MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 25



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   Hasta este pasado mes de noviembre nunca había visto a mi padre acudir al médico. Sin embargo, en una misma semana visitó el centro de salud del pueblo en dos ocasiones, Marisa nunca le dejaba ir solo, yo les acompañé en la segunda cita, cuando lo derivaron al Hospital Comarcal del Noroeste, en Caravaca de la Cruz.
   Los médicos del hospital nos tranquilizaron sobre su estado informándonos de que su deterioro físico podría responder a un virus del sistema digestivo.
   Marisa y yo nos encontrábamos ante varias situaciones que debíamos resolver, una de ellas era la del viaje a Nueva York, mi pretensión en principio era cedérselo a ellos. Esa alternativa era ahora imposible, mi padre no se hallaba con la salud necesaria para realizar un desplazamiento de tanta distancia a dos semanas vista. Tampoco podría acompañarme Marisa, que debería de estar a su lado cuidándolo. La única opción posible era la de buscar en mi entorno más próximo una compañía para mi marcha a Estados Unidos. El principal candidato no era otro que Pedro. Casualmente, el amigo de mi padre quería regalarle a él y a Marisa dos entradas para el Romea, en la capital murciana, que coincidían con la fecha de mi desplazamiento a la Gran Manzana. Parecía un inopinado intercambio de regalos, él le obsequiaba a mi padre y a su pareja con entradas para el Teatro Romea y yo le invitaría al Metropolitan Opera de Nueva York como mi acompañante. Una especie de agradecimientos recíprocos, este a mi padre por su desprendida amistad, y yo con Pedro porque, al fin y al cabo, conseguí el premio gracias a que él me sugirió que participase en el concurso radiofónico.
   Lo que quedaba claro es que mi padre sí podría recuperarse para acudir a la representación en Murcia, pero era poco tiempo como para albergar la idea de cruzar el Atlántico. Finalmente la decisión de que fuera Pedro mi compañero de viaje se decantaba como la principal —y única— elección. ¿Quién me hubiera dicho hace tan solo unos meses que aquel tipo cincuentón que había dedicado toda una vida a escribir una novela, todavía inacabada, y que subsistía gracias a las rentas de unas patentes de su progenitor iba a ser, ahora, la persona con quién compartiría habitación de hotel?

   Los médicos que atendían a mi padre en Caravaca nos dijeron que debía acudir al Hospital Virgen de la Arrixaca, cercano a la ciudad de Murcia. El doctor que lideraba aquel grupo de facultativos encargados de sanar la enfermedad de mi padre se reunió conmigo y con Marisa a solas.
   —¿Son familiares de Andrés Rosique? —preguntó con gesto atareado mientras buscaba el expediente de mi padre en una maraña de documentos que se hallaban sobre la mesa de su despacho.
   Ambas afirmamos sin pronunciar palabra, temerosas de lo que se nos podría revelar.
   Su marido —expuso dirigiéndose a Marisa— parece que está un poquito mal, pero queremos hacer otras pruebas.
   —¿Qué le pasa? —preguntó ella con una valentía que yo no encontraba.
   —Por lo visto, el paciente manifiesta un cuadro de síntomas que se asemeja a la cirrosis, y en los análisis de sangre no parece haber evidencias de hepatitis. ¿Ha tenido alguna enfermedad importante en los últimos años?
   Marisa titubeó.
   —No que yo sepa —contesté—. Nunca va al médico.
   —Claro —argumentó el doctor—, por eso pasa lo que pasa. No voy a confirmar nada, vamos a esperar los resultados de La Arrixaca, los tendremos en unas semanas. Pero para empezar, cualquier mal hábito alimenticio que tenga nuestro paciente tiene que ser corregido. Debe reducir la grasa abdominal y, por supuesto, nada de alcohol.
   El médico recibió una llamada de teléfono, parecía una urgencia porque salió a toda prisa, casi sin despedirse, dejándonos solas en su consulta. Marisa y yo nos miramos y, sin expresar nada verbalmente, nos abrazamos entre lágrimas. Entrambas sabíamos que el facultativo, con una semántica bien elaborada para estos casos, nos estaba informando sin emplear palabras comprometedoras de la gravedad del asunto.
   Desoladas nos fuimos en su búsqueda ocultando la preocupación, él permanecía sentado en la butaca de uno de los muchos bancos que se extendían a cada lado del pasillo, observando con curiosidad alienígena a una máquina expendedora de café. Aquel hombre que exhibía ahora una inconmensurable paciencia, tanto que parecía que «esperaba su hora», era el mismo que había podido caminar durante horas por el monte y que era capaz de enfrentarse en solitario a varios delincuentes.
   El dilema sobre con quién me iría de viaje —si es que finalmente lo realizase— era tan nimio que durante días aparté mi preocupación de aquello. Por fortuna, Marisa cuidaba muy bien de mi padre, y aunque él se resignaba a que lo auxiliásemos puntualmente, bajo ningún concepto aceptaba que lo tratáramos con un desvalido. No tardó en apreciarse en él una cierta mejora a los pocos días, «solo con dejar de consumir alcohol y una dieta rica en frutas y verduras se pondrá de nuevo como un toro» —nos congratulábamos en privado las dos mujeres de la casa—.

