MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 29



28

   Avistamos la mirada glacial e indiferente de Marisa al otro lado del pasillo, junto a otras personas que aguardaban la llegada del vuelo de Madrid, en el Aeropuerto de Alicante. Era la una de la tarde del pasado martes 14 de diciembre. Nos recibió con una mueca que pretendía fingir una sonrisa. Parecía mucho más mayor, y sus ojeras evidenciaban un rostro fatigado que yo atribuí a la resaca de un fin de semana agitado. Más raros fueron los dos besos atropellados con que saludó a su hija en relación al profundo abrazo que me ofreció sin pronunciar palabra.
   Marisa dejó conducir a su hija de regreso a casa, había venido a por nosotras en el automóvil de Isabel, un utilitario en cuyo maletero solo cabía la mitad de nuestro equipaje, a pesar de la insistencia de «nuestra madre» me senté en el asiento de detrás, con mi maleta a la izquierda.
   —¿Os lo habéis pasado bien? ¿Qué tal los rascacielos, se ven tan altos como en las películas? —preguntaba con indisimulada apatía.
   Asentíamos sin entusiasmo, Marisa no lo detectó, el tono de su voz y sus ojos perdidos manifestaban a las claras que nuestras respuestas poco le interesaban. No en vano, Isabel quería llegar a casa y olvidarse de lo ocurrido en Nueva York, no hacía falta que expresase aquello que se entreveía en sus ademanes. Yo creo que mi fascinación por ella me había otorgado poderes telepáticos y podía radiografiar su pensamiento. Para evitar que ella lo descubriese procuraba no coincidir mi mirada con la suya en el retrovisor, centré la vista en el secano paisaje de nuestra tierra que en cierto modo añoraba.
   —Seguro que el viaje os ha servido para intimar entre vosotras, ¿verdad?
   El interior del coche quedó enmudecido tras aquellas palabras, una mirada de reojo de Isabel coincidiendo con la mía nos hizo reparar conjuntamente lo poco oportuna que había sido Marisa con aquella ingenua reflexión.
   —Sí, mamá —dijo sardónica— nos conocemos muy bien, somos uña y carne.
   —¿Cómo está mi padre? —pregunté para que el tono irónico que empleaba Isabel no agravase más la situación.
   —¿Tu padre? Andrés ha tenido momentos mejores —contestó Marisa con una voz que se quebrantaba a cada palabra.
   Ella no volvió a separar los labios, aprecié por el reflejo de su cristal que realizaba un considerable esfuerzo para evitar las lágrimas. El resto del trayecto a Calasparra fue un ejercicio de hermetismo por parte de las tres, ninguna liberó vocablo alguno. Isabel condujo superando los límites de velocidad de la autovía y yo probé echar una cabezada, que fue impedida por el desvelo que me causó la visión del rostro de Marisa.
   A pocos metros de casa, la música del cuarto acto de Carmen disipó mi inquietud, parecía que las cosas marchaban como siempre. Isabel ni siquiera se molestó en acceder con su automóvil a la parcela, para evitar maniobras nos dejó junto a la verja a su madre y a mí que cargaba con una pesada maleta. Con un lacónico «adiós» se despidió de su madre, y no sé si de mí, arrastrando con las ruedas buena parte de la gravilla con una innecesaria aceleración de su vehículo que lo decía todo. Mi padre se encontraba fuera, en el jardín, manchado de tierra y con una azada en la mano. Terminaba de plantar un árbol junto al montículo donde reposaban los restos de mi perro, la higuera se hallaba en el otro lado. El cartel que rezaba «Yako, mi fiel amigo» quedaría justo en el centro de ambos árboles.
   —¡Andrés, con lo enfermo que estás y aquí fuera! —saludó Marisa.
   —¡Hija!, ¿sabes que nevó un poco ayer?
   —Papá, te he echado mucho de menos —dije abrazándome con solidez a pesar de su manifiesta fragilidad y del barro adherido a su ropa.
   Marisa introdujo buena parte de mi equipaje en casa vociferando el nombre de Pedro que estaba en el interior. Un olor extraño percibí al entrar en la vivienda.
   —¿A qué se huele?
   —A pintura. Pedro está pintando el dormitorio de tu padre.
   —¿Y eso? —pregunté desconcertada mientras subía las escaleras.
   —Porque las paredes están húmedas —intervino Pedro desde la habitación—. Se estaban descascarillando. Las estoy pintando de blanco.
   —Podríais haber cambiado el color por otro ya que os habéis puesto manos a la obra —dije un tanto molesta por no haber sido consultada para dicha rehabilitación.
