MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 12
11 El trasiego que mi padre produjo accediendo a intervalos más o menos regulares a la habitación secreta me dejó en vela casi toda la madrugada. Le oía cerrar con llave cada vez que la abandonaba, quería evitar a toda costa que nuestra curiosidad rompiese la mágica sorpresa que nos aguardaba. Escuchaba, asimismo, los ronquidos de Alberto que atravesaban el tabique que separaba mi dormitorio de donde él pernoctaba. Presentí que mi tía estaría despierta, imaginando en los recuerdos con los que se toparía al adentrarse a la sala que tantos años nos había estado vetada. Yo creía conocer todo lo que allí se almacenaba. ¡Cuán equivocada estaba! Me levanté sobre las nueve, mi padre había salido a caminar, y mi tía y Alberto desayunaban en la cocina, ambos callados, el silencio sólo se rompía con el roce de las cucharillas en las tazas de café con leche que removían persistentemente. —Buenos días, tita, buenos días, Alberto. —Buenos días, Violeta —saludaron a la ve