MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 5
4
Aquel
verano del noventa acabó, y una sorpresa me aguardaba como aperitivo al curso
escolar: mi señorita, María Bermejo, había sido trasladada a otro colegio. Su
lugar lo ocupaba ahora doña Catalina, una mujer al borde de la jubilación a la
que conocía de vista por ser profesora de otras clases del centro. Transmitía
respeto, incluso la temían los niños de la clase, de entre nueve y diez años, casi
de su estatura. No parecía achantarse ni siquiera con el director, todo lo
contrario a su antecesora.
Para
conocernos nos ordenó que durante el fin de semana escribiésemos una redacción
con un tema común, que contáramos en un máximo de dos folios aquello que
habíamos hecho en verano. El texto que más le gustase se leería en alto por el
alumno ganador y recibiría un sonoro aplauso como premio. El lunes debía estar
entregada, disponíamos de cuatro días para escribirla. No deposité demasiado
entusiasmo en la redacción, tenía pavor a enfrentarme a una lectura en voz alta
con todos los ojos de mi clase clavados en mí. Pero tal vez yo aventajaba a la
mayoría de mis compañeros: mi afición a la lectura y las anotaciones en mi
diario me proporcionaban cierta superioridad a la hora de plasmar por escrito
un pensamiento, a las que había que sumar las larguísimas horas de hastío
frente a la ventana de mi habitación, con vistas al pueblo, que ya a mi corta
edad esgrimía cómo inspiración.
El martes a
las diez de la mañana la profesora anunció que la autora de la redacción
ganadora respondía al nombre de Violeta Rosique. La carta que viene a continuación
no ha tenido ningún retoque, fue escrita así hace catorce años:
¿Qué he hecho en verano?
Este verano ha sido
especial para mí, las clases de piano y las óperas fueron sustituidas en parte
por el televisor, un electrodoméstico que apenas usamos en casa. La excusa para
encenderlo fue el Mundial de Italia, desde primeros de junio a primeros de
julio estuvimos viendo los partidos de España, y cuando perdimos contra
Yugoslavia vimos otros partidos importantes como la final: Alemania contra Argentina.
Ni a mi tita ni a mí nos gusta el fútbol y, en verdad, a mi padre tampoco. Pero
la oportunidad de ver la tele en el salón en vez de estar oyendo ópera y
leyendo era única. Los tres animábamos a la selección, sobre todo los goles de
Míchel, del que dice mi tita que es muy guapo. Mi tita viene todos los veranos
a casa desde Cartagena, porque mi madre y mi hermana murieron cuando yo era
bebé, y así me hace compañía.
Algunas veces en casa
somos cuatro: mi padre, mi tita, Dani, que es mi profesor de piano, y yo.
A mí me gusta Dani, él se
ha enamorado de mi tita, mi tita va detrás de mi padre y mi padre me quiere a
mí. Es como un círculo incomprensible, pero es lo que es.
La última semana de agosto
se fue mi tita y, como siempre, la echo de menos, ya no vendrá a casa hasta las
vacaciones de Navidad, mi padre dice que es poco tiempo, pero entiende que a mí
me parezca una eternidad. Me quedo de nuevo con la soledad de la casa, la
música, los libros y sin amigos.
¡Ah!, se me olvidaba, en
la puerta de casa dejaron un cachorro de pastor alemán, mi padre me dijo que si
lo quería tener en el jardín tendría que ser responsable con él. Le doy de
comer y, a veces, le doy juego, pero mi padre se enfada porque con sus patas
raya el coche y se hace caca en la puerta de la casa. Le puse de nombre “Señor Perro”,
pero mi tita lo bautizó como Yako,
desde entonces yo también le llamo así.
Ha empezado el curso y me
reencuentro con mis compañeras de clase que sueñan con ser princesas o modelos
y casarse con un futbolista. Yo simplemente sueño con ser normal, que la gente
no me mire con desprecio, ni que otros niños se rían de mí, echaré de menos
este año a la señorita Bermejo, aunque creo que con doña Catalina estaré
protegida.