   —¡Déjate de estilismos y dame dos besos, hija! —exclamó Pedro posando el rodillo sobre un cubo y limpiándose las manos.
   Rectifiqué a partir de aquel instante la idea preconcebida del amigo de mi padre, acostumbrado a verlo con un pañuelo sobre el cuello, bien vestido y perfectamente peinado, estaba ahora repleto de gotas de pintura y ataviado de viejas prendas porque se había ofrecido, con espíritu entregado, a pintar una simple humedad en los tabiques de la alcoba principal.
   Mi padre había entrado en casa detrás de mí, pero se quedó en la planta baja, ya no subía las escaleras salvo que fuera necesario. Se limpió en el aseo de la tierra húmeda que tenía incrustada en sus dedos.
   Se podía palpar la tensión en el ambiente, mi progenitor era incapaz de sostener la mirada más de un segundo a ninguno de los presentes; Marisa, con semblante de consternación, no abrió la boca salvo para lo imprescindible, y Pedro con una actitud sospechosamente amable, con el rictus propio de quien se siente culpable de algo.
   Comimos los cuatro con el sonido de los cubiertos y nuestra masticación. Un par de insípidas pizzas congeladas fue nuestro alimento junto a unos tomates partidos con aceite, sal y pimienta. Un litro de cerveza —que para mi padre era antaño el acompañamiento de un simple aperitivo— quedó por la mitad. Únicamente Pedro aparentaba tener apetito. En mi caso, el cambio horario, el extenuante regreso a casa y las últimas noches de locura me pedían a gritos un descanso.
   Mi padre se tumbó en el sofá del salón y su amigo subió a su dormitorio para finiquitar la faena. Las dos mujeres permanecimos en la cocina recogiendo la mesa, ella se dispuso a fregar los platos.
   —Marisa, no lo hagas —demandé—. Termino yo.
   —Déjame que yo me basto, tú descansa que tienes que estar rendida.
   —No, permíteme que los lave yo, tienes muy mala cara.
   —Es el por el cansancio y… un mal presentimiento —dijo atreviéndose a compartir sus auspicios.
   —Dime qué está sucediendo.
   Marisa negó con la cabeza y la agachó para quedarse paralizada.
   —Algo delicado ocurre —proseguí cerrando el grifo del fregadero—. Te conozco lo bastante como para saber que me escondes algo.
   —Me han llamado de La Arrixaca, quieren que vayamos mañana, es muy urgente, tiene que ver con las últimas pruebas que le han hecho a tu padre. Está mucho más grave de lo que pensábamos.

   El día siguiente amaneció profundamente gris, mi progenitor no se había despegado del sofá y yo prolongué la siesta hasta el amanecer intercalando a medianoche un sobrio sándwich de jamón cocido y queso fundido en lonchas. Pedro se marchó a media tarde y Marisa se encargó de ultimar los arreglos de la habitación que compartía con mi padre, desplazó con suavidad los muebles, percheros, cajones y cuadros respetando el sueño de los que dormitábamos en otras estancias.
   Aquella mañana nos dirigimos al hospital de la capital murciana. Preocupada por el resultado de los análisis conduje con mi padre de copiloto, algo que en otra época hubiera resultado un martirio. Marisa descansaba detrás, callada, con sus pensamientos muy alejados del coche.
   Un médico en cuya placa podía leerse Antonio Puche derivó a mi padre a una sala escoltado por un especialista en enfermedades cardiovasculares.
   —Don Andrés, acompañe al Doctor Romero, él le realizará unas pruebas que completarán el diagnóstico.
   Mi padre obedeció sin reparos con los ojos amilanados de un niño y el semblante fatigado de un anciano, nosotras seguimos al primero de los médicos que nos condujo hacia su consulta.
   —¿Usted es doña Marisa Martínez? —preguntó el Doctor Puche mientras tomábamos asiento en cada una de las sillas del otro lado de su mesa.
   Marisa asintió con mirada pavorosa.
   —¿Y usted doña Violeta Rosique?
   —Sí, doctor —articulé sintiendo los latidos en mi pecho.
   —Lamento tener que comunicarles que mi paciente, don Andrés Rosique, tiene cáncer de hígado con metástasis en fase terminal. Nada o muy poco se puede hacer por él. Lo siento.
   Aquellas frases retumbaron como un portazo, el temblor que me originaron imposibilitaron que articulase una sílaba. Marisa tuvo el coraje de preguntar por los detalles que sospechó que se omitían.
   —Doctor, ¿qué le queda?
