MI HIJA Y LA ÓPERA — Volumen 11
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Con la
sorprendente noticia de que iba a contraer matrimonio me llamó mi tía Laura una
noche de invierno. Cierto sentimiento de desamparo me invadió al conocer el
anuncio, si bien, me congratulaba por el rumbo ilusionante que había adquirido
su vida. En verdad se casó mucho más tarde de cuando realizó dicha llamada,
unos cuantos años después, la enfermedad de mi abuela había obstaculizado sus
visitas anteriores y sus planes futuros, podría decirse que en los últimos años
apenas si llegamos a coincidir en unas cuantas ocasiones. Por ello, me entusiasmé
cuando ella me anunció que vendría el sábado a pasar el día con Alberto, su
futuro marido. Recibir una visita en casa era siempre motivo de apoteosis en
aquel tiempo en el que Pedro, Juan y Dani eran las únicas personas que se adentraban
a nuestra morada. Afortunadamente contaba con Yako, el único ser que me hacía compañía sin ningún otro interés
que el de estar conmigo.
El carácter
le había cambiado a mi padre en los últimos meses, se había convertido en un
hombre irascible y gruñón, sufría su asedio diario hacia mí en discusiones algunas
veces insólitas, ocasionadas generalmente por motivos dispares. No simpatizó
con la idea de que Laura nos visitara junto a su prometido, aunque tuvo que
aceptarla, yo fui precisamente quien tenía interés en invitarlos. Recuerdo que él
estaba escuchando en su dormitorio el último acto de Aida.
—Confirmado, vendrán el sábado por la mañana —anuncié.
—No entiendo
por qué tiene que venir a enseñarnos a su nuevo novio.
—¿Porque se
va a casar con él…? —refuté con sorna— ¡Papá, que es tu futuro cuñado!
Cuando la
conversación le disgustaba, mi padre hablaba dirigiendo su vista a la ventana,
contemplaba el pueblo y su iluminación navideña.
Daniel
llevaba todo el último año presentándose en casa un único día a la semana, nada
menos que cuatro horas seguidas, donde poníamos a prueba nuestra resistencia
frente al teclado. Afirmaba sin reservas que yo era mucho mejor pianista que
él. Con esta sentencia, insinuaba que nuestra relación profesor-alumna ya se
hallaba en su ocaso. Me hizo saber, meses antes, que mantenía un romance formal
con una tal Esperanza, una dependienta de una tienda de regalos de Calasparra. No
debió importarle en absoluto la noticia del futuro vínculo marital de mi tía
Laura.
Avisté
desde la ventana la llegada de un espectacular vehículo deportivo junto a la
verja de nuestra parcela. Eran las doce del mediodía de un frío y soleado 14 de
diciembre cuando volví a abrazarme con mi tía. Le acompañaba Alberto, que tardó
un rato en abandonar el interior de aquel precioso Porsche azul oscuro. Habían
dejado a mi abuela bajo los cuidados de una hermana suya en Las Torres de Cotillas,
a mitad de camino entre Cartagena y Calasparra. Mi tía parecía otra, se había
alisado el pelo y lucía elegantes prendas de diseñadores de prestigio. Mantenía
la misma figura delgada, aunque se me antojaba que el noviazgo le había
realzado su silueta, embelleciéndola más si cabe. De soslayo ojeó a mi padre
cuando nos presentó a su novio pudiéndose entrever un revoltijo de serenidad y
melancolía en su expresión. Alberto pertenecía a una familia acomodada,
trabajaba como Jefe de Planta en General Electric, una fábrica situada en
Cartagena. De casi dos metros de altura, bastante delgado, pelo muy corto y una
apreciable coronilla que, vertiginosa, apuntaba a despojar de cabello la parte
superior de la cabeza. Unas grandes cejas le conferían una bella mirada a sus
treinta y seis años, muy bien llevados en comparación con los cuarenta y tres
de mi progenitor. Parco en palabras, y de apariencia culta y educada, apenas se
escuchaba su grave voz cuando se le preguntaba cualquier cosa.
