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MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 7

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6    Aunque mi tía depusiera nuestros encuentros de fin de semana, fue ella la que me proporcionó los libros de texto que le servían de apoyo en nuestras clases para que los estudiase, llamándome telefónicamente casi todas las noches para tantear mi evolución. La conferencia de los sábados era considerablemente más larga porque hacíamos un repaso semanal a todo lo aprendido. Recuerdo que, en ocasiones, mi padre comentaba con Laura que anhelaba que yo desarrollase mi talento realizando actividades que me motivasen, que no perdiera demasiado el tiempo con aquello que no satisficiera mis intereses o capacidades. En otras conversaciones telefónicas discutían, él mantenía su negativa a habilitar la habitación secreta con el subterfugio de que las herramientas y otros enredos peligrosos no podían almacenarse en otro lugar. Yo creo que intentaba evitar que mi abuela prolongase su estancia en nuestra casa, o tal vez su santuario era intocable.    Daniel y mi padre colaboraban tambié

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 6

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5    De lunes a viernes, reemplazando las clases lectivas, auxiliaba a mi padre en las arduas tareas domésticas. Buena parte de aquel tiempo lo destinó a enseñarme a cocinar recetas sencillas —tampoco es que él fuera un gran cocinero—. Las lecciones de piano que recibía los sábados se duplicaron a las tardes del martes y del jueves. Con esta medida —buena por partida doble— evitaba que Dani coincidiera con Laura; y conseguía tener a mi tía en exclusividad para optimizar el temario, cada vez más extenso, que cada fin de semana me aguardaba.    Ella aprovechaba sus desplazamientos desde Cartagena para llevar y traer documentos relacionados con los negocios de mi padre y, así, descargar a Paco de su semanal visita que se convirtió en mensual. Seguían cayendo, no obstante, en viernes las visitas de la persona a la que yo llamaba «padrino». Él discutía con mi padre, sentados, ambos, frente al escritorio en una de las esquinas del salón, acerca de contratos de personal, nóminas,

MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 5

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4    Aquel verano del noventa acabó, y una sorpresa me aguardaba como aperitivo al curso escolar: mi señorita, María Bermejo, había sido trasladada a otro colegio. Su lugar lo ocupaba ahora doña Catalina, una mujer al borde de la jubilación a la que conocía de vista por ser profesora de otras clases del centro. Transmitía respeto, incluso la temían los niños de la clase, de entre nueve y diez años, casi de su estatura. No parecía achantarse ni siquiera con el director, todo lo contrario a su antecesora.    Para conocernos nos ordenó que durante el fin de semana escribiésemos una redacción con un tema común, que contáramos en un máximo de dos folios aquello que habíamos hecho en verano. El texto que más le gustase se leería en alto por el alumno ganador y recibiría un sonoro aplauso como premio. El lunes debía estar entregada, disponíamos de cuatro días para escribirla. No deposité demasiado entusiasmo en la redacción, tenía pavor a enfrentarme a una lectura en voz alta con