   —No puedo concretarle, necesitamos que urgentemente sea ingresado para ver cómo podemos prolongar su existencia. No sabemos de la evolución de su enfermedad y del estado físico de su esposo.
   —¿A dónde lo han llevado ahora? —curioseó con la respiración entrecortada.
   —En realidad, a unas pruebas poco relevantes para el diagnóstico, tan solo pretendemos comprobar su estado cardiovascular y, ante todo, queríamos comunicárselo a ustedes cuanto antes.
   —¿Él no lo sabe? —preguntó entre lágrimas conociendo de sobra la respuesta para después posar su mano sobre mi hombro.
   —El cómo sea informado dependerá de ustedes. En mi opinión, esta comunicación ha de ser dosificada si queremos que el estado del paciente sea el mejor posible.
   —Se lo suplico, señor Puche —intervine juntando las palmas en postura orante—, haga todo lo que pueda para salvar a mi padre.
   —Violeta, haremos todo lo que esté en nuestra mano y en la ciencia para que su padre esté atendido con total garantía y para que su calidad de vida sea la más adecuada.
   Permanecimos en silencio en la consulta esperando a que mi padre y el médico,  con el que había acudido a realizar las pruebas, vinieran a nuestro encuentro. La incomodidad que producía el mutismo generado en la sala obligó a que el doctor que aguardaba con nosotras se excusase a por un café dejándonos a mí y a Marisa a solas.
   —Es mejor no decirle nada a tu padre —comentó Marisa cerciorándose que la puerta estaba totalmente cerrada.
   —¿Por qué?, mi padre preferiría conocer la realidad por dolorosa que fuese.
   —Mira, cuando diagnosticaron a mi padre, que en paz descanse, su enfermedad y de que estaba muriéndose, se lo ocultamos. Hasta el último día se despertó con ganas de vivir la vida y feliz con la esperanza de salvarse.
   Yo meneaba la cabeza negando cual boxeador noqueado. Y es verdad que tenía la mente bloqueada.
   —Ahora lo que toca —prosiguió—, es que tu padre siga la quimioterapia, la radioterapia, que sea intervenido u hospitalizado, o lo que haga falta. Pero mejor no decirle lo que ocurre, si él sabe que va a morir tirará la toalla y nos dejará mucho antes. Es una cuestión de psicología, ¿por qué crees que el médico nos lo ha dicho a nosotras y no a él?
   —Bueno, Marisa —acepté—, lo importante es que quiera curarse, mi padre siempre ha tenido muy buena salud.
   —Eso sí es verdad. A lo mejor es que uno de esos casos que la medicina desahucia y termina salvando la enfermedad.
   —Fíjate, con los proyectos de futuro que tenéis en común que hasta estáis pintando vuestro dormitorio.
   —Violeta —articuló con voz profunda y mirada hipnótica—, tengo que contarte algo, tu padre no debe saberlo. Tiene que ver con este fin de semana pasado.
   Mi corazón dio un vuelco, supuse que me iba a contar alguna confidencia relacionada con las dos noches en Murcia con Pedro y algún escabroso acontecimiento en el hotel que ahora le remordería. Por poco que su fogosa hija se le pareciese, algo habría ocurrido entre ellos. La puerta de la sala se abrió bruscamente anunciando el regreso del médico.
   —Tenemos un problema con don Andrés, mi compañero, el doctor Romero, me ha llamado para decirme que ha tenido que suspender las pruebas ante la negativa del paciente. Vienen para acá.
   Nos levantamos sobresaltadas de nuestros asientos, me soné la nariz con un pañuelo de papel de los muchos que me había ofrecido Marisa. Ambas liberamos nuestro rostro de lágrimas procurando aparentar naturalidad. A los dos minutos mi padre franqueó la puerta de la consulta abrochándose el botón del puño de la camisa perseguido por el cardiólogo.
   —¿Qué pasa, Andrés? —preguntó Marisa con un tono tan natural que me pareció que un fingimiento histriónico acababa de representarme unos momentos antes.
   —No quiero más pruebas, quiero ir a casa.
   —Don Andrés, escúchenos —argumentó el doctor Puche—, no debe hacer eso. Para poder hacer frente a la enfermedad necesitará medicación y, en ocasiones, hospitalización.
   —Lo siento, doctor, no voy a seguir ningún tratamiento, me voy a casa, allí me curaré, no necesito nada más que estar tranquilo.
   —¡Papá! —tercié estrechándolo en mis brazos—, hazle caso a los médicos.
   —Ya le he dicho, señor Rosique —intervino el doctor Romero—, que sin tratamiento no podrá superar la enfermedad.
