunciarnos que vendría c

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6 Aunque mi tía depusiera nuestros encuentros de fin de semana, fue ella la que me proporcionó los libros de texto que le servían de apoyo en nuestras clases para que los estudiase, telefoneándome casi todas las noches para tantear mi evolución. La conferencia de los sábados era bastante más larga porque hacíamos un repaso semanal a todo lo aprendido. Recuerdo que, en ocasiones, mi padre comentaba con Laura que anhelaba que yo desarrollase mi talento realizando actividades que me motivasen, que no perdiera demasiado el tiempo con aquello que no satisficiera mis intereses o capacidades. En otras conversaciones telefónicas discutían: él mantenía su negativa a habilitar la habitación secreta con el subterfugio de que las herramientas y otros enredos peligrosos no podían almacenarse en otro lugar. Yo creo que intentaba evitar que mi abuela prolongase su estancia en nuestra casa, o tal vez su santuario era intocable. Daniel y mi padre colaboraban también en mi desarrollo educacional, con má

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  5 De lunes a viernes, reemplazando las clases escolares, apoyaba a mi padre en las arduas tareas domésticas. Buena parte de aquel tiempo lo destinó a enseñarme a cocinar recetas sencillas. Las lecciones de piano que recibía los sábados se cambiaron a las tardes del martes y del jueves. Con esta medida —buena por partida doble— evitaba que Dani coincidiera con Laura y conseguía tener a mi tía en exclusividad para optimizar el temario que cada fin de semana me aguardaba. Ella aprovechaba sus desplazamientos desde Cartagena para llevar y traer documentos relacionados con los negocios de mi padre y así descargar a Paco de su semanal informe, que se convirtió en mensual. Seguían cayendo, no obstante, en viernes las visitas de la persona a la que yo llamaba padrino. Él discutía con mi padre, junto al escritorio, en una de las esquinas del salón, acerca de contratos de personal, nóminas y sobre la prioridad de a cuáles proveedores debían firmar un talón o un pagaré. Lo único que recuerdo es

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Andrés, II Era a finales de los sesenta cuando formó un conjunto musical con sus amistades de la infancia Antonio López y José Blázquez, circunstancia que le ayudaría a olvidarse de Teresa, una chica que fue novia de un amigo común y de la que se enamoró en la adolescencia. El joven Rosique había aprendido a tocar la guitarra años atrás gracias a la perseverancia de Antonio, el más talentoso de los miembros del grupo. Por aquel entonces ya había abandonado los estudios y trabajaba en una de las tiendas de su padre, en los puestos de menor responsabilidad y sueldo. Con dieciséis años, el tiempo que destinaba a su empleo, apenas le concedía espacio para asuntos ociosos, dedicándole a la música los fines de semana. Una madrugada de mediados de marzo de 1970, tras uno de sus ensayos, llegó a casa y se encontró una hoja escrita por su padre en el suelo, detrás la puerta de la entrada: «Tu abuela ha muerto, me he ido a Balsicas, llama a casa de los tíos». Pepe se refería a su suegra, la que

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4 El verano del noventa acabó y una sorpresa me aguardaba como aperitivo al curso escolar: mi señorita, María Bermejo, había sido trasladada a otro colegio. Su lugar lo ocupaba ahora doña Catalina, una mujer al borde de la jubilación a la que conocía de vista por ser profesora de otras clases del centro. Transmitía respeto, incluso la temían mis compañeros, de entre ocho y nueve años, casi de su estatura. No parecía achantarse ni siquiera con el director; todo lo contrario a su antecesora. Para conocernos nos ordenó que durante el fin de semana escribiésemos una redacción con un tema común, que contáramos en un máximo de dos folios aquello que habíamos hecho en verano. El texto que más le gustase se leería en alto por el alumno ganador y recibiría un sonoro aplauso como premio.