   Cuando quedaba una semana para partir hacia Estados Unidos ya dábamos por sentado de que iría con Pedro que ya había aceptado la invitación. Mejor que viajar sola —pensaba—, en definitiva, el amigo de mi padre era un hombre de mundo que sabría desenvolverse con el inglés, con los protocolos de las terminales de los aero­puertos y con las costumbres urbanitas de los neoyorquinos. Lo de compartir la habitación lo sobrellevaba con pasmosa indiferencia, pero mentiría si no evoqué en aquellos días el recuerdo de aquel maduro intelectual metiéndose en mi cama con la evasiva de abrigarse junto a mí como en las libidinosas ensoñaciones de mi adolescencia.
   No obstante, Marisa desde casa y con la única herramienta que la del teléfono orquestó una solución que satisfaría el mayor de mis anhelos. Sin ella proponérselo, aquellas llamadas que realizó durante esa mañana cambiarían el curso de mi vida, y puede que de la suya.
   —Voy a plantearte una cosa —dijo mientras cerraba la tapadera de su móvil.
   —Dime.
   —Es sobre tu viaje. He pensado que en vez de irte con Pedro, que te vayas con mi hija Isabel, se lo he preguntado y ella estaría encantada.
   —¿Qué? —pregunté no dando crédito a lo que escuchaba mientras procuraba esconder mi regocijo.
   —Sí, hija, yo creo que sería mejor que fueses con ella a que hicieras el viaje con Pedro, digo yo que te debe resultar violento compartir dormitorio con un hombre. Y con mi hija compaginarás mucho más, a pesar de que os veáis muy poco.
   —Dile a tu hija que estaré encantada de que venga conmigo a Nueva York, ¿qué piensa su novio? —pregunté sin reparar demasiado en cómo reaccionaría Pedro en cuanto supiera que iba a ser sustituido como acompañante.
   —¿Carlos?, ese chico ya es historia. Y fíjate que me alegro, no me gustaba, con lo buena chica que es mi Isabel y se fue del piso que compartían de la noche a la mañana. Por eso creo que le vendrá bien este viaje, para despejarse un poco, que falta le hace. Te puedo asegurar que se maneja muy bien con el inglés.
   El contentamiento no podía ser mayor, por un lado mi padre recobraba poco a poco la robustez, y por otro, las expectativas que se presentaban en mi inminente marcha a Estados Unidos lo habían redimido de la indolencia.

   Unos días antes de tomar el primero de los vuelos que nos llevaría a América mantuve una pequeña conversación con mi progenitor:
   —Hija, cuando vengas de Nueva York tenemos que hablar de muchas cosas.
   —Sí, pero no será porque ahora piensas que te vas a morir.
   —No, Violeta, pero tenemos que dejar las cosas claras sobre el testamento, y también, que me cuentes qué tal el Metropolitan.
   —Claro, aunque tú me tendrás que contar qué tal en el Romea, porque no serás capaz de rechazar la invitación de tu amigo.
   —Por supuesto, un regalo así hay que aprovecharlo.
   —Papá, una pregunta: ¿lo que tenemos en las cuentas bancarias, es para preocuparse? —indagué sin tapujos sobre una cuestión que me inquietaba desde hacía tiempo.
   —En absoluto. Hemos vivido sin grandes lujos, pero en realidad, la casa de Cartagena está tasada en más de medio millón de euros, los locales que tenemos alquilados a la empresa de los hermanos Rivas tienen un valor en la actualidad de otro medio millón y en las cuentas bancarias hay una cantidad considerable.
   Aquella mañana de primeros de este mes de diciembre caí en la cuenta de que nuestro sobrio estilo de vida se apartaba considerablemente de las verdaderas posibilidades con las que contábamos. Que sin ser ricos, al menos podíamos haber disfrutado de ciertas comodidades. Nunca se ha escatimado en comida, pero hemos tenido un vehículo para los dos, hemos residido en una vieja vivienda de paredes húmedas que apenas han sido restauradas durante estas dos décadas. Reparé en que mi padre, a sus cincuenta y un años, nunca había subido a un avión y que jamás había rebasado las fronteras de España. Y yo estaba a punto de hacerlo por primera vez.
   —Papá, ¿por qué nunca hemos viajado lejos y la gente que vive acomodada sí?, ¿por qué no poseemos una casa en la playa o un chalé con piscina?
   —Violeta, la felicidad no está en ir a una playa y estar rodeados de gente, en hacer cola para ir a un restaurante de moda, ir a donde está todo el mundo porque es lo que se tiene que hacer. Desde luego no es para gente como nosotros. ¿Crees que una cerveza en un bar de Roma está mejor que una del Mejorano? Yo no necesito viajar, ni siquiera para presenciar una ópera, la puedo ver en casa, tranquilo, sin tener que aguantar los pedantes comentarios del personal. Incluso puedo detenerla si necesito ir al baño.
   —¿Te he dicho alguna vez que estás loco, papi?
   —Muchas.
   —Porque… tú eres conscientes de que lo estás, ¿verdad?
   —Sí, hija, loco por ti.

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Página 9 de «Mi hija y la ópera»

Isidoro Galisteo, de Úbeda, Jaén