   —Eso, señores, será problema mío; ¡Violeta, Marisa, vámonos a Calasparra!

   Arranqué mi automóvil poniendo rumbo a casa, los tres deseábamos abandonar aquel enjambre de pacientes, visitantes, médicos y otros trabajadores del hospital cuya multitud originaba mayor bullicio que todos los habitantes juntos de nuestra localidad. Mi padre insistió en recostarse en el asiento trasero pretendiendo descansar durante el trayecto, Marisa y yo apenas dialogamos, nuestras conversaciones fueron irrelevantes y la mayoría aludían a la meteorología, para mí, después del frío de Nueva York, la temperatura de nuestra tierra siempre la englobaré en una horquilla que abarca desde la calificación de calurosa, en verano; y la de templada, en invierno.
   Vinimos por el itinerario de Cieza, cuando rebasamos la Venta del Olivo, ya cerca de casa, mi padre se despertó.
   —Hija, ¿tú te acuerdas, hace tiempo, de aquella vez que te dije que, en ocasiones, la melodía de una ópera o de cualquier otra música que no crees haberla oído recientemente, te aparece en el subconsciente y, de repente, comienzas a tararearla sin saber muy bien por qué?
   No recordaba nada de lo que me estaba contando pero afirmé vacilando con la cabeza calibrando su expresión desde el retrovisor intentado adivinar a qué se refería.
   —Me da la sensación —continuó— de que con los recuerdos de la vida pasa algo parecido. No me acuerdo de eventos recientes pero sí detalles que en su día parecían poco importantes y que, de pronto, me vienen. No recuerdo prácticamente nada de la boda con tu madre pero, sin embargo, me acuerdo de cuando la besé por primera vez en la playa de El Portús; tengo un vago recuerdo de cuando me comunicaron que naciste y, sin embargo, la primera vez que te vi en la incubadora me aparece en la cabeza sin pedir permiso; también recuerdo perfectamente el día que te conocí, Marisa, tan elegante y tan dispuesta para reparar el cuadro de mi pequeña Susana, pero no me acuerdo de lo que hemos hablado esta semana.
   »Ojalá pudiera haber escrito mi vida y recordar lo que me apeteciese contar y no solo las apariciones mentales de lo que mi cerebro aleatoriamente, y sin sentido, desentierra ahora.
   —No sigas hablando, Andrés —interrumpió Marisa—, que parece que te quieres despedir de nosotras.
   —Hija, no desaproveches tu vida —añadió dirigiéndose nuevamente a mí—. Escribe, que seguro que se te da bien, y no dejes de tocar el piano, que la gente sepa quién es Violeta Rosique y que no te conozcan en el pueblo como «la hija del leñador».
   Dejamos a Marisa en su comercio, nos dijo que tenía que atender unos asuntos profesionales antes de llegar a casa, Pedro nos saludó desde el interior de la tienda sosteniendo un marco con su mano, mi padre y yo sin abandonar el vehículo devolvimos el gesto y partimos a casa. Con la sensación de soledad que me ofrecía el asiento contiguo desocupado comencé a llorar mientras escuchaba la melodía de Una furtiva lagrima de Donizzeti y callejeaba por las calles del pueblo, liberando así el dolor punzante que me producía el nudo en la garganta con el que partí del hospital. Prometí entre sollozos a mi progenitor que comenzaría en breve a escribir un libro, una novela. Me reservé a anunciarle algo que acababa de decidir, una historia cuyo argumento trataría de mi vida y de la única persona que ha sido mi verdadera familia: MI PADRE.
   Tres largas jornadas de bloqueo emocional transcurrieron desde aquel momento hasta el 19 de diciembre, fecha en que comencé este manuscrito. También han sido tres los días que he invertido en realizar este borrador a través de mis memorias escritas en un diario, tejidas, eso sí, con todos aquellos recuerdos que mi mente ha podido rescatar desde la más remota de mis remembranzas, allá, en la noche de los tiempos.
   Este relato termina sin llegar a un desenlace, aunque el fin está bien claro desde que mi padre optó por negarse al tratamiento aún sin saber él que ese impedimento le supondrá la muerte. Paradojas del destino, hoy, día de la Lotería de Navidad, es el que hemos escogido Marisa y yo para comunicarle a mi padre que está viviendo el final de sus días.

   Extenuada por las numerosas horas frente al ordenador en las últimas fechas doy por concluida esta singular biografía, procuraré quedar dormida en pocos minutos con el suplicio del presente combatiendo a favor del insomnio, anhelando despertar con el convencimiento de que todo lo que aquí se ha escrito haya sido una aciaga pesadilla.

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén