MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 15
14 Unos cuantos meses habían transcurrido desde que agregué a mis contactos a mi paisano cartagenero, Ángel, y a Fran, de Elda. A pesar del tiempo pasado y de nuestra relativa cercanía geográfica continuaba sin conocerles en persona, cosa que, lejos de contrariarme, agradecía. Permanecía cerrilmente expeditiva a la hora de negarme a enviar cualquier documento gráfico donde apareciera mi imagen, justificándome siempre con esta pregunta: «¿Cambiaría tu amistad hacia mí si contemplases una foto mía?». Esa recalcitrante postura se volvió en mi contra y poco a poco se fueron diluyendo aquellas simpáticas sesiones que manteníamos durante horas en el chat, transformándose en escuetos y protocolarios correos electrónicos que preguntaban acerca de mis acontecimientos de fin de semana. Mensajes con los que daba rienda a mi imaginación mintiendo sobre experiencias que nunca ocurrían debido al estilo de vida ermitaña impuesto por mi padre. Finalmente transigí en la petición d