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Párrafo de la última página de la novela "Mi hija y la ópera".

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«…Sonaban los últimos compases de la melodía Intermezzo de Mascagni cuando desperté de un maravillosa experiencia onírica. En el sueño aparecía mi padre, sentado en su mecedora, en aquel mismo dormitorio, con mirada perdida murmurando para sí: «Mi hija y la ópera». Frase que repitió un par de veces entretanto asentía levemente con la cabeza. Abrió su libro para cerrarlo al cabo de unos segundos con señal de negación, de inmediato, con actitud firme se despojó de los tubos que le suministraban oxígeno y bebió un último trago de whisky mientras desplazaba la cortina para contemplar con semblante nostálgico los soleados tejados de las casas del pueblo. Divisó el resto del paisaje que ofrecía la ventana y luego dirigió su vista hacia la cama para constatar que yo le observaba con profunda quietud. Me afirmó con ojos telepáticos un gesto que interpreto como «Ahora», cerrando los párpados a la vez que su espalda  se amoldaba a la mecedora mientras unas lágrimas se precipitaban bordeando un

Final de "Mi hija y la ópera"

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«Mi nombre fue Antonio Rosique, como probablemente siga siendo en este ciclo ulterior, no dejaría de ser por ello otra coincidencia siempre regida por los hilos del destino. Como todo lo que acontece en el universo y de lo que está fuera de él.»

Extracto del último capítulo del Acto III de "Mi hija y la ópera"

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« Fue también para mí una sorpresa constatar que ella no conocía nada de la tierra que la vio nacer, apenas sabría ubicar en un mapa la ciudad de Cartagena, lugar donde llegó al mundo y vivió hasta casi los tres años, jamás había escuchado hablar de Calasparra —un tipo de arroz, atinó después de devanarse los sesos—, y digamos que el único contacto, que ella supiera, con la región de la que es originaria lo tuvo con un miembro del grupo murciano Second tras una noche desenfrenada de sexo, drogas y rock alternativo.»

Párrafo del penúltimo capítulo del tercer acto de "Mi hija y la ópera"

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«No es que yo pretendiera que Isabel enloqueciese, amén de que ella nunca se ha comportado como una petulante ególatra tal como se decía de Susana, ni yo poseo la lozanía de mi antecesor en sus años mozos. Pero no estaba dispuesta a seguir el camino que ella quisiera marcarme y estar a expensas de sus antojos. «No seas marioneta de quien no te quiera de verdad» decía mi padre, al igual que: «Una de las cosas más importantes que tenemos es la libertad de hacer aquello que deseamos y la voluntad para no depender de los caprichos de nadie». Frases que recorrían mis sinapsis neuronales con la misma persistencia con que la bruma anunciaba el alba.»

Final del capítulo 7, tercer acto de "Mi hija y la ópera".

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«Pero mis memorias más nostálgicas tenían a mi padre como protagonista, su singular personalidad, de sus largas historias que ingeniaba para infundirme sentimientos como miedo, tristeza, alegría, etcétera; y de cómo procuraba convencerme de que toda acción tiene su eco en la eternidad. Él disfrutaría contemplando el paisaje que yo diviso cada día, y admirar la infinitud del mar mezclándose con el cielo. Nunca me olvidaré de aquel precioso sueño, junto a la playa, donde aparecía mi madre a darle la bienvenida, justo en el instante en que él me dejó. Aquello debía significar algo y lo he descifrado ahora.»

Pasaje del Capítulo 6, Acto III de "Mi hija y la ópera"

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«El coche fúnebre franqueó la verja en dirección al Cementerio de Santa Lucía, yo arranqué mi automóvil para seguir al vehículo mortuorio conduciendo en un inusitado estado de silencio y paz. Únicamente me encontraría con mis padrinos en el camposanto. Marisa se encargaría de apagar la música del mismo compacto que ella misma había introducido para mi lectura, sonaba el melancólico Coro a bocca chiusa de Madama Butterfly —que se escuchaba en el salón, inopinadamente, como la más acertada para aquel momento—, después despediría a los asistentes y cerraría la casa, todavía tenía las llaves de mi residencia, ahora era sólo mía, al igual que otras tantas pertenencias. Me había quedado con un hogar vacío y junto a él la tumba de Yako , al lado de la higuera, como huellas de un pasado que nunca volvería.»

Párrafo del capítulo 5, acto III de "Mi hija y la ópera"

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«Echó un último vistazo a la habitación con cierta entereza, constató con la mirada que había dejado un hermosísimo vestido rojo que nunca llegó a estrenar en el armario del dormitorio que se encontraba entreabierto. Era el atuendo que debía de haber lucido para la representación del Romea que finalmente no pudo disfrutar en compañía de aquella persona que se moría por segundos. Aquel elegante traje de color carmín que asomaba desde el ropero había sido durante meses un espectador inerte del deterioro de mi progenitor y testigo silencioso de otros terribles sucesos allí acaecidos. Marisa lo dejaría a conciencia creyendo que no era merecedora de dicha prenda, o tal vez como un recuerdo suyo para no ser relegada al olvido eterno.»