—Cuñado,
¿quieres una cerveza? —preguntó mi padre una vez accedieron al salón, tras el formal
saludo y las pertinentes alusiones a la climatología.
—No,
gracias, no bebo.
—Por ahora
no es tu cuñado —apostilló Laura.
—Si lo has
traído para acá es en calidad de futuro marido, así que: cuñado.
Mi padre se
sirvió un botellín y le puso igualmente la cerveza. Si no se la hubiera bebido
Alberto habría acabado tomándosela él antes de que se calentase. Encendí la
chimenea, era la única tarea que realizaba invariablemente desde niña. Mi padre
detestaba de tal manera el fulgor del fuego, que tomaba asiendo dándole la
espalda, pretendiendo obviar con ello el crepitante sonido de la leña húmeda
tras él.
Alberto,
que era casi abstemio, bebió finalmente de aquella cerveza, y de los demás
botellines que le siguieron en el aperitivo. Mi padre descorchó un tinto Muga
Reserva del 1990, vino del que incluso probé un sorbo dada la propaganda que el
resto de comensales difundían respecto dicho caldo. Para acompañar el café se
le ofreció a Alberto un coñac que, únicamente —aseguró mi padre—, se consumía
en ocasiones especiales (aunque yo echaba esa misma marca de brandi en los asados
de los domingos).
—Si sigo
bebiendo así no voy a poder coger el coche —se excusó Alberto con una clara señal
de barrera realizada con las palmas de sus manos.
—Bueno, lo
que quieras, de todas maneras puedes dormir la siesta —le propuso mi padre.
Ninguno fuimos
a descansar, prolongamos la sobremesa hasta que oscureció. Alberto y mi padre
tomaron varios whiskys ante la, cada
vez más, preocupada mirada de Laura, que apreciaba en su futuro esposo, un
evidente enrojecimiento en las mejillas. Los ojos brillantes y la blanca
esclerótica ocular convertida ahora en un cuadro ramificado de carmines
capilares. Su sonrisa gelatinosa y vacía de expresión evidenciaba que hacía
tiempo que había perdido la consciencia de lo que junto a él sucedía. Mi tía le
ordenó en tono exasperado que se acostara en el sofá y le indicó literalmente:
«hasta que no se te pase la mona no nos vamos». Mi padre y yo nos miramos
cómplices constatando quién llevaba los pantalones en la pareja.
Alberto se
durmió en cuestión de segundos. Roncaba con un silbido molesto acompañado por
unas lágrimas salivares que brotaban de sus labios precipitándose sobre un cojín
beis cuyo centro era ya oscuro. El sofá y los cojines estaban a falta de una
buena limpieza desde hacía tiempo, ya tenía un motivo adicional para higienizarlos.
Según iban pasando las horas, la imagen impecable del novio de mi tía se iba
deteriorando. Empujados por el fastidioso resuello del durmiente, cogimos los
abrigos y nos fuimos los tres a dar un paseo. Aproveché para llamar a Yako para que se expansionase con
nosotros.
Serían las
siete de la tarde, aunque ya se había hecho de noche, cuando salimos de la
finca y transitamos por el camino de gravilla blanquecina que finaliza en la
carretera. Nuestras pisadas se deberían de oír desde lejos a pesar del fuerte
aullido del viento que zarandeaba los árboles. Mi padre rompió el mutismo de
los tres que caminábamos con los brazos cruzados protegiéndonos de la corriente
de aire fresco.
—¿Cómo está
tu madre, Laura?
—Bueno,
pues imagínate, con su enfermedad. Me dan ganas de no recogerla de casa de su
hermana ahora cuando volvamos a Cartagena. Nos hace la vida imposible.
—¿Qué os
dice?
—Ya no es
lo que nos dice, sino lo que hace; o mejor dicho, lo que ha dejado de hacer.
Prácticamente ha dejado de hacer cosas por sí misma, menos comer e ir al baño
que, menos mal, todavía se basta sola. Pero a veces, me mira y sé que no me conoce
o me confunde con mi tía Encarna, la de Las Torres. Los médicos me han dicho
que tiene muy avanzada la enfermedad pese a no ser muy mayor.
—Está feo
decirlo, pero tu madre está comenzando a morir —sentenció mi padre.
—Mi madre
emprendió el camino de la muerte el 12 de septiembre de 1981 —concluyó mi tía.
Nos
detuvimos en la mitad del sendero cuyo trayecto comprendía desde nuestra casa a
la carretera, justo en la puerta de nuestros misteriosos vecinos. Mi padre no
quería que Yako alcanzara el final
por temor a que fuera atropellado por un vehículo. Mi perro —decía mi padre—,
en su «falta de luces», pretendía atacarles. El ruido de nuestros pasos, la
conversación que manteníamos y, sobre todo, los ladridos de Yako, delataron nuestra presencia. La
luz de una habitación de la primera planta se encendió, se divisaban dos
siluetas interpuestas, al parecer, con desigual aproximación respecto a la
ventana. Claramente, nos observaban tras la cortina. Menos mi tía, los
presentes saludamos con la mano, y dimos la vuelta en dirección a casa sin
haber recibido movimiento alguno de respuesta. Mi padre, tuvo a bien compartir
conmigo una inquietante reflexión.
—Violeta,
¿te has dado cuenta de que, siempre, una de las cabezas es desproporcionada en
tamaño a la otra?
—Sí, pero
será que una está más cerca de la ventana que la otra —contesté, descubriendo
que yo ya había reparado en aquel detalle alguna vez.
—Puede ser
por la luz —expuso mi tía—, que proyecte las sombras en la cortina según la
perspectiva, o por la cercanía a la ventana, como dice tu hija. Anda que lo que
hace disponer de tiempo libre, ¡menudas preocupaciones tenéis!
—En
cualquier caso —continuó mi padre—, son más raros que un perro verde, incluso
más que Yako que, sin ser verde,
quiere hacer frente a los coches cual quijote a los molinos, ¿qué pensará, que
son perros gigantes?
Arranqué a
carcajear y, de inmediato aplaqué la risa cuando percibí que mi tía paralizó su
marcha, miró a mi padre con irritación, y sorpresivamente preguntó:
—¿Acaso no
es raro tener un dormitorio ocupado con trastos en vez de que sea utilizado
para atender las visitas?, además, cerrado con llave… Hombre, que tu hija tiene
quince años. Sé que en esa habitación no hay trastos, Andrés, ¡lo sé!
Adopté
probablemente otro semblante creyendo que le contaría lo que alguna vez le
confesé, cuando en la visita del técnico, años atrás, mi padre dejó abierta por
descuido la puerta de la habitación secreta. Mi tía Laura, moderada a la hora
de dialogar, con ese tono cálido propio de las profesoras de educación
primaria, había perdido por completo los papeles. Salvo el día en que le propinó
una bofetada a la persona con la que en aquel instante discutía, nunca le había
visto con tanta furia.
—Mira,
Andrés —prosiguió tras concedernos unos segundos para recuperarnos de su
reacción—, vivís en el puto culo del mundo, nunca he podido venir con mi madre
para acá por falta de un alojamiento digno, que sólo con haber hecho habitable
ese dormitorio cerrado con llave nos hubiera bastado. Y te digo que sé lo que
atesoras ahí dentro porque tú nunca te desprendiste de las fotos familiares de
antes del accidente, sé que los vestidos y joyas de mi hermana deben de andar
por ahí, esa es la única explicación que doy a que la casa esté despojada de
todo recuerdo. Tú entras cuando quieres a la habitación, y llorarás, rezarás o
todo lo que consideres oportuno hacer ahí dentro, pero los demás no tenemos
acceso a nuestros recuerdos.
—Escucha,
Laura, tú no tienes derecho a decirme cómo tengo que organizar las habitaciones
de mi casa —explicó mi padre en un tono, incongruente con las palabras, que se
acercaba a la disculpa.
—Tu hija
merece saber del resto de su familia —dijo calmada—. Apenas si ha visto alguna
vez a Patricia y a Susana, y creo que ella tiene el derecho a conocerlas, por
traumático que te pueda resultar.
—Violeta no
las recuerda. Verlas no le va a evocar sentimiento alguno, yo le he hablado
mucho de ellas, de cómo eran y de lo felices que fuimos, pero su verdadera
familia hemos sido sus abuelos, tú y yo, ¿verdad, hija?
Asentí sin
proferir palabra alguna con miedo a que, por descuido, revelase alguna pista
sobre mi conocimiento respecto al contenido de la habitación secreta.
—Lo único
que vamos a conseguir con esto —manifestó mi padre, dirigiéndose a mi tía—, es
que se haga preguntas cuyas respuestas podrían hacer daño, no sólo a ella, sino
a mí.
Nos
hallábamos junto a la reja de nuestra parcela cuando nos sobresaltó el sonido
de un quejido que se prolongó en una gemidora arcada, procedencia del ventanuco
del cuarto de baño. Mi tía corrió alarmada hasta la casa gritando el nombre de
su prometido.
Mi padre,
con parsimonia, cerró la verja para que Yako
no pudiera escapar de la finca. Intuyendo lo que debía de estar sucediéndole a
Alberto, se dirigió a la cocina para echarse otra copa. La curiosidad y, por
qué no, la preocupación por los gritos de mi tía me impulsaron hacia el aseo,
craso error, me recibió un repugnante hedor a vómito que impedía que franquease
la puerta, la fetidez se combinaba, torturante, con una pestilencia que habría
sido excretada con fragor, minutos antes desde otro orificio de la anatomía
humana en aquel inodoro salpicado ahora con restos de comida. Ella sostenía a
Alberto de las axilas que, pálido y de rodillas, realizaba ímprobos esfuerzos
en levantarse, con su dignidad en el mismo suelo del que él quería despegarse.
Como si yo hubiera sido la culpable de la borrachera de su pretendiente, mi tía
Laura me arrojó una mirada ponzoñosa y empujó la puerta con la suela de su zapato,
cerrándola de un portazo.
Abandonaron
el cuarto de baño tras permanecer varios minutos adecentándolo, Alberto tenía
la cara húmeda y el cabello mojado, mi tía se mordía los labios con una mueca
que mostraba claramente su disgusto.
—Voy a
cambiar las sábanas de mi dormitorio y os quedaréis a dormir allí —dijo mi padre con un whisky en la mano.
—De eso
nada, nosotros nos vamos a Cartagena, conduzco yo —alegó mi tía.
—Laura, no
te vayas que hace mal tiempo —rogué con necedad creyendo que dicho motivo
podría persuadirla.
—Ni hablar,
me voy de esta casa para siempre que el alcohólico de tu padre ha alcanzado su
propósito.
—Laura, te
pido por favor que os quedéis —dijo mi padre—. Es tarde, cenamos tranquilamente
y mañana abriré la habitación. Tal vez quieras llevarte algún recuerdo de allí.
Un silencio
gobernó el salón durante unos instantes, interrumpido con vehemencia por Alberto
que corría de nuevo hacia el servicio con la mano en la boca.
—¿Y dónde
vas a dormir tú, Andrés? —preguntó Laura intentando tapar con su voz el ruido
de las arcadas.
—Esta noche
no voy a dormir, tengo faena en la habitación, quiero que la veáis mañana en
todo su esplendor, y es mi deseo despedirme como es debido de mi templo para
siempre.
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