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Volumen 4 de «Mi hija y la ópera»

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3    Tendría ocho años cuando ocurrió lo inimaginable. Era una mañana de sol radiante y cielo azul, embellecido por un enérgico viento que hacía silbar los grandes árboles de nuestro jardín. Un técnico acudió a casa a revisar el cableado, no recuerdo si del teléfono o de la electricidad. Mi padre tuvo que dejarle abierta la «habitación prohibida», que así era como denominaba a la sala, cerrada con llave, del final del pasillo de cuya baranda asoma la escalera y colinda con el dormitorio principal. Sentí una indescriptible necesidad de curiosear en la habitación cuando vi entornada la puerta. Permitía pasar un halo de luz blanca, en la vida había visto que una sala fuese tan luminosa. Con la garantía de que la voz de mi padre, conversando con el técnico, resonaba desde la planta baja, aproveché el descuido y atravesé el umbral. Lo que me encontré en el interior nada tenía que ver con lo que siempre había oído. El cuarto parecía recién pintado, no como el resto de las paredes de

Volumen 3 de «Mi hija y la ópera»

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2    Todos los bienes de mi abuelo, el negocio, unos locales arrendados a otros comercios y dos viviendas —la del pueblo y la de la ciudad—, cayeron en manos de mi padre. Debía reunirse con el asesor de la empresa, y con un tal Paco, quién había acabado como mano derecha de mi abuelo tras la marcha de su hijo a Calasparra. Por ello tuvimos que permanecer unas jornadas en Cartagena, lo cual fue un alivio para mí tras los primeros días de clase.    —¿Quieres que nos quedemos a vivir aquí? —preguntó mi padre refiriéndose a la ciudad que le vio crecer.    Asentí.    —Tendrías que cambiar de colegio.    —¿Podré ir con la tita?    —Laura te podrá visitar más veces si estamos en Cartagena, pero no será en la misma casa donde vivíamos.    —¿Por qué?    —Porque la vendimos para comprar la de Calasparra. Ahora nos compraremos una mejor, pero durante un tiempo tendremos que quedarnos en la del abuelo Pepe, donde yo vivía cuando tenía tu edad.    —Yo quiero ir a la casa de

Volumen 2 de «Mi hija y la ópera»

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ACTO I La hija del leñador 1    Como el pájaro que cada mañana se posa en mi ventana y me contempla con detenimiento siempre he querido volar, ser libre, que me admirasen en la distancia sin que nadie pudiera atraparme. Nunca lo había conseguido, hasta hace bien poco. He cumplido condena en esta casa desde que mi padre me trasladó en mi remota infancia, coreada con la ópera como triste banda sonora de mi vida. No sé si la reclusión a la que me he visto sometida durante años obedece a sus circunstancias, o a las mías.    Calasparra, 19 de diciembre de 2004, mi nombre es Violeta Rosique Domín­guez, estas dos últimas semanas de mi vida han sido frenéticas, de la más delirante, a la peor de toda mi existencia. He recibido una noticia terrible hace unos días y, por ello, he tomado el diario que me regaló mi tía Laura cuando yo era una niña y que durante años me ha acompañado en las noches de soledad, basándome en él he creado este relato.    Mi madre me trajo al mundo un

Volumen 1 de «Mi hija y la ópera»

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OBERTURA    Todavía no había cumplido los veintiocho, pero había envejecido tanto en los últimos días que bien podría haber pasado por una persona dos décadas ma­yor. Se adentró en su finca con actitud serena a pesar del aguacero que se precipitaba aquella tarde de septiembre, saludó con la cabeza a la niñera, asomada al otro lado de la ven­tana, ella le abrió la puerta antes de que llamase y le devolvió el saludo mirándolo de arriba abajo. Laura, que apenas alcanzaba los quince años, acunaba, sentada en el sofá, a un bebé de seis meses.    —¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó la adolescente—, nuestros padres están muy preocupados.    —No lo sé, llevo días sin dormir —respondió con voz áspera.    —¿Eso es sangre? —dijo examinando su ropa.    —Es de unos animales que he tenido que matar. ¿Cómo está Violeta?    —Tu hija está bien.    —Yo no podré cuidarla.    —Vale, pero si te vas de nuevo avísanos. Recuerda que todos estamos sufriendo con lo sucedido.