Habría hecho más larga la
redacción, pero es que no me ha pasado nada más este verano, me gustaría decir
que he estado de viaje, que hemos ido a la playa, pero desde que termina el
colegio, hasta que vuelve a empezar, no he salido del jardín de mi casa salvo
cuando el coche de mi tita se va al final del verano por el camino de piedras y
yo la sigo hasta que me canso.
Miré de
soslayo a la profesora indicando que ya había finalizado el texto, había leído
con voz temblorosa y las mejillas ardiendo. Agaché la vista al suelo cuando
recibí el aplauso de toda la clase y aprecié en la barbilla de doña Catalina
que mantenía una lucha interna por no echar una lágrima frente a sus pupilos.
Cuando terminó la clase me pidió que esperase, quería hablar a solas conmigo, algunos
compañeros se extrañaron porque aquella petición siempre iba encadenada a una
reprimenda del tutor al alumno. Dos minutos después de que sonara el timbre, y
todos los estudiantes abandonaran el aula, comenzó la ensalada de preguntas.
—Dime la
verdad, Violeta Rosique, ¿quién te ha ayudado a la redacción?
—Nadie,
doña Catalina.
—Si no pasa
nada porque alguien te haya ayudado, pero es imposible que alguien de nueve
años escriba así.
—La he
hecho yo sola, señorita, se lo prometo; mi padre no sabía que debía hacerla, y
no hemos tenido a nadie más en casa —aduje.
—Que no
pasa nada, niña, si dices que la has hecho tú… me lo creo. Voy a tener que
darle crédito a lo que me dijo María —refiriéndose a la señorita Bermejo—, que
eras muy especial. ¿Lees muchos libros?
Asentí.
—¿Cuáles?
—De los que
me suele recomendar mi padre, dice que tienen que ser de los que pueda
comprender, por ejemplo, El Principito.
Aunque he leído libros mucho más largos y complejos como El ingenioso hidalgo don Quijote de la…
—Sí, El Quijote —interrumpió.
—Y… ¿es
verdad que sabes tocar el piano?
—Mi
profesor dice que muy bien para la edad que tengo, que soy de sus mejores alumnos,
mi padre cree que soy su única alumna.
—Respecto a
las óperas, ¿es cierto eso de que siempre estáis oyéndolas en casa?
—Sí,
señorita. A mí me gustan algunas, pero otras son un rollo.
—¿Te deja
escuchar otra cosa?
—Una vez mi
tita trajo una cinta de un grupo llamado Europe, la pusimos y me encantó, mi
padre la sacó del equipo de música y casi la rompe a golpes, le dije que esa
música me gustaba y él me explicó a gritos que no había que confundir una
canción pegadiza con una obra de arte. Luego le dije que era un intolerante, y
él me preguntó si aquella era una de esas palabras que había aprendido de La Maestra. Cuando mi padre dice «la maestra» se refiere a Laura, mi tía,
que está estudiando para ser profesora, como usted.
Doña
Catalina reía a carcajadas.
—Todo un
personaje tu padre —añadió cuando recuperó la respiración.
—Señorita,
él tiene que estar esperando fuera del colegio, no le gusta que tarde.
—Muy bien,
hija, sal corriendo y dile que me gustaría hablar con él.
Desde el interior
de su vehículo aparcado frente al centro escolar aguardaba mi padre con gesto impaciente.
Solo para llevarme y recogerme utilizaba el automóvil, una distancia que
sumando la ida y la vuelta realizaba él con creces caminando todas las mañanas
y, sin embargo, creía que era infinita para mí. Aquel fue el antepenúltimo día
en acudir a por mí a la salida de clase.
El ruido de
la lluvia me despertó temprano, eran las siete, las gotas impactaban abundantes
en la ventana de mi dormitorio. Comenzaba cuarto curso y, por primera vez,
asistiría a clase con entusiasmo gracias a que la redacción me hizo sentir
valorada, percibía en la mirada de mis compañeros de clase cuando terminé la
lectura, una mezcla de aprecio y admiración. Durante el desayuno recordé a mi
padre que mi nueva profesora pretendía tener una charla con él al final de la
jornada lectiva, él engullía un producto de repostería de los que traía Laura
de Cartagena, levantando la vista del café asintió con gesto solícito.
No salieron
las cosas como esperaba aquella mañana lluviosa. Sin la protección de la
señorita Bermejo, algunos escolares —la mayoría de otros cursos— volvieron a
insultarme y a burlarse de mí. Destacaba entre ellos un tal Manuel, un chaval
rubio, de voluminosa silueta y enormes mofletes, con aspecto chulesco, tres o
cuatro años mayor que yo que ya exhibía una esvástica como tatuaje en un brazo.
Él debía conocerme bien puesto que su hermana pequeña era compañera de mi misma
clase.
—Mofeta,
¿te crees muy lista por ganar un concurso? —preguntó Manuel—, ¿sabías que en
los ataúdes de tu hermana y tu madre sólo pusieron ladrillos? Es lo que se hace
cuando no hay cuerpo que enterrar.
—Cállate,
se lo voy a decir a doña Catalina.
—Ya ves tú,
empollona, el miedo que me da la vieja.
—Se lo diré
a mi padre.
—Tampoco
tengo miedo a «tu papá», aunque se parezca al hombre lobo.
El corrillo
de secuaces que constantemente acompañaba a Manuel no cesó de vitorear cada una
de las proclamaciones del abusón. Algunos le daban coba por miedo a posibles
represalias, una cabeza rebasaba al segundo de mayor tamaño del grupúsculo.
Aterrada
salí corriendo, levantando con mis botas el barro de aquel patio con el ansia
de que mi padre estuviera puntual a la cita con la profesora en la puerta de
entrada al colegio, al final de la recta.
Él
permanecía en el coche, y mi cara debía de ser un poema porque salió raudo a mi
encuentro. Entonces comencé a llorar, liberando, sana y salva, todo el estrés
acumulado por el pánico.
—¿Qué te
pasa, Violeta? —preguntó estrechándome en sus brazos.
—Me han
insultado y me han dicho cosas muy feas.
—¿Quiénes?
—Inquirió echando un vistazo de trescientos sesenta grados.
—Unos niños
muy malos que se han metido conmigo, con mamá y con Susana, sobre todo uno muy
grande que se llama Manuel —confesé retrocediendo la mirada hacia atrás para
avistarle a él y a su tropa que ya habían salido espantados temerosos a una
probable reprimenda de mi progenitor.
Me tomó en brazos enfurecido y se adentró al
colegio exigiéndome que le guiara hacia mi clase donde le esperaba doña
Catalina.
—Usted debe
ser el señor Rosique —dijo la voz de mi profesora cuando mi padre irrumpió en
el aula, dejándome fuera con la puerta entornada.
—Sí, y me
gustaría saber por qué se consiente que los niños insulten a mi hija. Su
anterior maestra me prometió que se haría cargo de que nadie atemorizase a
Violeta.
—Bueno, los
niños son espontáneos y no se les puede vigilar todo el tiempo, pero el motivo
de querer hablar con usted, no es otro que para comentar la enorme capacidad
intelectual que parece que tiene su hija, se sale de lo normal, ¿ha leído su
redacción?, si no ha tenido ayuda tenemos a una futura escritora.
—¿Qué
redacción? —gritó sorprendido por el cambio de tercio—, ¿ésa que ha estado
haciendo este fin de semana? No me dejó leerla, le daba vergüenza. Pero eso que
me quiere usted contar está muy bien, doña Catalina, pero alguien en este
colegio tiene que vigilar que mi hija no sea objeto de burla por parte de los
estudiantes.
—Sabe usted
que no se lo puedo garantizar, hablaré con el director y el resto de
profesores, pero fuera de las clases no podemos hacer nada.
—Si veo
fuera de la clase a un niño asustando a mi hija lo va a lamentar toda su vida
—amenazó mi padre, y, ante la ambigüedad de la frase por no tutear a doña
Catalina, añadió—. Y no me refiero a usted, sino al niño.
—Veo, don
Andrés, que hoy no ha sido un buen día para quedar con usted. Sinceramente,
después de lo que he oído de su hija acerca de usted me lo imaginaba menos
temperamental, ¿ha pensado que, tal vez, usted sea la peor influencia que tiene
su hija?
Mi padre
salió del aula airado sin añadir palabra, dio un portazo y me agarró de la
mano.
Los
ladridos de Yako por el hambre me
despertaron a la mañana siguiente. Mi padre acababa de prepararme el desayuno y
todavía conservaba la misma expresión facial del día anterior, en cambio,
atribulada y desconcertada por los últimos acontecimientos no probé bocado,
salí en pijama al jardín a llenarle el cuenco de las sobras de la cena a mi
perro. Era un día soleado, con algunas nubes blancas con formas de caras que
aparecían en el sur, sobre el pueblo. Con un cielo así era imposible vaticinar
lo que iba a acontecer más tarde.
Ya en el
automóvil, de camino al centro escolar, mi padre me dijo que si alguien se
atrevía a incomodarme, que se lo hiciese saber, que lo buscaría para intimidarlo.
No pudo haber elegido mejor día para comunicarme aquello.
Otra vez, a
la salida de clase, un grupo de dañinos escolares empezaron a intimidarme con
sus estúpidas burlas e insultos, liderados de nuevo por Manuel López Ortuño que
había heredado el mote de su padre: el
Carnicero, aunque otros, a partes iguales, le llamaban el Nazi.
Quiso el
destino que aquel despiadado grandullón me llamase «huérfana» mientras me
empujaba con furia sobre un charco y que aquello fuese presenciado en la
distancia por mi padre. Me levanté embarrada y tan llena de odio como de humillación,
advertí la llegada de mi progenitor que acudió en segundos, no para ayudarme a
ponerme en pie, sino para propinarle un enérgico puñetazo a Manuel que caía justo
en el mismo barrizal donde yo acababa de levantarme. Como palomas ante un
pisotón en el suelo, todos sus seguidores se esparcían despavoridos. Mi padre
lo levantó en peso con sus brazos, el chico, desorientado, escupía sangre con
el pánico en los ojos y a merced de alguien cuya corpulencia con Manuel difería
en la misma proporción que del propio chaval con la mía.
—Si alguna
vez te vuelvo a ver a menos de cien metros de mi hija: te mataré, puto gordo
seboso, así que más vale que le huyas por si acaso, que yo iré a la cárcel,
pero tú a la tumba, y en tu féretro no hará falta ladrillos, gordinflón, ¿me
has entendido? ¡¿Me has entendido?!
Lo zarandeó
con violencia para, luego, apoyarse parte del cuerpo del grandullón sobre su
hombro y agarrándole del abdomen lo arrojó a varios pasos de distancia como si
de un enorme y flácido pedrusco se tratara, ostentando su poderío físico ante
un público que, en la lejanía, era testigo de cómo maltrataban al abusón convertido,
de repente, en un niño indefenso. Aquel tipo, orgulloso de tener el Nazi como sobrenombre, que había
amilanado durante años a todos aquellos que no le reían las gracias, escupía
trozos de dientes entre salivazos de sangre suplicándole a mi progenitor entre
sollozos que no le matara.
—¡Papá, por
favor, vámonos a casa! —supliqué a varios metros de la escena con cierto tartamudeo
provocado por el pavor. Dudo si mi padre le hubiera rematado con un pisotón en la
cara, pero era la postura que estaba efectuando justo antes de oírme y
paralizarse.
Todavía
confuso y con la ira reflejada en su semblante, aquel hombre, con el que dormía
las frías noches de invierno, se acercó lentamente y me cogió en brazos, como siempre
que intuía algún peligro para mí. Algunos profesores y padres corrían al lugar
donde estaba tendido Manuel. Otros espectadores, como casi todos mis compañeros
de clase, se iban replegando dándonos paso a mí y a mi padre conforme
avanzábamos hacia la salida del colegio. Nadie dijo nada, pero me dio la
impresión de complicidad en aquel silencio. Estoy convencida de que si alguien
se hubiera arrancado a aplaudir, más de uno le habría seguido. Temblando por el
miedo y por la humedad del barro que empapaba mi ropa, escondí mi cara en el
cuello de mi progenitor, él sin embargo, advertía desafiante a los presentes
qué podía ocurrirle a quien tuviera la imprudencia de intimidarme.
Las nubes
dibujaban líneas naranjas en el cielo, yo jugaba con Yako en aquel magnífico atardecer, era el único amigo que no me
juzgaba por mi aspecto. Mi padre cortaba leña, una tarea que habitualmente
realizaba por la mañana. Sonaba una ópera de Puccini que provenía de nuestro
hogar y que se escucharía con creces fuera de los límites de nuestra finca. Un
viejo Renault verde oliva se acercó a casa y aparcó en la puerta, acto seguido
sonó una bocina. Nunca había visto al tipo que conducía aquel turismo, pero
enseguida deduje que era el padre de Manuel, era una réplica de su hijo a doble
escala, con una cara tan ancha que parecía un gigantesco emoticono enfadado reposando
sobre el asiento. Hasta que abrió la puerta de su vehículo y aprecié que era
más alto y corpulento incluso que mi padre. Él había sido matarife en una
empresa cárnica del pueblo, decían que acabó perdiendo el empleo porque amenazó
a su jefe con un cuchillo, también tenía fama de putero, alcohólico y de haber
propinado multitud de palizas a su mujer e hijos; tal vez aquello explicase por
qué Manuel era tan agresivo y por qué su hija, de nombre Isabel, tan
asustadiza. Mi padre salió a recibirlo a la verja de la casa sin soltar el
hacha, sabedor de quién podría ser el hombre que se acercaba, con el sigilo característico
del que va a retarse en un duelo.
—¿Es usted
don Andrés? —preguntó con mucho más respeto de lo que a priori podría entreverse
en un hombre con esa guisa.
—Sí
—respondió mi padre que con un rápido gesto de sus dedos quería hacer
ostensible la firmeza con que sujetaba la empuñadura.
El Carnicero
le observó con detenimiento: su espesa barba negra y un hacha sostenida por su
mano derecha… Comenzaba el dueto Vogliatemi
bene, del final del primer acto de Madama
Butterfly, ahogando el sonido de los pájaros que se mezclaba con el ululo
de los árboles y el viento, manifestando, en todo su esplendor, el melancólico
carácter de los atardeceres de septiembre. Echó un vistazo a todo el perímetro
para detener la mirada en la casa de nuestros vecinos cuyas siluetas se
recortaban tras la cortina. Debió pensar que aquél era un lugar verdaderamente
siniestro.
—¿Ha sido
usted quién ha pegado a mi hijo esta mañana?
—Yo he
defendido a mi hija.
—¿Cómo se
atreve a pegarle a una criaturica de doce años?
—Como si
hubiera sido un perro o una persona con un cuchillo, él ha empujado a mi
pequeña a un charco, es más, su «criatura» lleva una cruz gamada en el brazo y
debe pesar el doble que mi hija, como un joven de veinte años. No creo que se
atreva a decirme que era una pelea de niños.
—¡Manuelín, sal del coche! —gritó el
padre—. Don Andrés, dígale a mi hijo que lo siente y que no volverá a
repetirse.
La tensión
se palpaba en la distancia, después de unos incómodos segundos de silencio, una
de las puertas traseras del Renault se abrió. Con una venda en la cara y una
especie de algodón dentro de su boca se asomó Manuel atemorizado. Corrí hacia
casa nada más verle, bajé el volumen de la música para poder seguir escuchando
la conversación y desde la ventana enrejada de la cocina espié lo que en la
puerta de nuestra finca sucedía. Advertí que mi padre ya había abierto la verja
y se dirigía al hijo levantando el hacha con gesto intimidante.
—Mira, «Manuelín», la próxima vez que te vea
cerca de mi hija te mato —gritó. Luego, sonrió irónicamente al carnicero padre
y en tono sosegadamente cínico concluyó—: Ya está, don Manuel, ya me he
disculpado.
—¡Voy a
llamar a la policía!, mejor aún, ¡voy a llamar a la Guardia Civil! —conminó visiblemente exaltado.
—Y ¿qué les
va a decir, que han venido a mi casa para que yo les amenace? —dijo mi padre—. Mejor vaya a un juzgado y
denúncieme.
—Vámonos,
hijo, ya hemos perdido por hoy mucho tiempo y dinero con el dentista.
—Espere un
momento —dijo mi padre al ver que el Carnicero
se introducía en su automóvil como signo de retirada (su hijo, el Nazi, ya aguardaba dentro).
Sacó de su
bolsillo la cartera y le ofreció algunos billetes cuyo valor no pude distinguir
en la distancia.
—Tenga,
para los gastos del dentista, y perdone por mi agresividad, pero mi hija está
desprotegida ante monstruos como su hijo.
—No, si mi
hijo se merece muchas hostias, pero no aprende, y créame, le he pegado desde
bien pequeño, pero no le he podido sacar punta.
El vehículo
maniobró parsimonioso por el angosto carril hasta cambiar el sentido de la
marcha, mi padre quiso zanjar el incidente despidiéndose afablemente con la
mano, hizo lo propio con nuestros vecinos que permanecían tras las cortinas
como tácitos espectadores. Aquellas sombras nunca devolvían el saludo. Al
entrar a casa, mi padre, pretendiendo disimular el peligro que aquella tarde se
cernió sobre nosotros, compartió ésta reflexión: «¿Has visto la cara de pan amasao que tenía el tío ése?… Parece ese
pan de campo que nos trae Domingo algunas veces».
A los pocos
minutos de que los carniceros se
marcharan, mi padre descolgó una llamada de teléfono, respondía con monosílabos
y con la mano libre se frotaba la nuca como queriendo disculparse. El director
del colegio quería reunirse con él a primera hora del día siguiente.
Entramos
juntos al centro escolar, mi padre se dirigió al despacho de la máxima
autoridad del colegio, dejándome a solas en el patio donde un rumor merodeaba
ya desde primera hora, murmuraciones que relataban una encarnecida lucha «el Carnicero
versus el Leñador», alias, éste
último, con el que habían bautizado a mi progenitor. No me importaba en
absoluto que le llamaran así, ya que había oído menciones anteriores como «la
casa del loco» o «los de la senda de los monstruos»
que hacían referencia a él, a mí o a ambos.
Doña Catalina no me permitió el acceso al
aula cuando el timbre que avisaba del comienzo de las clases repiqueteó, en sus
ojos se entreveía tristeza y resignación, sus palabras fueron lacónicas y
concisas: «Espera fuera». Unos minutos bastaron para cerciorarme de que algo
grave pasaba con mi futuro estudiantil. Mi padre caminaba muy deprisa,
visiblemente enojado, el largo pasillo que separaba el despacho del director de
mi aula.
—Vámonos, Violeta.
Me habían expulsado.
Recuerdo que aquel día mantuve la primera
conversación de adultos con mi padre. Le convencí de que no me matriculase en
otro centro educativo, no quería revivir el proceso adaptativo que sufrí en el
Colegio Nuestra Señora de la Esperanza. La solución no podría serme más
beneficiosa: mi tía Laura vendría los fines de semana a impartirme clases
particulares, mi padre le pagaría el importe de las mismas —a lo que ella se
negó aludiendo de que le servirían para entrenarse como futura docente— y los
gastos de desplazamiento. La envidia que suscitaba hasta entonces la fijación
que Dani tenía por ella se esfumó en el acto en comparación al cariño que desde
siempre profesé hacia mi tía y del cambio que sus visitas podían suponerme.
Algo insólito ocurrió en uno de aquellos
fines de semana, a mediados de otoño de 1990, mi padre se afeitó la barba.
