Volumen 20 de «Mi hija y la ópera»
19 Aquel lunes por la noche volví a quedar con Antonio. Aguardé en casa para que me recogiera una vez hubiera cumplido con sus obligaciones profesionales. Su automóvil franqueó la verja detrás del de Marisa. Ella cenaría con mi padre en casa y yo haría lo propio con Antonio en alguna taberna del pueblo, cada oveja con su pareja. Vacilé unos instantes en saludar a mi «pretendiente» con un beso en los labios o dos en las mejillas, dudé tanto que arrimé mis posaderas al asiento del copiloto y con un escueto: «Hola» cerré la puerta. Nos proponíamos ir de tapas y cervezas, de bar en bar, «de cañas» —como solían decir en la peña—. Antonio conducía ensimismado, ese estado de ausencia era muy raro en él, pues no solía conceder ni un segundo al silencio durante los primeros minutos de cada uno de nuestros encuentros. Creí que su comportamiento obedecía a lo que nos ocurrió la noche anterior en ese mismo vehículo, pero su preocupación era otra. Una vez realizadas las maniobras de aparc