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MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 34

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5    Cuatro meses y un día distaron desde que le comunicamos a mi padre su ineludible final hasta que abandonó este mundo. Marisa ya se había marchado de casa, concretamente el día después de su cumpleaños. Se fue implorando a su entrañable pareja que dejara un espacio para ella en su pensamiento. Le acarició su cabello encanecido, cada vez menos espeso, y le besó en unos labios que inconscientemente reclamaban más oxígeno que cariño. Portaba una maleta con todas sus pertenencias finiquitando cualquier vestigio de coexistencia con nosotros. Se despidió de Trini con dos besos y de mí con profundo abrazo: «Llámame cuando todo ocurra, yo no soy tu madre ni tampoco su mujer, pero os quiero con toda mi alma».    Echó un último vistazo a la habitación con cierta entereza, constató con la mirada que había dejado un hermosísimo vestido rojo que nunca llegó a estrenar en el armario del dormitorio que se encontraba entreabierto. Era el atuendo que debía de haber lucido para la represe

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 33

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4    Las jornadas transcurrieron implacables, el estado físico de mi padre nos revelaba que nos encontrábamos ante su inexorable fin. La máquina que le ayudaba a respirar producía un estridente sonido que impedía el descanso a todo aquel que procurase reposar junto a él en su dormitorio. Igualmente yo dormía la siesta sobre su cama mientras, desde su mecedora, él intentaba releer alguna de las muchas obras que atesorábamos en casa desde tiempos inmemoriales. Yo creo que ya ni leía, utilizaba el libro para dirigir su mirada y pensar, otras veces lo cerraba, descorría la cortina y le echaba un vistazo al pueblo y quién sabe si a la infinitud del paisaje, siempre meciéndose con suavidad, con su vieja bata.    Únicamente abandonaba la habitación cuando Trini, la enfermera que le asistía, se adentraba para realizar su ingrata labor de limpieza. Conociéndole, debió ser humillante para él. No quiero imaginar cómo tuvo que sentirse cuando en ese mismo cuarto lo desnudaron y ataron

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 32

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3    La salud de mi padre mermó notablemente tras la visita de su buen amigo Paco. A partir de entonces convirtió la planta superior de nuestra vivienda en una especie de fortaleza donde descansaba, se aseaba y escuchaba música. Únicamente bajaba las escaleras para comer algo.    Atribuí a la ansiedad que me producía la enfermedad de mi progenitor cuando somaticé el estrés con dolores en el vientre y en los pechos, incluso no me extrañó que la menstruación se demorase al estar padeciendo en mis carnes el declive físico de la única persona que ha estado junto a mí desde siempre. Por las mañanas, la congoja y la tortura psicológica a la que estaba siendo sometida me producía náuseas, de tal manera, que casi siempre acababa por provocarme el vómito.    Toda aquella sintomatología no me atormentaba en comparación a la posibilidad de haber quedado encinta, porque aunque fuera remota la probabilidad, existía un exiguo riesgo de concepción por aquel par de minutos donde el puert