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Volumen 5 de «Mi hija y la ópera»

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4    El verano del noventa acabó, y una sorpresa me aguardaba como aperitivo al curso escolar: mi señorita, María Bermejo, había sido trasladada a otro colegio. Su lugar lo ocupaba ahora doña Catalina, una mujer al borde de la jubilación a la que conocía de vista por ser profesora de otras clases del centro. Transmitía respeto, incluso la temían mis compañeros, de entre ocho y nueve años, casi de su estatura. No parecía achantarse ni siquiera con el director, todo lo contrario a su antecesora. Para conocernos nos ordenó que durante el fin de semana escribiésemos una redacción con un tema común, que contáramos en un máximo de dos folios aquello que habíamos hecho en verano. El texto que más le gustase se leería en alto por el alumno ganador y recibiría un sonoro aplauso como premio.    No deposité demasiado entusiasmo en la redacción, tenía pavor a enfrentarme a una lectura en voz alta con todos los ojos de la clase clavados en mí, pero tal vez yo aventajaba a la mayoría de mis

Volumen 4 de «Mi hija y la ópera»

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3    Tendría ocho años cuando ocurrió lo inimaginable. Era una mañana de sol radiante y cielo azul, embellecido por un enérgico viento que hacía silbar los grandes árboles de nuestro jardín. Un técnico acudió a casa a revisar el cableado, no recuerdo si del teléfono o de la electricidad. Mi padre tuvo que dejarle abierta la «habitación prohibida», que así era como denominaba a la sala, cerrada con llave, del final del pasillo de cuya baranda asoma la escalera y colinda con el dormitorio principal. Sentí una indescriptible necesidad de curiosear en la habitación cuando vi entornada la puerta. Permitía pasar un halo de luz blanca, en la vida había visto que una sala fuese tan luminosa. Con la garantía de que la voz de mi padre, conversando con el técnico, resonaba desde la planta baja, aproveché el descuido y atravesé el umbral. Lo que me encontré en el interior nada tenía que ver con lo que siempre había oído. El cuarto parecía recién pintado, no como el resto de las paredes de

Volumen 3 de «Mi hija y la ópera»

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2    Todos los bienes de mi abuelo, el negocio, unos locales arrendados a otros comercios y dos viviendas —la del pueblo y la de la ciudad—, cayeron en manos de mi padre. Debía reunirse con el asesor de la empresa, y con un tal Paco, quién había acabado como mano derecha de mi abuelo tras la marcha de su hijo a Calasparra. Por ello tuvimos que permanecer unas jornadas en Cartagena, lo cual fue un alivio para mí tras los primeros días de clase.    —¿Quieres que nos quedemos a vivir aquí? —preguntó mi padre refiriéndose a la ciudad que le vio crecer.    Asentí.    —Tendrías que cambiar de colegio.    —¿Podré ir con la tita?    —Laura te podrá visitar más veces si estamos en Cartagena, pero no será en la misma casa donde vivíamos.    —¿Por qué?    —Porque la vendimos para comprar la de Calasparra. Ahora nos compraremos una mejor, pero durante un tiempo tendremos que quedarnos en la del abuelo Pepe, donde yo vivía cuando tenía tu edad.    —Yo quiero ir a la casa de