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Volumen 22 de «Mi hija y la ópera»

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21    Las duras palabras de los futuros yernos de Marisa cayeron como pesadas piedras, sepultándome e introduciéndome en un caparazón de desconfianza, comenzando otra etapa de aislamiento al mundo, y solo mi padre, Marisa y Antonio mantenían un contacto cotidiano conmigo. El recurrente pensamiento de la idílica imagen de Isabel me conturbaba, pero me sirvió para convencerme de que no estaba enamorada de Antonio, pensaba que mi relación con él no iba a sobrepasar la fase de algún esporádico beso en la boca al saludarnos y al despedirnos. Aunque, en ocasiones, él se acercaba a lo que yo podía considerar como un novio, desprendiéndole de la etiqueta de bruto que le había colgado. Había transcurrido un mes desde la visita de las hijas de Marisa y sus pretendientes a casa, tomábamos café en la misma heladería donde nos besamos en público por primera vez. En esta segunda ocasión, la desapacible temperatura del otoño obligó a que nos sentásemos en el interior, con la molestia de tener

Volumen 21 de «Mi hija y la ópera»

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20    Ana, la menor de las hijas de Marisa, tenía previsto irse en septiembre, justo después de los encierros, a Murcia para vivir con su hermana Isabel. Se había matriculado en la universidad de la capital y, como cabría esperar, permanecería grandes temporadas lejos de Calasparra. La mayor estaba comprometida con un joven murciano, por eso apenas venía al pueblo salvo algún esporádico fin de semana. La pequeña aprovecharía esa circunstancia y la libertad que le brindaba no estar tutelada por su progenitora. Además, al carecer de vehículo propio para poder desplazarse con total independencia le obligaría a quedarse en la ciudad y, con ello, desligarse de su relación con un chico de la localidad; un romance —según contaba su madre— no tan consolidado como el de su hermana.    Mi padre y Marisa establecieron que, a partir de dicho momento, vivirían juntos, y no solo los fines de semana como se estaba haciendo hasta entonces. Acogí la idea con entusiasmo, mi progenitor escalaría

Volumen 20 de «Mi hija y la ópera»

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19    Aquel lunes por la noche volví a quedar con Antonio. Aguardé en casa para que me recogiera una vez hubiera cumplido con sus obligaciones profesionales. Su automóvil franqueó la verja detrás del de Marisa. Ella cenaría con mi padre en casa y yo haría lo propio con Antonio en alguna taberna del pueblo, cada oveja con su pareja. Vacilé unos instantes en saludar a mi «pretendiente» con un beso en los labios o dos en las mejillas, dudé tanto que arrimé mis posaderas al asiento del copiloto y con un escueto: «Hola» cerré la puerta. Nos proponíamos ir de tapas y cervezas, de bar en bar, «de cañas» —como solían decir en la peña—. Antonio conducía ensimismado, ese estado de ausencia era muy raro en él, pues no solía conceder ni un segundo al silencio durante los primeros minutos de cada uno de nuestros encuentros. Creí que su comportamiento obedecía a lo que nos ocurrió la noche anterior en ese mismo vehículo, pero su preocupación era otra. Una vez realizadas las maniobras de aparc