MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 39




FINAL

   Desde el principio lo he sabido todo, o así lo he creído; sin embargo, los datos que poseo serán eliminados para siempre dentro de unos instantes. En este lugar la percepción temporal es absolutamente disímil a la de cualquier otro medio. He sido testigo de cómo mi madre llegó tras de mí, y mi padre le sucedió a los pocos años, ya estaba por aquel entonces la mujer de mi hermano y bastante después vino él. Todo ha pasado en un suspiro para los que nos hallamos aquí, los cuales somos meros espectadores de lo que ocurre. Ellos ya están en paz, con su círculo cerrado, pero ahora el destino pretende brindarme otra oportunidad corporal, una nueva existencia que en el mundo de los mortales se denomina: palingenesia.
   He habitado en un lugar de profundo silencio conocido como el hogar de las almas, desde aquí, un Ser Supremo me ha asignado una vida en el más idóneo de los escenarios: en los sucesores de mi familia. Con genes similares, y la dicha de contar como antepasados a los de mi propia estirpe, naceré a primeros de 2011; cinco décadas después de mi última muerte, allá, por la Nochevieja de 1955. No ha sido un largo periodo en comparación con mis cuatro primaveras terrenales.
   Violeta está embarazada de su profesor de yoga, confió demasiado en la seguridad que prometía el sexo tántrico. Ella lo sabrá dentro de muy poco, cuando regrese de su viaje a América, será una verdadera prueba para Isabel que ama incondicionalmente a mi futura progenitora. Serán buenas madres para mí, de igual modo que sé que me protegerá Andrés, el nieto de mi hermano. Yo nunca lo recordaré así, salvo en sueños y otros caprichos de la mente que entremezcla sin aparente sentido: realidad, ensoñaciones, fantasías y vidas anteriores.

   Yo narré la obertura y los capítulos que iban con el título de «Andrés», insertados en la historia relatada por mi sobrina. En breve penetraré en el embrión que está gestándose en sus entrañas, alcanzando la rencarnación en el preciso instante en el que un ser adquiere conciencia de sí mismo, justo a partir de ese momento quedará prácticamente aniquilada cualquier reminiscencia habida en mi memoria.

   Mi nombre fue Antonio Rosique, como probablemente siga siendo en este ciclo ulterior. No dejaría de ser por ello otra coincidencia siempre regida por los hilos del destino. Como todo lo que acontece en el universo y de lo que está fuera de él.



***





…Sonaban los últimos compases de la melodía Intermezzo de Mascagni cuando desperté de un maravillosa experiencia onírica. En el sueño aparecía mi padre, sentado en su mecedora, en aquel mismo dormitorio, con mirada perdida murmurando para sí: «Mi hija y la ópera». Frase que repitió un par de veces entretanto asentía levemente con la cabeza. Abrió su libro para cerrarlo al cabo de unos segundos con señal de negación. De inmediato, con actitud firme, se despojó de los tubos que le suministraban oxígeno y bebió un último trago de whisky mientras desplazaba la cortina para contemplar con semblante nostálgico los soleados tejados de las casas del pueblo. Divisó el resto del paisaje que ofrecía la ventana y luego dirigió su vista hacia la cama para constatar que yo le observaba con profunda quietud. Me afirmó con,  ojos telepáticos, un gesto que interpreto como «ahora», cerrando los párpados a la vez que su espalda  se amoldaba a la mecedora mientras unas lágrimas se precipitaban bordeando unos labios que dibujaban un rostro pacífico.
De repente, en aquel mismo sueño, me encontré sentada sobre una roca de una pequeña cala de piedrecillas redondas. Avisté a mi padre a lo lejos ataviado de prendas blancas en el final de la playa, comenzó a caminar despacio. Al otro lado de la orilla, el más cercano a mi ubicación, se encontraba una bella dama de cabello rubio, luciendo un vestido albo que se removía sobre la espuma de las olas. Mi anciano progenitor aligeró su marcha acercándose a la mujer. Percibí que rejuvenecía a cada paso. Cuando finalmente se encontraron, mi padre tenía el aspecto de un veinteañero, moreno y sin barba, con una apariencia que irradiaba felicidad. Se abrazó a aquella joven de la cual no albergaba la más mínima duda de su identidad, se trataba de Patricia Domínguez Tortosa: la persona que me dio la vida.
Después, e inexplicablemente, me encontré a mí misma convertida en un bebé de pocos meses, y a mi lado mi hermana, con la edad que debía tener cuando desa­pareció. Nuestros padres nos cogieron en brazos y se marcharon juntos.

En un fulgor de sagacidad deduje que la ensoñación vivida me adentró al paraíso que mi progenitor anheló durante muchos años.
Onírico o no, su edén personal era reencontrarse con su familia. Idéntica, a la que el destino le arrebató varias décadas atrás.

Así fue como lo soñé. Así debería de haber ocurrido.




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Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén