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Final del Acto II de «Mi hija y la ópera»

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«Extenuada por las numerosas horas frente al ordenador en las últimas fechas doy por concluida esta singular biografía, procuraré quedar dormida en pocos minutos con el suplicio del presente combatiendo a favor del insomnio, anhelando despertar con el convencimiento de que todo lo que aquí se ha escrito ha sido una aciaga pesadilla.»

Comienzo del Capítulo 27, Acto II de «Mi hija y la ópera»

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"Como una fugitiva escurridiza merodeaba por las frenéticas calles de Manhattan procurando no coincidir con Isabel. Cansada de dar vueltas, caí en la cuenta de que el único sitio donde no podría encontrármela por carecer de boutiques sería en mi lugar preferido. Me encaminé a aquel remanso de paz y naturaleza rodeado de rascacielos por la Central Park West, anduve hasta encontrar un banco soleado, que en invierno son los más solicitados, muy próximo al Edificio Dakota, cercano al lugar donde asesinaron a John Lennon. Recientemente se había conmemorado el aniversario de su muerte, una amplia zona se hallaba llena de flores y mensajes homenajeando al músico. Me acordé entonces de Dani, mi profesor de piano y su peculiar sentido de la estética con esas gafas graduadas de sol con cristales redondos, las cuales usaba incluso en el interior de casa no para emular al compositor inglés sino para evitar ponerse las suyas habituales, unas de pasta con las patillas pegadas al resto de la mo

Extracto del capítulo 26, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Un hilo de luz de los rascacielos de Nueva York salvaba las cortinas de la habitación, la puerta entornada del baño también permitía que se colase una vaga luminosidad. Isabel me empujó con suavidad y me tumbé dócil sobre la colcha, comenzó a acariciarme la cara con sus dedos y me besó en los labios. Debió notar mis agitadas pulsaciones cuando fue descendiendo con besuqueos por toda mi erizada piel. Se detuvo cuando su nariz se introdujo involuntariamente en mi ombligo y su boca rondaba la zona baja de mi vientre, casi en el pubis. Fueron unos segundos mágicos de inusitada pasión. Después noté el roce de su lengua en el mismo punto donde antes, en la ducha, había situado su dedo corazón.»

Párrafo del capítulo 25, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Justo en aquel instante caí en la cuenta de que todas las óperas que había mencionado contaban con un denominador común: las protagonistas de aquellas obras acababan muriendo. Algunas veces por una enfermedad originada por el desamor como en La Bohème y La Traviata ; en otras acababan suicidándose, como en Tosca y Madama Butterfly ; y en el resto, asesinadas por enamorarse de la persona equivocada como en Carmen , Rigoletto y Aida , la obra que por fin iba a disfrutar en directo.»

Pasaje del Capítulo 24, Acto II de «Mi hija y la ópera»

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"Desoladas nos fuimos en su búsqueda ocultando la preocupación, él permanecía sentado en la butaca de uno de los muchos bancos que se extendían a cada lado del pasillo, observando con curiosidad alienígena a una máquina expendedora de café. Aquel hombre que exhibía ahora una inconmensurable paciencia, tanto que parecía que «esperaba su hora», era mi padre. El mismo que había podido caminar durante horas por el monte y que era capaz de enfrentarse en solitario a varios delincuentes."

Párrafo del Capítulo 23, Acto II de "Mi hija y la ópera"

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«Estaba empatada con aquel conocido crítico que contaba con el aplauso de un público cada vez más contrariado. Para la reputación del concurso el ganador debía de ser él, un hombre que por su trabajo y estilo de vida habría visitado numerosas veces la ciudad de Nueva York y otras grandes urbes del planeta. Yo, sin embargo, jamás había traspasado la frontera de España. Con aquel pensamiento atraje a la suerte que, por primera vez en mi vida, estuvo de mi parte.»

Fragmento del capítulo 22, segundo acto de "Mi hija y la ópera"

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«Y por supuesto que acudió a cada una de aquellas vespertinas sesiones dominicales, casi siempre acompañado de una tal Soledad, una mujer de una pedantería tan extrema que no me extrañaría que acabara su existencia haciendo honor a su nombre. No era ni guapa, ni fea, aparentaba estar en el ecuador de entre cuarenta y cincuenta, de pelo corto, gafas cuadradas y un sempiterno pañuelo en el cuello, de fuertes ideales que a mi parecer es donde residía su mayor atractivo, aunque algunas veces su radicalismo era desquiciante, era una acérrima vegetariana, yo creo que por un inconmensurable amor que profesaba a los animales más que por un cuidado nutricional. Su manera sublime de argumentar desmontaba hasta al mismísimo Pedro (deduzco que eran pareja por los gestos cariñosos que se regalaban cuando no discutían). Recuerdo nítidamente una conversación que mantuvieron sobre la tauromaquia; tanto, que ahora puedo transcribirla de memoria sin cambiar ninguna palabra de las que pronunciaron.»