Andres II
A finales de los sesenta Andrés formó un
conjunto musical con sus viejos amigos de la infancia Antonio López y José
Blázquez, circunstancia que le ayudaría a Andrés a olvidarse de Teresa, una
amiga que fue novia de un amigo común y de la que se enamoró perdidamente en la
adolescencia. Antonio era polifacético, sabía tocar cualquier instrumento de
cuerda; José, sin embargo, era apto para la percusión. Años atrás, el joven
Rosique había aprendido a tocar la guitarra, más por la perseverancia de su
amigo Antonio que por su propio interés personal.
Por aquel entonces Andrés ya había abandonado
los estudios y trabajaba en una de las tiendas de su padre, en los puestos de
menor responsabilidad y sueldo. Con dieciséis años, el tiempo que destinaba a
su empleo apenas le concedía espacio para asuntos ociosos, dedicándole a los
ensayos sólo los fines de semana.
Una madrugada de mediados de marzo de 1970,
tras uno de sus ensayos y de su correspondiente fiesta etílica en los locales
del centro de la ciudad, llegó a casa y se encontró una hoja escrita por su
padre en el suelo detrás la puerta de la entrada.
«Tu
abuela ha muerto, me he ido a Balsicas,
llama
a casa de los tíos cuando te levantes»
Pepe se refería a su suegra, la que estuvo
al cuidado de su hijo durante unos años junto a su cuñada Caridad. Al día
siguiente volvió temprano a Cartagena para recoger a Andrés con su flamante
Seat 124.
—Antes de que nos vayamos al pueblo voy a
tumbarme un rato en el sofá y luego me aseo un poco —saludó Pepe.
—¿De qué ha muerto? —dijo con voz ronca.
—Pues se ha pasado toda la vida diciendo
¡qué ganas tengo de morirme!, y al final el Señor le ha hecho caso. La que me
da pena es tu tía Cari, me ha dicho esta noche que hacía una semana que se
había quitado el luto y, fíjate, otros cinco años más de negro.
—Si te vas a tumbar en el sofá subo a
acostarme de nuevo, llámame cuando tengamos que ir a Balsicas —dijo Andrés
frotándose los ojos.
—Ésa es otra, siempre estás cansado, no me
extraña que los lunes no puedas ni con tu alma. Este jueves, como es mi santo y
el día del padre, no quedes con nadie, que por la noche me gustaría ir a cenar
para hablar contigo de padre a hijo. Ya está bien que, salvo en el trabajo, no
pueda estar con el único familiar que tengo.
—Tu familia son los jugadores del Madrid
—masculló para sí.
—¿Te parece bien que vayamos a Los Techos
Bajos?
—Pero tendrá que ser a mediodía, el jueves
por la noche ensayamos.
—¡Qué ganas tengo de que te centres y dejes
todas esas tontunas! ¿Piensas acaso que puedes ganarte la vida con la música?
Para eso hay que tener talento y tú no vales para cantar, ni para tocar la
guitarra, ni para nada que no sea trabajar de verdad, ¡tienes casi dieciocho!
Su hijo iba a contestarle preguntado cuántas
veces le había visto cantar o tocar la guitarra, pero se calló clavándole una
mirada llena de odio. Al poco entraron al coche y partieron rumbo al pueblo en
silencio, como casi siempre.
Esa tarde, después de la misa fúnebre, se
dio sepultura al féretro de su abuela en el cementerio de Balsicas, contigua a
la tumba de su abuelo Andrés, del que heredó el nombre. Junto a las lápidas de
sus abuelos se hallaban las de su madre y hermano. Él no las veía desde niño:
ANTONIO
ROSIQUE MARÍN
9
DE AGOSTO DE 1951 — 31 DE DICIEMBRE DE 1955
QUE
DIOS ACOJA Y CUIDE DE NUESTRO HIJO
DOLORES MARÍN VIVANCOS
12
DE ENERO DE 1929 — 6 DE DICIEMBRE DE 1958
TU
MARIDO NUNCA TE OLVIDARÁ
Aquel momento supuso un punto de inflexión
en la historia de Andrés, cayó en la cuenta de que sólo hay una oportunidad
para vivir la vida, lo que quedara después sería mármol, algunas flores
marchitas y una frase dedicada por quien ha sobrevivido que, vanamente, intenta
resumir toda una existencia.
De camino a casa tuvo un pensamiento amargo
hacia su madre y a su hermano del que lamentaba no tener recuerdo alguno.
Pasó el tiempo, a las actividades laborales
se le unieron el carné de conducir y el servicio militar en Cartagena,
traumático por culpa de las caprichosas bromas de los que, por circunstancias
del destino, entraron al cuartel unos meses antes que él. Aquello hizo
insostenible el ritmo de los ensayos y poco a poco se fue diluyendo el grupo y
la amistad entre sus componentes.
Antonio López comenzó a tocar por su cuenta,
al igual que Andrés, que pese al poco tiempo que podía dedicarle, ya manejaba
la guitarra con más habilidad. Adquirió un piano de mesa de segunda mano del
que de manera autodidacta iba aprendiendo. Sólo José Blázquez, el batería, dejó
de interesarse por la música viéndose enseguida rodeado por malas compañías que
a la larga le pasaron factura.
Corría 1972 cuando el joven Rosique decidió
probar como cantautor, sus letras carecían de toda reivindicación política, algo
poco habitual por aquel entonces, por lo que no tendría problemas con la
censura de la dictadura española. Ya tenía en aquel tiempo cierta devoción,
también, a la música clásica, y aunque no poseía discos con sinfonías de
Beethoven o Mozart, se podía entrever su inclinación hacia las melodías que más
elevaban sus sentidos. Cuando se encontraba con la ocasión de escuchar por la
radio algo relacionado con los clásicos no la desaprovechaba y fantaseaba con
la oportunidad de haber recibido la formación de aquel selecto grupo de
músicos que formaban parte de la historia. No en vano, lo más parecido a un
concierto en directo que había presenciado hasta entonces, fue cuando a la edad
de diez años, su padre lo llevó a una de las primeras ediciones del Festival
del Cante de las Minas de La Unión.
Unos amigos cantautores insistieron en que
interpretase sus canciones en público. Existía un bar, en la calle cartagenera
de Ramón y Cajal, donde cualquier músico podría tocar a cambio de un porcentaje
de la recaudación. Precisamente, fue el día de su vigésimo cumpleaños, el 22 de
octubre de 1973, cuando empujado por su entorno decidió actuar en aquel local.
Su amigo Antonio López ya lo había hecho meses antes con bastante éxito.
Nunca sospecharía Andrés la mala jugada que
le haría pasar el miedo escénico, fomentado posiblemente por una coincidencia,
ya que su idolatrada Teresa estaba entre el público. Actuó con nerviosismo
aparente, intentando no detener la mirada en la mesa donde se encontraba su
vieja amiga de la adolescencia, perdió la concentración y cometió errores en
algunos acordes, lo que derivó a que su voz titubease hasta acabar siendo
ininteligible. Los espectadores, jóvenes ebrios con ganas de diversión,
aprovecharon los fallos del músico para acompañar la actuación con abucheos. No
llegó a terminar la primera canción de las tres que iba a interpretar, dejó la
guitarra en la única silla del escenario mientras la sala le aplaudía y
ovacionaba irónica. Aquellos segundos le sirvieron para advertir la mirada
avergonzada de Teresa. Días más tarde regresó para recoger la guitarra que
había abandonado en el escenario y no quiso recibir remuneración alguna por
parte del propietario del local con el que se disculpó por tan lamentable
actuación. Nunca supo Andrés que entre los espectadores de tan funesto
concierto se encontraba también su padre, de incógnito.
La noche del miércoles 20 de febrero de
1974, el día en el que su tía —y cuidadora en su niñez— cumplía cuarenta años,
fue arrollada en un camino de escasa iluminación por un vehículo que, al
parecer, le faltaba la luz del faro derecho. Murió prácticamente en el acto, el
conductor alegó que no pudo verla. Caridad Marín Vivancos falleció vistiendo
de luto.
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